Opinión
Ver día anteriorMiércoles 19 de octubre de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Colombia continúa escribiendo nuestra historia
¿A

cuento de qué Cien años de soledad se califica como novela de ficción, surrealista o real maravillosa? Pues si vamos por acá, los fallidos acuerdos de paz entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el gobierno de Juan Manuel Santos ameritarían igual encasillamiento.

Nadie, en sus cabales, puede dejar de anhelar la paz. Sin embargo, sería inconveniente olvidar que desde mucho antes de la primera revolución independentista en América (Haití, 1791-1804), el drama histórico de Colombia guarda mucha similitud con el de Palestina: jamás vivió en paz.

Partiendo del gran alzamiento comunero de 1781, Colombia ha padecido 235 años de masacres y guerras fratricidas. Tan sólo la de los Mil días (que tuvo el compromiso militante y armado de liberales de Venezuela, Ecuador, Nicaragua y Guatemala) ocasionó más de 100 mil muertos entre 1899 y 1902, con un solo ganador: Estados Unidos, que impulsó la partición del país y después se quedó con el canal de Panamá.

Desde la independencia de las Provincias Unidas de la Nueva Granada (1811), Colombia tuvo seis periodos republicanos en el siglo XIX. Y cada uno, con cartas constituciones a modo, que hasta hoy no pudieron resolver la contradicción entre santanderistas y bolivarianos.

Colombia es la cabecera de playa más estratégica del imperialismo yanqui en Occidente. Con litorales marítimos inmensos en dos océanos, el país linda al norte y al este con el canal de Panamá y el lago petrolero de Maracaibo en Venezuela, por el sur tiene amplio acceso a la inmensa floresta amazónica (pulmón del planeta) y, en su espina dorsal, la cordillera de los Andes encierra fabulosas reservas minerales a más de valles ubérrimos.

Habrá que ponderar, entonces, los términos reales del problema: la concentración de la tierra, y el sanguinario rol de las oligarquías nativas. Que junto con Washington, luego de la implosión de la Gran Colombia en 1830, convirtieron al país en uno de los territorios más apetecidos del capitalismo mundial.

Por otro lado, es imposible hablar de paz en Colombia, archivando las consecuencias del asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán (1948), magnicidio orquestado por la CIA que desató el llamado periodo de la violencia (300 mil muertos, 2 millones de desplazados). Así como el contubernio liberal-conservador de 1958 que, en el decenio siguiente, llevó a millares de colombianos a tomar las armas en distintas organizaciones guerrilleras (200 mil muertos, 8 millones de desplazados).

Como era de esperar, el máximo paladín de la libertad universal, don Mario Vargas Llosa, lamentó que en las urnas se haya impuesto el no a los acuerdos de paz. Pero, congruente con su proverbial hipocresía, manifestó que “Colombia ha seguido siendo una democracia en el medio siglo y pico que ha durado la guerrila, y eso es ya un extraordinario mérito…” (La paz posible, El País, Madrid, 15/10/16).

Vaya democracia, en la que a mediados de septiembre una delegación de Europa y Estados Unidos, encabezada por seis eurodiputados, certificó en audiencia pública la existencia de una fosa común en el departamento de Caquetá, con 2 mil cadáveres no identificados…

Frente al hallazgo, la senadora Piedad Córdoba declaró: “Ahí fue donde empezó de verdad la política que se conoce como ‘falsos positivos’, los asesinatos a sangre fría (por parte del Ejército) para reclamar recompensas, para tener ascensos, para pedir vacaciones…”

Y ahora, junto con el acaso no tan inesperado rechazo a los acuerdos de paz (a los que hay que sumar el voto de 800 militares de las Fuerzas Especiales del Ejército Nacional de Colombia, enrolados como mercenarios en Emiratos Árabes Unidos), tenemos al nuevo Nobel de la Paz: el presidente Santos.

Galardón promovido por Felipe González (jefe de jefes de la corrupción en España) y el ex canciller de Tel Aviv Shlomo Ben Ami (biógrafo y admirador del dictador fascista Miguel Primo de Rivera), cabe preguntarse ya no si la paz es posible en Colombia, sino hasta qué punto se ha perdido el sentido de lo político. ¿O no fue Santos el propagandista más entusiasta de los falsos positivos (leáse ejecuciones extrajudiciales) cuando era ministro de Defensa del narcopresidente y paramilitar Álvaro Uribe Vélez?

Los que han seguido la historia de esta guerra saben que en noviembre de 2011, cuando en La Habana empezaron las primeras conversaciones secretas entre las FARC y el gobierno de Santos, el ejército apresó al comandante Alonso Cano, indefenso y ciego por haber perdido sus gafas. Los militares se comunicaron con el presidente. ¿Qué hacer? La respuesta del Nobel de la Paz fue terminante: ¡Mátenlo!

Juan Carlos Onetti decía que su tocayo Bach, de haber sido uruguayo, se hubiera consagrado como el mejor director de la banda municipal de Tacuarembó. Y Walter Benjamin, de haber nacido en Colombia… ¿hubiera reparado en que hay historias que pueden ser hegelianamente lineales, objetivas, con sentido y negando la posibilidad de que ganadores y perdedores las interpreten por igual?