Opinión
Ver día anteriorViernes 9 de septiembre de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Humanidad cercada
L

a decisión de Gran Bretaña de construir un muro en el puerto de Calais para contener la llegada de migrantes a territorio británico –que abordan en el lado francés camiones de carga para cruzar el Canal de la Mancha– es una señal de crisis civilizatoria en el viejo continente, como lo es el campo de concentración conocido como La Jungla, situado en las inmediaciones de esa misma ciudad portuaria, en el que las autoridades de París mantienen recluidos a unos diez mil refugiados de Medio Oriente y Asia central, una décima parte de ellos, menores no acompañados.

La lógica de los muros, impulsada por las reacciones chovinistas y paranoicas de las poblaciones asentadas, ya no es sólo una más de las infamias cometidas por el poder israelí en contra de los palestinos de Cisjordania ni se circunscribe a los delirios racistas del candidato republicano estadunidense, Donald Trump. La idea de construir grandes murallas –o grandes corrales– para dividir a los distintos segmentos de la humanidad gana terreno incluso en una región que hasta hace poco presumía de su política de fronteras abiertas, de su solidaridad y de su respeto por los derechos humanos.

Es claro que estas medidas no garantizan seguridad en los países de destino de los grandes flujos migratorios del momento histórico presente, pero sí contribuyen a acentuar y agravar las gravísimas adversidades que deben afrontar los migrantes, refugiados y desplazados internos, los cuales son víctimas, no responsables, de las circunstancias económicas y políticas que los obligan a dejar sus países, regiones o pueblos de origen.

Un aspecto particularmente desolador de esta migración perseguida, hostilizada y cercada es que unos 50 millones de menores forman parte de ella, como lo señaló el miércoles pasado el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) en un informe titulado Desarraigados.

Según la organización internacional, 28 millones de niños huyen de guerras, conflictos y otros peligros. De ellos, 17 millones buscan protección en su país y otros 11 en el extranjero, en tanto que otros 20 millones abandonan su hogar en busca de una vida mejor. El número de niños refugiados se duplicó en la última década y hoy uno de cada 200 menores en el mundo se encuentra en tal situación. Aunque la mayoría abandonan su casa en compañía de sus padres, cada vez son más quienes lo hacen solos, y el año pasado más de 100 mil pequeños sin acompañamiento solicitaron asilo en 78 países.

Los motivos de los flujos migratorios pueden encontrarse, casi en todos los casos, en las asimetrías económicas impuestas por los estados que, a la postre, se convierten en destino de la migración, o bien en conflictos bélicos y procesos de descomposición social y degradación ambiental en cuya gestación desempeñan un papel central los gobiernos y las empresas de las naciones más ricas. Es inaceptable e indignante que se pretenda enfrentar las consecuencias de las políticas neocoloniales y depredadoras mediante la persecución, la criminalización y el cerco de los desplazamientos humanos provocados por esas mismas políticas.

A la larga, esa estrategia hipócrita y miope no puede acarrear nada bueno para nadie, ni siquiera para los países que buscan blindarse y amurallarse. La comunidad internacional aún está a tiempo de esforzarse en la generación de un consenso para atender las razones profundas de los procesos migratorios, por un lado, y para asumir, por el otro, que la migración forma parte esencial de nuestra especie desde tiempos inmemoriales –cuando los primeros humanos salieron de África para poblar el resto del mundo–, que a ese hábito ancestral le debemos, en gran medida, la civilización, y que la pretensión de erradicarlo con cualquier pretexto es, en cambio, una expresión de barbarie.