17 de septiembre de 2016     Número 108

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Derechos territoriales

Xóchitl Eréndira Zolueta Juan [email protected]


Protesta de organizaciones indígenas por su exclusión en el Constituyente
FOTO: desinformemonos.org

A la Ciudad de México podemos definirla como la urbe con mayor composición pluricultural en el país. De acuerdo con el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (Inegi), casi nueve por ciento de sus habitantes son indígenas, esto es aproximadamente 800 mil personas, y se hablan 57 lenguas de las 62 que registra el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (Inali). En la delegación Milpa Alta más de 20 por ciento de la población se autoadscribe como indígena, mientras que en Tláhuac el porcentaje es de 15 y en Xochimilco y Tlalpan de 12, pero en todas las delegaciones se registra presencia indígena.

La Ciudad es un espacio donde coexisten pueblos indígenas originarios y migrantes, estos últimos en el contexto urbano han reconstituido sus formas de organización social, política y territorial, por lo que se han creado nuevos mecanismos de apropiación socio-territoriales que tendrán que ser analizados e incorporados por el Constituyente a la nueva Constitución de la Ciudad de México, junto con derechos como el de autonomía, personalidad jurídica, sistemas normativos y consulta, entre otros.

El Constituyente debe considerar que los pueblos indígenas migrantes restablecen su cultura e instituciones adoptando nuevas formas organizativas por medio de redes, organizaciones no gubernamentales, instituciones extraterritoriales y otras formas de organización sociopolítica, lo cual las distingue de los pueblos originarios, y por lo tanto, deberá garantizar los derechos colectivos contemplados en los artículos uno y dos constitucional y el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), así como los instrumentos en derechos humanos, especialmente los Derechos Económicos Sociales y Culturales (DESC), para redefinir el concepto de territorio y los esquemas de organización y representación de autoridades indígenas migrantes.

En el caso de los derechos territoriales, el Convenio 169 de la OIT, la jurisprudencia de la Corte Interamericana, el artículo uno y dos de la Constitución federal y los tratados internacionales aplicables sobre medio ambiente garantizan a los pueblos indígenas la utilización, administración y conservación de los territorios y recursos naturales (así como genéticos) que tradicionalmente ocupan, así como aquellos espacios relevantes para su recreación cultural o de subsistencia aun cuando no sean parte de su propiedad o posesión.

A los pueblos indígenas migrantes se les debe reconocer su derecho colectivo para el uso, la administración y el acceso de los espacios socio-territoriales en donde se establezcan y recreen su cultura, esto es, espacios como la vivienda, comercios o de convivencia comunitaria que se significan y se convierten en el territorio indígena en zonas urbanas. Para ello es necesario que el concepto territorio contemple estas formas de apropiación urbana, pero también que la política pública de vivienda se replantee con un enfoque pluricultural, dado que para los pueblos indígenas estos espacios representan más que un simple ejercicio de derecho a la vivienda, son espacios socio-culturales que las actuales normas de construcción del Instituto de Vivienda (Invi) no contempla.

Por ejemplo, en el Convenio de Coordinación para Apoyo a la Vivienda para Indígenas Urbanos, firmado por la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) y el Invi en 2013, se considera la construcción de 11 inmuebles que beneficiarán a 869 familias triquis, nahuas, mazahuas, totonacas, otomíes y huicholas, sin embargo, algunas comunidades triquis de Oaxaca están pelando con el Invi respecto a la normatividad de construcción, que les impone una forma determinada de edificación de departamentos de interés social, lo cual no satisface la vivienda de estos pueblos indígenas conforme a su cosmovisión. No se conciben habitando espacios encerrados y con carencia de sus puntos de referencia espiritual.

La composición pluricultural de la Ciudad de México representa un desafío para el actual Constituyente, el cual, al incorporar los derechos de los pueblos indígenas, deberá analizar e interpretar conforme a la realidad de los pueblos, y entender que sus estructuras no son monolíticas ni acabadas, están en constante evolución atendiendo a los procesos sociales, políticos y económicos de cada pueblo y de su contexto, ya sea que se nombren originarios, indígenas, barriales o como decidan autonombrarse. Se trata no sólo de establecer normativamente la existencia de un pluralismo cultural en la Ciudad de México, sino de plantear mecanismos efectivos que garanticen a los pueblos indígenas el funcionamiento de una ciudad verdaderamente pluricultural.


Autoreconocerse como indígena

Emeterio Cruz García* y Emiliano García Flores** *Antropólogo ** Pasante de Etnohistoria y Derecho-Kinich  [email protected]   [email protected]


FOTO: Mercedes Montes Santos

El primer conteo de la población indígena en nuestro país data de 1885, a la que se le identificó por la lengua, variable que no necesariamente refleja la realidad, ya que los hablantes de un lenguaje distino al castellano preferían expresarse en éste para evitar ser sujetos de actitudes discriminatorias, por cargas ideológicas producto del colonialismo.

En conteos posteriores incluyeron otros indicadores, además del lingüístico, para su identificación, como calzado, alimentación, raza e indumentaria. Para 1960 se retomó el criterio de la lengua como el indicador del origen étnico de la población mexicana.

Se advierte, por lo tanto, que los datos censales de la población indígena son inferiores a la cifra real. Es así porque admitir ser indígena en condiciones y regiones determinadas se traduce en marginación y discriminación, por lo que se niega públicamente la adscripción étnica.

Otra razón se encuentra en las deficiencias censales, ya que sólo consideran a la población hablante de lengua indígena sin contabilizar a los menores de cinco años, y se soslayan los asentamientos dispersos ubicados en regiones geográficas de difícil acceso, pues esos complican la labor de los encuestadores.

La discusión sobre lo que debemos entender por pueblos indígenas abarca muchos y muy variados aspectos. Comienza desde la misma designación, pues para esto se han utilizado diversos vocablos, todos distintos y a veces enfrentados, entre los cuales son más comunes los de “indígenas”, “indios”, “grupos tribales”, “minorías culturales”, “minorías nacionales”, etcétera. Ahora bien, ¿qué implicaciones resultan del autoreconocimiento?

Para empezar, desde el momento mismo en el que un individuo se autorreconoce como indígena frente a una autoridad jurisdiccional, se viola el derecho de autoadscripción consagrado en el artículo segundo constitucional y en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes, pues de inmediato se pone en duda dicha identidad, solicitando Peritajes Antropológicos y desconociendo del todo la naturaleza jurídica del Peritaje.

A esta falta de reconocimiento pluricultural en la Ciudad de México, consagrada en los instrumentos nacionales e internacionales de reconocerse como tales, señalamos que existe un “analfabetismo” propio de los operadores de la procuración y administración de justicia, al momento de poner en duda la autoadscripción y heteroadscripción. “Analfabetos” porque desconocen el uso y el fin de un Peritaje Antropológico-Cultural, aun cuando existan criterios jurídicos específicos para su aplicación.

Un Peritaje Antropológico se orienta esencialmente a identificar la influencia de los elementos propios a los que pertenezca el inculpado en la comisión del delito que se le imputa. Por ello, no en todos los casos de indígenas que están involucrados en un procedimiento legal se requeriría de un peritaje de esa naturaleza que aporte elementos de tipo cultural y no para determinar la identidad.

Basta con asomarnos a los diferentes juzgados penales que existen en la Ciudad de México, para conocer el trato brindado a dichos individuos auto-reconocidos como indígenas y muchos de los cuales están siendo procesados por delitos no acreditados (Quienes suscriben, conocen casos concretos). Ha habido casos en los qué tan sólo por el hecho de no hablar el español y pertenecer a una etnia, al momento de realizar sus primeras declaraciones, el juzgador los declara inimputables y solicita peritajes antropológicos para determinar la identidad étnica, y son sujetos a un internamiento en el Centro Federal de Reinserción Psicosocial. Por lo tanto, en una ciudad que se reconoce pluricultural, se niega en la realidad el derecho a autoreconocerse como indígena a partir de su conciencia de identidad cultural.

Dicha problemática es abordada en conjunto desde la disciplina de la Antropología Jurídica y el Derecho Penal. Por ello, es menester resaltar y revalorar la importancia de la Antropología Aplicada para la resolución de dichos conflictos.

La legislación sobre derechos
indígenas: un bien para todos

Gerardo Alonso Tovar Ruiz INAH  [email protected]


FOTO: Eneas de Troya

“De español e india, mestizo; de español y negra, mulato; de indio y negra, zambo...”, las pinturas de castas, curiosidades de tiempos pretéritos, indignan a los bien pensantes hombres de estos tiempos por su racismo, el cual viola flagrantemente uno de los principios fundamentales de la modernidad: el de la igualdad del individuo ante la ley. Pero, desde nuestro punto de vista, es fácil que pasemos por alto que este tipo de expresión artística fue un fenómeno típico del siglo XVIII, en el cual se manifiestan algunos de los rasgos fundamentales del pensamiento de la modernidad: la taxonomía enciclopédica, la definición unívoca (es decir la asignación de un significado único con exclusión de cualquier otro) y la pretensión de certeza fundada en un criterio objetivo y científico (en este caso la raza biológica). Las pinturas de castas fueron, en su momento, algo sumamente moderno y racional.

En la antigüedad, derecho y justicia se sustentaban en una cosmovisión inmanente, es decir que la tradición en sí misma, en tanto algo dado, manifiesta su fundamento divino: la tradición era a la vez fundamento y propósito, y por tanto lleva implícita la norma: la ley es divina, el rito prescriptivo. Más tarde, con el surgimiento de la cosmovisión judeocristiana, el sustento del bien (y por tanto de la ley) se traslada a un ámbito trascendente. Los valores se establecen como absolutos, fijos y eternos.

Las diferencias entre los pueblos se atribuyen entonces a las distintas condiciones de acceso al Bien: este permanece eterno e inmutable, pero los hombres en cada tiempo y lugar acceden a él de distinta forma, según su propia circunstancia. En ambos casos las culturas tradicionales conciben al otro como una posibilidad existencial distinta a la propia. Y también en ambos casos, el bien y el derecho son definidos de manera colectiva, pues es sólo en función a ese otro que se puede acceder al Bien: la tradición siempre es colectiva. El hombre es en función a sus relaciones con los otros hombres. Esto se manifiesta por ejemplo en nuestras festividades tradicionales en que cada pueblo se identifica con un santo patrono en particular y con un rito especifico que se asemeja pero no es igual al de los otros pueblos, pues cada cual tiene un “modo” distinto, una forma diferente de ser en el mundo.

Con la llegada de la modernidad ilustrada, se pretendió aplicar los atributos de lo divino trascendente a las realidades de este mundo: el progreso dejó de tener un sentido sobrenatural y se convirtió en un criterio técnico. La tradición, en el mejor de los casos, se convirtió en un añadido estético, en un pasatiempo agradable para saciar la curiosidad burguesa; en el peor, en un enemigo al cual combatir, en la encarnación del oscurantismo de un pasado del cual debíamos huir lo más pronto posible hacia la luz del futuro. Sin embargo, obstinada, se negó a perecer, pues uno de sus rasgos fundamentales es la eficacia, entendida como una totalidad vivencial. Sus recursos para sobrevivir fueron diversos: el repliegue, la negociación, la mímesis. Y cuando el barco racionalista por fin comenzó a hacer agua, presa de sus propias limitaciones, nos dimos cuenta de que habíamos olvidado en la costa algo por demás importante. La premisa hegeliana, según la cual “todo lo racional es real y todo lo real es racional”, se reveló como una falacia; la abstracción es un modelo de la realidad, no la realidad misma. En ese momento se hizo patente la presencia de la tradición como realidad viva y actuante, como principio ético y por ende como mecanismo de participación política.

El cuestionamiento al racionalismo se ha dado principalmente a partir de sus contradicciones internas; en particular a partir de la pretensión de universalidad del sujeto individual. No obstante, las formas tradicionales de organización se sustentan en otra lógica, diametralmente opuesta: la comunitaria. Queda pendiente entonces la manera en que se resolverá esta contradicción. No obstante, la situación actual de reconocimiento de los derechos indígenas en los marcos jurídicos de los distintos órdenes de gobierno (incluyendo la Constitución Política de la Ciudad de México), más allá de ser producto de una lucha secular, no es un problema específico, marginal o minoritario que ataña solamente a los indígenas, pues al cuestionar la hegemonía del racionalismo liberal en el discurso político, de manera mediata pone sobre la mesa no sólo el reconocimiento a toda cultura tradicional (incluso a los de las comunidades que son originarias de otras regiones del mundo) sino que también (y esto es lo relevante para todos nosotros) nos abre la puerta a la recuperación de algo que hemos perdido históricamente, algo que hemos extraviado en la loca carrera hacia el progreso: el derecho a la tradición, a la comunidad, a la pertenencia identitaria.

 
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