20 de agosto de 2016     Número 107

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Lorena Paz Paredes. Fundadora del Instituto de Estudios para el Desarrollo Rural ‘"Maya" AC, en tiempos remotos; ha publicado ensayos, artículos y libros sobre mundos de vida, personajes y rebeldías rurales en México y en otras regiones del planeta, y una novela detectivesca que combina asuntos campiranos con aventuras en el cine nacional. También ha caminado este país por más de 30 años recogiendo testimonios, historias y recuerdos de mujeres y hombres del campo, como el de Margarito Balam.

Margarito Balam Nah


FOTOS: Lorena Paz Paredes

Lorena Paz Paredes

Margarito presume sus 75 años, que lleva muy bien. También le gusta su nombre, pero sobre todo su apellido: Balam Nah, que en maya significa La Casa del Tigre.

Margarito nació en Po El, una comunidad cercana a Chunhuhub, en el municipio de Carrillo Puerto, Quintana Roo, que como otros poblados del corredor Chetumal-Playa del Carmen, hace frontera con el denso muro de la selva.

En Po El también nacieron sus padres y sus abuelos. Ahí vivieron siempre y hoy descansan en el pequeño cementerio de la localidad.

Margarito y su esposa tienen un terreno muy amplio y cubierto por árboles frondosos. Lo que se agradece pues por esos rumbos el calor sofoca.

–Fíjese que en el verano llegamos a 40 grados –me dice– y algo de sombra siempre ayuda.

En el lugar hay tres cabañas con piso de tierra y altos techos cónicos de guano trenzados con la ancestral urdimbre maya. Hay también un gallinero, árboles frutales y muchas plantas y flores cuyos olores perfuman el entorno mezclándose con los aromas de la cocina, ubicada junto a las cabañas y abierta por los cuatro costados.

Damián Gómez Chol, ejidatario de Chunhuhub y presidente de una empresa ecoturística familiar de nombre Much Nam Kaax o Selva Bonita, me presentó a Margarito.

–Ella viene de la ciudad de México –le dijo–, es maestra y quiere saber cómo viven los campesinos de por acá. Ahí te la encargo y le platicas.

Atardecía cuando llegamos a la casa. Sentado en el umbral, en un banco minúsculo y persiguiendo los últimos rayos de luz, Margarito se afanaba en tejer servilleteros con fibra de bejuco recién mojada. Cuando se fue Damián, me ofreció un asiento igual de pequeño que el suyo y sin dejar de doblar y entrelazar las fibras fue entrelazando sus historias.

–El ejido es joven, dijo, se formó apenas en 1973. Pero no fui de los fundadores. Yo ingresé como ejidatario mucho después.

Margarito estudió hasta el quinto grado de primaria, el último que se impartía en la escuela de la comunidad. Y de ahí empezó a ayudar a su padre en las labores de campo.

–Hacía milpa, sembraba hortalizas, ayudaba al arrastre de madera. Por ese entonces aún había harta caoba en nuestra selva.

Pero Margarito quería estudiar y el pueblo le quedaba chico. Así que se fue a buscar la vida en otra parte. Ahora ya no sabe si fue para bien o fue para mal, pero el hecho es que terminó graduándose de pastor en un internado evangélico.

Aunque pronto descubrió que predicar no era lo suyo.

–Creo que me faltaba vocación… O a lo mejor me sobraba juventud. La cosa es que cada que miraba a una muchacha, el alma se me iba en suspiros.

Así que Margarito dejó los oficios pastorales y volvió a las tareas del campo en la casa familiar.

Hasta que un día llegó al pueblo un cinematógrafo ambulante. Y Margarito, a quien no le llenaba ser campesino ni tampoco predicar, encontró en el cine su verdadera vocación. Atrapado por la magia de las películas, del proyector y de la pantalla, el joven tomó la decisión de sumarse a la caravana. Sin pensarlo más, hizo su itacate, se despidió de la familia y se fue con los cineros de la legua.

Ahí aprendió de todo: primero cargaba las latas de película y el proyector, luego fue proyeccionista –cácaro, como se les decía–, también le hacía de acomodador, de anunciante, de merolico… Y así recorrió hasta el último rincón de la península, no hubo poblado en Yucatán que se quedara sin su función de cine.

-Para entonces yo ya me había enseñado a hablar en público. Y siempre andaba con el megáfono anunciando las películas, voceando a los actores, a las actrices, a los cantantes…

Margarito recuerda con añoranza las de Joaquín Pardavé, las de Jorge Negrete y más tarde las de Tony Aguilar.

–Vi todas las de María Félix, las de Dolores del Río, las de Sarita Montiel, y también las de Libertad Lamarque, esa con su carita tan sufrida.

Por él, se pasaría la noche hablando de cine.

–Por un tiempo, el cine fue mi vida y me olvidé del campo… Y en esas andanzas conocí y enamoré a la que hoy sigue siendo mi esposa. La invitaba mucho al cine porque a los dos nos encantaban las películas... Ahí empezó el noviazgo.

Pero los tiempos cambian y, como todo, el cine ambulante se fue apagando. Y Margarito, que se había casado, se despidió de las películas y regresó a las labores del campo. Sólo que por haberse alejado de su pueblo no tenía ejido y no le quedó más que trabajar en los campamentos chicleros.

–Durábamos tres, cuatro, cinco meses metidos en la selva –cuenta–. Allá era duro, durísimo. Es muy peligroso treparse a los árboles amarrados con mecates. Y mientras, andar cuidándose de las víboras y los bichos. En las noches los hombres se dejaban llevar por el aguardiente. Y peleaban. Ya bolos sacaban sus fierros y se macheteaban. Y luego costaba sacarlos de ahí, malheridos, a ver si no se te morían en el camino. A ver si llegaban vivos adonde los curaban.

Así era la vida del chiclero.

Un día su esposa le advirtió:

–No vas a regresar a los campamentos. Quiero marido, aquí conmigo. Si te vas, ya no regreses.

Y Margarito no volvió a la selva.

–Desde entonces nada más hago milpa en un terreno prestado –dice-. Y poquita, porque ya soy mayor y estoy cansado.

Además teje bejuco y cada semana viaja a Playa del Carmen a ofrecer sus artesanías: servilleteros, canastas y guarda lápices.

–A veces vendo bien y sacó un dinerito. Cualquier cosa, pero algo ayuda.

Anochece. Salimos de la casa en penumbras hasta un tejabán donde Margarito guarda su cosecha. Ahí descuelga unas mazorcas de colores.

-Éstas –dice- son criollas, pura semilla para siembra. Porque yo sigo con la milpa, aunque cada vez da menos. Y acabo de conseguir un terrenito para sembrar verdura y venderla.

Al cruzar por la cocina veo en la hamaca a una mujer de largas trenzas blancas.

–Es mi esposa –-dice Margarito–. Habla poco. Pero cuando nos acordamos de las películas, canta y se ríe.

Ella ni siquiera nos ve. Sólo se mece con la mirada perdida en las llamas de la fogata. Sobre el fuego pende una olla vieja y renegrida.

–¿Cuándo me traes otro cazón para sancochar mi bejuco? –le pregunta Margarito a Damián, que ha pasado a recogerme.

-A ver si a la próxima –le contesta.

Nos despedimos y cruzamos el patio, ahora oscuro, hacia la vereda por la que horas antes habíamos llegado. Atrás, Margarito nos dice adiós con la mano alzada y se queda allí, plantado en medio de la noche.


El semental funcionario*

Don Alejo tenía un toro semental, el mejor de la región. Ese toro era su único patrimonio.

Cuando los ganaderos locales descubrieron que el toro era el mejor reproductor de la zona, comenzaron a alquilarlo para cruzar sus vacas. Al comprobar que de ese cruce salían los mejores terneros, el toro se convirtió en la única y principal fuente de ingresos de don Alejo. Además el toro era rendidor y rápido, no perdonaba a ninguna vaca que le pasara cerca, y parecía que nunca se cansaría de engendrar.

Un día, los ganaderos locales se reunieron y decidieron comprar el toro para no depender más de don Alejo.

–Ponle precio a tu toro porque te lo vamos a comprar –le dijo un representante de los ganaderos.

El campesino, que no quería perder su fuente de ingresos, pidió una cifra altísima para que fuera rechazada. Los ganaderos se quejaron ante el alcalde, y éste, sensibilizado con el problema, compró el toro con fondos municipales, registrándolo como patrimonio municipal y poniéndolo al servicio de la comunidad.

El día de la inauguración de los servicios, los ganaderos trajeron sus vacas para que el toro las preñara. Le pusieron la primera, y nada...

–Debe ser la vaca, es muy flaca –dijo el líder ganadero.

Luego le trajeron una campeona holandesa. El toro la olfateó y ¡nada!

Entonces le pasaron el rodeo entero, pero ¡el toro ni se inmutó!

El alcalde, furioso, llamó al ex dueño y lo increpó a solucionar el problema... ¡Se había gastado el dinero de los contribuyentes y no quería pensar que todo fuera una estafa!

Don Alejo se acercó al toro y le habló al oído:

–¡Qué pasa hermano!, ¿no quieres trabajar más?

El toro lo miró largamente... y sacudiendo su cabeza, respondió:

–No me jodas hermano, ¡ahora soy funcionario público!

*Publicado el 26 de junio de 2016, en Así masca la iguana, boletín informativo de la Unión de Pueblos (UP) para el Desarrollo Sustentable de Coyuca de Benítez y Acapulco.

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