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Los Avispones tampoco han tenido justicia

No imagino el infierno de los padres de los normalistas; yo al menos enterré a mi niño

 
Periódico La Jornada
Sábado 1º de octubre de 2016, p. a32

Los uniformes les producen rabia. Roberta Evangelista y Miguel Ángel Ríos no pueden evitarlo al mirar esas ropas que fueron confeccionadas para representar el orden y la seguridad. Da igual si pertenecen a la policía municipal, Federal o al Ejército, todos son uniformes y para ellos evocan ese momento exacto en que sus vidas se quebraron de manera irreversible.

Roberta Evangelista dice que no puede ni verlos. Cuando se acerca una patrulla policiaca o un camión de soldados el coraje le hierve por dentro. Al mismo tiempo, regresa de manera inevitable a aquel 26 de septiembre de 2014, cuando su hijo de 15 años, David Josué, salió con el equipo de futbol Los Avispones de Chilpancingo para no regresar jamás. Al menos no con vida.

Miguel Ángel Ríos tampoco puede contener la ira. Por sus recuerdos de aquella salvaje noche en Iguala siguen intactas las imágenes de los retenes de policías amenazantes, apuntando con sus rifles automáticos, y los vehículos del Ejército que circulaban por la ciudad sin ayudar a la población civil. Pero, sobre todo, ve a su hijo, Miguel Ríos, el joven de 17 años que jugaba con Los Avispones y que sobrevivió a cinco disparos que lo pusieron al borde de la muerte, pero que le han dejado algunas secuelas.

Hace dos años que Los Avispones salieron de Chilpancingo para inaugurar la temporada de la tercera división, en un partido que jugaron contra el Iguala FC, al que vencieron por 3 a 1. Al volver a casa, en medio de la espesa oscuridad que rodea el cruce a Santa Teresa, aproximadamente a 10 kilómetros de Iguala, fueron emboscados –afirman los sobrevivientes– por policías municipales y hombres vestidos de negro que descargaron ráfagas contra el autobús de la empresa Castro Tours. No fueron disparos disuasivos, sino tiros a matar. Dentro del vehículo, los jóvenes jugadores se retorcían para ponerse a salvo, mientras las balas atravesaban la lámina con un estallido sordo –recordarían después–, como el que hacen las palomitas de maíz al estallar en un horno.

En ese ataque fueron asesinados el jugador de 15 años David Josué García Evangelista, conocido como el Zurdito; el chofer del autobús, Víctor Manuel Lugo Ortiz, y Blanca Montiel Sánchez, quien viajaba a bordo de un taxi. El atentado formó parte de una operación de mayor alcance, cuyo epicentro fue la ciudad de Iguala, donde fueron perseguidos y cazados los estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. En aquel episodio, donde asesinaron a tres estudiantes y desaparecieron a 43, cuyo destino es incierto.

–Ya transcurrieron dos años y nada ha pasado –dice Roberta Evangelista–. De los normalistas desaparecidos no se sabe nada. Me pongo en el lugar de los familiares y no me imagino el infierno que deben estar viviendo. Yo al menos enterré a mi niño. Ellos y nosotros (los padres de los estudiantes y los de Los Avispones) somos víctimas de los mismos hechos, aunque nunca hemos tenido acercamientos.

Hace un año Roberta Evangelista parecía otra persona. A pesar del dolor que regresaba con el primer aniversario del asesinato de su hijo, el tono de su voz era firme y el reclamo de justicia por el atentado en el cruce de Santa Teresa no cedía ni un palmo.

Unos días antes de ese primer aniversario, en una conferencia para exigir atención a las autoridades, Roberta leía con énfasis un comunicado: Pedimos paz y justicia. Castigo a todos los involucrados, con la voz fuerte para culminar con una declaración de principios: Todos somos el avispón caído. Todos somos los chicos de Ayotzinapa desaparecidos. Todos somos Iguala y sus difuntos. Todos somos Guerrero.

Roberta luce cansada, como si dos años de exigencias a las autoridades le hubieran robado la fuerza y esperanza de justicia.

“No hay vuelta de hoja –dice ahora tras un suspiro demasiado largo–, la justicia no existe. Nos sentimos burlados y agotados porque las investigaciones no avanzan, no hay claridad de qué fue lo que ocurrió ni quiénes fueron los responsables. Creo que a eso le apostaron las autoridades, como si dijeran: vamos a cansarlos poco a poco para que el día de mañana ya no digan nada.”

Los padres de los Avispones han mirado con estupor e indignación las versiones contradictorias sobre los acontecimientos, la falta de atención a las recomendaciones que ha señalado el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes sobre los descuidos y pistas que no se han considerado.

Precisamente, ellos han dado un lugar estratégico al ataque contra el equipo de futbol como una pieza importante para tratar de descifrar la pedacería atroz que dejó la noche de Iguala.

“Hay días que duelen más que otros, pero el dolor nunca se va –dice Roberta Evangelista–. Mi familia quedó destrozada.”

Miguel Ángel Ríos siente un impulso, apenas controlable, cuando ve una protesta contra el gobierno mexicano. Un deseo de descargar toda la ira contenida, la impotencia de dos años de simulaciones y el dolor de tener un hijo que ya no es el mismo de antes.

“Lejos de olvidar el atentado, lo que crece es el odio al gobierno. En este tiempo nos han dado ‘apoyos’, pero así, entre comillas, porque lo que buscan es mantenernos callados, pero yo no pienso callarme hasta que se haga justicia; no sólo a mi hijo, sino a todo el caso”, dice Ríos.

Él es testigo de primera línea de lo que ocurrió la noche de Iguala el 26 de septiembre de 2014. Acompañó a su hijo, Miguel Ríos Ney, quien jugó en el partido de esa noche. Cuando terminó el juego, los rumores de balaceras en el centro de Iguala los alertaron, por lo que decidieron volver en una caravana de autos con los otros padres de los futbolistas, junto al autobús de Los Avispones.

Un retén de la Policía Federal en las afueras de la ciudad –cuenta– desvió a los autos para que no enfilaran por la carretera a Chilpancingo. Sólo retuvieron el autobús del equipo, donde viajaba su hijo, pero minutos más tarde les permitieron avanzar por la carretera donde unos 10 kilómetros adelante, en el crucero a Santa Teresa, fue emboscado.

Minutos después empezó la pesadilla de Miguel Ángel. Recibió un mensaje de su hijo en el que le avisaba que habían sido baleados. Regresó de inmediato y cuando ya había transcurrido una hora del ataque. Su hijo se desangraba junto a la carretera con cinco tiros en el cuerpo. La Policía Federal ya custodiaba la escena, pero lejos de ayudarlo lo trataron de manera indiferente.

Volvieron a una Iguala sumida en el caos de una noche interminable y custodiada por la policía municipal, a la que se señala como la principal responsable de los ataques.

Esa noche fueron rechazados de al menos dos clínicas que no quisieron atender a su hijo porque no había equipo para intervenirlo o porque no había personal. Al final los recibieron casi de manera clandestina. Miguel hijo se salvó de manera asombrosa.

Desde entonces, Miguel Ángel Ríos asumió un papel combativo para reclamar que se castigue a los responsables y que se repare el daño a las víctimas. Los costos de los gastos médicos de su hijo, las sucesivas operaciones y la rehabilitación que ha necesitado le han costado alrededor de 500 mil pesos. Hasta ahora, sólo ha recuperado si acaso 50 por ciento de esos gastos.

La beca que tenía el hijo de Miguel para que continuara sus estudios en la Universidad del Futbol del Club Pachuca la perdió. Sospecha que es una represalia por su activismo en favor de Los Avispones.

Lo importante es que ahí está mi hijo, luchando para salir adelante. Lo que no podemos es dejar de pedir justicia, dice.

El rencor por el descuido de la investigación del caso lo lleva del enojo a la impotencia. En julio de 2015 su hijo fue intervenido para extraerle una esquirla incrustada en el pecho. Contrató a un abogado para tratar de demostrar que eran fragmentos de balas disparadas por policías de Iguala, pero de nada sirvió.

Miguel Ángel piensa en el tiempo que les han dicho que dura un duelo: Dicen que puede tardar unos años, pero esto que vivimos no lo olvidaremos nunca. Mi hijo no volverá a ser el de antes. Era un muchacho fuerte, criado en campo y como deportista. Me duele ver (que por una secuela) no sea capaz de destapar un refresco con su propia mano.

El pasado 26 de septiembre, en el segundo aniversario del ataque que sufrieron, hubo un homenaje al Zurdito, en el que los viejos Avispones jugaron un partido contra la nueva generación del equipo. Por la noche, Miguel hijo se marchó a Pachuca, donde actualmente estudia. Su padre no pudo dormir durante horas. El recuerdo de Iguala dice que le perseguirá por siempre.