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En los 70 empezó en Japón la fascinación por el gladiador mexicano y la lucha libre

Mil Máscaras fue la encarnación del nuevo guerrero samurái

Un niño nipón lo sorprendió al postrarse ante él y regalarle una espada

A sus 74 años de edad sigue en activo y todavía no piensa en el retiro: Creo que sigo fuerte

Foto
Aarón Rodríguez Arellano sólo existe cuando se quita la máscaraFoto Yazmín Ortega Cortés
 
Periódico La Jornada
Jueves 6 de octubre de 2016, p. a13

Una mañana de 1971, en Tokio, alguien tocó a la habitación del luchador mexicano Mil Máscaras. Era la primera vez que viajaba al país asiático y no esperaba a nadie. Intrigado, abrió la puerta. Tuvo que bajar la vista para observar al niño de ocho años que estaba frente a él y que se postró con reverencia para ofrecerle una espada de samurái con el aire de gravedad propio de un guerrero.

El luchador no entendió el ritual ni la irrupción del pequeño que le demostraba semejante devoción y respeto. Le pidió que subiera su padre, a quien le dijo que no solía aceptar regalos y menos si se trataba de una espada auténtica y seguramete costosa. Pero el padre insistió y al luchador no le quedó más remedio que aceptar la ofrenda.

La escena contada por Mil Máscaras, quien desde hace medio siglo da vida a un personaje que sigue activo –apenas el domingo subió al cuadrilátero de la Arena Coliseo de Monterrey–, expresa un fenómeno que trascendió el terreno del espectáculo para convertirse en un mito en ese país.

Después de la devastación que sufrió Japón por la Segunda Guerra Mundial, en los años 70 hubo un renacimiento y una euforia casi biológica por todo lo novedoso y festivo, refirió el ministro de la embajada japonesa en México, Toru Shimizu.

La televisión estaba en pleno apogeo. Cada semana, como en un ritual, después de la cena la familia se reunía alrededor del aparato para ver emisiones sabatinas de lucha libre. Ahí empezó la devoción que alcanzó dimensiones de fenómeno cultural en los años 70 y 80.

Pequeños voladores

Los niños en los colegios japoneses jugaban a volar desde la tercera cuerda y el personaje de Mil Máscaras era el más disputado. Había demasiados elementos involucrados como para que un niño nipón de finales de los años 70 no terminara fascinado por la iconografía del pancracio mexicano. La ropa, la acrobacia, la elegancia histriónica y sobre todo las máscaras. Y nadie como este gladiador que tiene mil.

Sobre todo nos seducía que aún en la derrota había un código de caballeros, de respeto y cortesía. Ellos eran como los samuráis, los guerreros que a los niños de mi generación todavía nos emocionaban por su significado, dijo Shimizu, quien recuerda que su devoción lo llevó a organizar en 1985 una función de homenaje con sus compañeros de preparatoria, donde los propios estudiantes se caracterizaron de luchadores mexicanos.

“Había un entusiasmo muy grande por lo que fuera diferente y este luchador encarnaba todo lo que buscábamos en aquella época: el tren bala, los Juegos Olímpicos de Tokio 1964... ahí es donde aparece como un héroe de leyenda Mil Máscaras”, señaló.

El luchador empezó a reconocerse en esa fusión de símbolos y rituales. Ellos al final también son guerreros y al menos los de aquella época representaban esos principios, admitió el mexicano.

Hubo algo en su cultura y sus tradiciones que se reconoció con la lucha libre y las máscaras, no olvidemos que la máscara tiene un lugar especial en esa cultura, indicó el gladiador.

En Estados Unidos ya era conocido. Cada que luchaba allá encontraba reporteros japoneses que seguían sus giras. También –aclaró– estaban sus películas, en una época en las que el cine de luchadores era un género en apogeo y con buena aceptación.

Después de eso esperaba todo pero fue sorpresivo el recibimiento en Japón cuando fui aquella primera vez. En el aeropuerto de Tokio me esperaban cerca de mil personas, en su mayoría niños, para quienes yo era un héroe, recordó.

Aquella encarnación del héroe noble y el guerrero quedó grabada en la memoria de una generación de nipones, que incluso hoy se emocionan al verlo. Algunos adultos sonríen como niños y cruzan los antebrazos, exactamente como hace aún el luchador mexicano mientras vuela desde la tercera cuerda.

La tapa es una elección

Hace medio siglo Aarón Rodríguez Arellano se enfundó una máscara con miles de versiones para ocultar su rostro. Si la cara es una imposición genética, la tapa es una elección y Mil Máscaras lo asumió como quien acepta un destino. Desde entonces ha sido muy receloso de la identidad elegida.

Aarón sólo existe cuando me quito la máscara, dice este luchador de 74 años de edad y 52 volando en el cuadrilátero.

Sin la máscara es como cualquier otro hombre. Se agobia por las tribulaciones de la vida, por los dolores del cuerpo, pero apenas se enfunda en una de sus múltiples tapas, se transforma. No hay dolor ni padecimientos.

Cuando me pongo la máscara, revivo al mito, dijo convencido.

La mitología construida a su alrededor cuenta que incluso se ducha con la máscara, pues aprovecha para lavarla luego de una contienda y se pone otra. Sale discretamente de casa y llega convertido en el mito de los cuadriláteros, donde no deja el personaje ni en los vestidores.

Durante un acto en la embajada de Japón en México, para obsequiar la que lleva puesta al embajador, se retira a un jardín y mira a un lado y otro; cuando se cerciora que nadie lo mira se la cambia por otra con la habilidad que le ha dado medio siglo de transformaciones.

Muchos años ocultando a Aarón Rodríguez, pero no hay atisbos de retiro para un luchador que considera que sólo los débiles se jubilan en este oficio.

Tengo 74 años y sigo luchando, digo que tengo 50 porque hace tiempo dejé de contarlos, bromea sobre un tema que considera serio: Creo que estoy fuerte por mi disciplina. Todos los luchadores hacen ejercicio, pero yo soy un hombre que desde chamaco hizo deporte, que tuvo una buena familia y genéticamente eso está en mí.

En la película de Darren Aronofsky El luchador, el actor Mickey Rourke personifica a un gladiador en decadencia, enfermo del corazón y que se rehúsa dejar el cuadrilátero aun a costa de su vida. Es una trama sórdida y dolorosa. Mil Máscaras conoce el filme, pero no se identifica con él.

Eso es una tontería, dijo después de soltar una carcajada un poco teatral.

No tengo miedo de retirarme porque extrañe los aplausos o los reconocimientos. Hay que irse cuando es el momento. Cuando ya no pueda hacer lo que necesito para luchar, entonces me iré, responde con un ligero resoplido por el esfuerzo que le produce hacer unas sentadillas, como patente de que está en buena forma.

Hago 100 de éstas, porque las rodillas son herramientas en el cuadrilátero, también la cadera y, claro, el cerebro porque hay que pensar rápido para cambiar de estrategias para someter al oponente, agregó.

Después de la exhibición de flexibilidad recobra la compostura. Mil Máscaras pertenece a esa generación de luchadores que fuera de las arenas les gusta lucir elegantes. Lleva saco azul marino de cuadrícula blanca y corbata del mismo color estampada. Los puños de la camisa perfectos, para dejar ver unas enormes manos de luchador, algo maltrechas por la infinidad de fracturas que le dan un aspecto de garras.

Las tengo fracturadas por todas partes. También los hombros, pero sigo activo. Acaban de hacerme un examen médico y se sorprendieron por lo bien que me encuentro.

El pasado domingo tenía un malestar en el cuello antes de salir a la contienda en Monterrey. Uno que aquejaría tal vez a Aarón Rodríguez, pero no al luchador de los mil rostros, porque al enfundarse uno de ellos renace el mito. Entonces ya no existe dolor que le impida seguir la batalla que empezó hace medio siglo.