Opinión
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Ingobernabilidad, un salto al vacío
D

entro de la arquitectura institucional de todo Estado eminentemente democrático el municipio es la célula básica de nuestra estructura de gobierno y de la división territorial. A lo largo de su existencia, ha sido el eje sobre el cual se han conservado las formas de cultura local y regional. También es el órgano gubernamental que más cerca se halla de los problemas que cotidianamente vive la comunidad, lo cual significa que los representantes de los municipios, los alcaldes, son los eslabones más vulnerables. En los 10 años recientes, muestran los indicadores, una cincuentena de presidentes municipales han fallecido con violencia.

En nuestra historia, y en el origen de nuestras instituciones políticas y jurídicas, el municipio representa el fundamento de la democracia y de las libertades individuales. Promesa perfeccionadora de la Revolución Mexicana, esta forma de gobierno, inscrita en el artículo 115, encontró un cauce normativo definitivo y exitoso en la Constitución de 1917: Heriberto Jara, integrante de la comisión redactora, impulsó de manera notable el fortalecimiento del municipio al considerar que con la misma legitimidad que se ejerce el poder federal y estatal, se debe ejercer el mandato popular, cuya expresión de soberanía también se encuentra en el ayuntamiento.

Al devolver a la comunidad las posibilidades para establecer un gobierno democrático, a fin de ejercer un control efectivo sobre su patrimonio y su territorialidad, evitando fracturas o fragilidad institucional, el principio rector se multiplica. Por lo mismo, el quehacer cotidiano, plural, pluriétnico, constituye una expresión original que debemos cuidar en función de los usos y costumbres, con el respeto que también merecen los municipios urbanos.

Infortunadamente, el municipio es el que menos se ha beneficiado del progreso económico y social que vive el país. Frente a municipios fuertes que han logrado desarrollar su economía y su administración, subsisten otros con necesidades fundamentales, con problemas ancestrales y con aparatos administrativos ineficientes que no responden a las exigencias que les plantean sus respectivas comunidades.

La armonía económica y social del país tiene que ver con la perfecta adecuación que se pueda lograr entre los fines nacionales y los particulares del municipio del país. Indudablemente que una estructura centralista dificulta el buen desarrollo del municipio y favorece privilegios e irracionalidades y, sobre todo, favorece el desperdicio de toda riqueza de la experiencia local en una lógica de colonialismo interno que favorece al centro en detrimento a la periferia.

Hacia el centenario de la Constitución de 1917, es posible afirmar que uno de los problemas de mayor envergadura que debe resolver nuestro país, en el contexto de la renovación del entramado normativo en materia de gobierno que nos heredó nuestro constituyente originario, es el municipio, nervio central del Estado mexicano. Por lo mismo, los municipios deben ser entidades fundamentales en la conformación de políticas públicas para el desarrollo regional y la constitución de programas, planes y proyectos de gobierno para el desarrollo humano.

Sin embargo, en muchas regiones del país se padece la falta de programas sociales, la carencia de políticas de desarrollo. A los que se agregan los cacicazgos y las expresiones del crimen organizado, lo cual propicia situaciones virulentas. La ausencia de trabajo político es grave porque no se ha construido una política federalista más acorde con nuestro tiempo. La problemática particular se acentúa. Los muertos, sobre todo de los sectores más marginados como los grupos étnicos, continúan señalando la inequidad social del México contemporáneo y engrosando los índices delictivos.

Por eso continúa la exigencia de avanzar en la ruta de la justicia social, la eficacia funcional y siguiendo los principios constitucionales en materia de transparencia y rendición de cuentas. Ante su ausencia o ineficacia, la beligerancia hace presa de los habitantes de esas comunidades.

Por supuesto que no es posible buscar un único culpable ni achacarle la responsabilidad a determinada autoridad. En cierto sentido todos somos responsables: en principio el Estado, puesto que no ha sabido eliminar los rezagos y la desigualdad. Ni ha podido encauzar a la sociedad organizada, sobre todo en las zonas más alejadas del centro. Además, el clima político-social también forma parte de este panorama desalentador: el anticipado proceso de la sucesión presidencial enturbia más la atmósfera. Los partidos políticos aprovechan cualquier resquicio para jugar con fuego. Sin una respuesta vigorosa de la misma sociedad, de las mismas instituciones, nada se consigue.

Condenar la violencia en los medios y en las redes sociales a ninguna parte nos conduce. Cuando mucho a eludir la responsabilidad. O a limpiar la conciencia. No es conveniente, tampoco, rasgarse las vestiduras. Sin una comunidad integrada no hay vida social. Y el desamparo de la sociedad continúa. La inseguridad continúa. La carencia de empleo continúa. El menosprecio por la educación y la cultura continúan. Por lo que conviene instrumentar acciones y estrategias necesarias para generar una dinámica que consiga dirimir los conflictos sociales y proyectar un país con óptimo desarrollo. Pero el cambio debe ser a fondo. Desde el núcleo primordial: el ciudadano y sus organizaciones. No un salto al vacío ni a la ingobernabilidad, como algunas voces agoreras plantean.

*Miembro del Consejo Político Nacional del PRI