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Rumbos y tumbos: la economía es política y sigue
L

a economía es política y, como tal, algo que la sociedad, sus fuerzas organizadas, partidos y gremios, pueden moldear, revisar, corregir hasta modificar radicalmente. Así ha ocurrido en prácticamente todo el mundo, como lo enseña la historia social y política del siglo XX. Así ha sido entre nosotros, a pesar de la vigencia del misterioso caso de la Secretaría de Hacienda, que tan magistralmente describiera don José Alvarado.

También lo muestra plásticamente lo ocurrido recientemente en Estados Unidos y en el propio Reino Unido, donde los gobiernos y sus bancos centrales realizaron insólitos giros en sus políticas monetarias con el fin expreso de evitar que la gran recesión deviniera en depresión devastadora como ocurrió en los años treinta del siglo pasado.

Esta experiencia y sus resultados, entre los cuales está la titubeante pero real recuperación estadunidense, con toda su debilidad e insuficiencia, permiten rechazar el argumento que por manido ya aburre de que todo aquello fue historia, pertenece al pasado y no vale la pena intentar repetir. En realidad, habría que decir lo contrario: si algo ha faltado para que los estadunidenses puedan hablar de una recuperación plena, ha sido una política fiscal a su estilo, a la Roosevelt, que afianzara y ampliara la estructura yendo al subsuelo, a la creación de nuevas condiciones para la acumulación y la producción y que, a la vez, creara empleos.

Es precisamente a partir de este paquete de ampliación y creación de capacidades y de demanda que puede concebirse la recuperación del mercado interno y la apertura de nuevos círculos virtuosos. Al final de cuentas de eso se trata, también, el capitalismo.

Este relato fue opacado por la Segunda Guerra y la entrada de Estados Unidos a la contienda; entonces, el gradualismo acelerado que buscaba Roosevelt para acompasar la reacción de los republicanos y sus contlapaches de entonces de la Suprema Corte fue sucedido por una portentosa ola de inversión y construcción articulada por el esfuerzo bélico y financiada con deuda pública. Esto no sólo dinamizó como nunca la estructura productiva, sino que cambió la social, permitiendo, entre otras cosas, la incorporación masiva de las mujeres a la producción y a la guerra. Desde ahí, como sabemos, todo cambió.

Las transformaciones subsiguientes del capitalismo mundial, avanzado y no tanto, lejos están de invalidar el argumento sustancial: si no hay intervención directa del Estado, como lo pregonaban el presidente Reagan y la primera ministra Thatcher, la economía puede apoltronarse en equilibrios malos, con persistentes inestabilidades financieras y del empleo que se reproducen hasta sumir a la economía en un letargo prolongado.

Esto es lo que todavía puede pasar con la vulnerable y vulnerada recuperación estadunidense, con la no reactivación europea o el largo sueño de los justos de Japón. O con nosotros en la región latinoamericana, donde después del boom de las materias primas se ha impuesto el receso como el recurso facilón para ajustar y corregir los excesos de los plebeyos y populistas finalmente echados del poder y su ejercicio. Nos falta Charlie Parker tirando su trompeta y diciendo: Eso ya lo toqué mañana (según espléndida versión de Cortázar en El Perseguidor).

Como ocurre, el credo ajustador parte de la deuda, de su tamaño y ritmo de crecimiento y, para no pocos, de su difícil sustento. Si esa deuda puede servir para ampliar la infraestructura y el empleo y mejorar las condiciones para un nuevo ciclo de acumulación y crecimiento, no importa. Si hoy la deuda es barata y puede contratarse a largo plazo en condiciones buenas para el prestatario, menos aún. Si esa deuda, usada productivamente, puede asegurar o coadyuvar a su ulterior servicio, gracias a la recuperación económica y consecuentemente a la mayor recaudación asociada con el desempeño económico, es inaceptable porque, reiteran la cantaleta, nos lleva al callejón del sobrendeudamiento que sufrimos en los años ochenta. En fin, que por decreto y mandamiento no se puede y lo que queda es recortar, recortar, recortar.

Esto último, convertido en ordenanza inapelable, disfrazada de austeridad, sin fundamento analítico ni histórico; sin correspondencia con las necesidades ingentes de la sociedad y del propio Estado, es lo que debe corregirse, ajustarse, someterse a los dictados de la razón política, instrumental e histórica, antes de que sea tarde y la serpiente del endeudamiento, alebrestada por el receso mayor que la tijera auspicia, se muerda la cola y nos mande de nueva cuenta a una crisis mayor, a un callejón sin salida, sin Ariadna.

Los ajustadores tocan sus tambores, pero a quien convocan es a un Hamelín que los guíe al precipicio. Aunque sea a tumbos, las tijeras deben volver a su lugar y nosotros a buscar otros rumbos que, por lo menos, nos den aliento y respiro.