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Marcelo Galván soñaba con pertenecer al Odin Teatret y recaló en la capital española

Artista mexicano recibe a diario miles de sonrisas en Madrid

Vive entregado al arte de la interpretación y la dramaturgia, ya sea con las puestas en escena experimentales y vanguardistas de las que forma parte o a través de la estatua humana

Para mí una voz sin cuerpo es radio y una voz sin cuerpo es pantomima, expresa a La Jornada

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Marcelo Galván, mexicano sin papeles en España (arriba, como pequeño Atlas o estatua humana), comparte a diario la potencia creadora de ser actor. En una pequeña escuela-laboratorio del dramaturgo Eugéne Ionesco y descubrí otra manera de hacer teatro, la antropología teatral, el teatro físico. Descubrí que el actor no es sólo vozFoto Paloma Pérez Domínguez
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Marcelo Galván en plena labor de maquillaje en la capital españolaFoto Ignacio Vleming
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El artista mexicano en una de sus jornadas de estatua humana en la Plaza Mayor de Madrid, donde captura la atención de los transeúntesFoto Paloma Pérez Domínguez
Corresponsal
Periódico La Jornada
Martes 2 de agosto de 2016, p. 4

Madrid.

Marcelo Galván es un artista entregado a su oficio. Es refinado en sus movimientos, intenso en sus reflexiones y siempre con una voracidad insaciable por aprender y vivir nuevas experiencias.

De 23 años, en 1994 partió de México con el sueño de formar parte de una de las compañías de teatro más exigentes y prestigiosas del mundo: la Odin Teatret, de Dinamarca.

Casi 22 años después de que abordó su primer avión, vive entregado al arte de la interpretación y la dramaturgia, sea con las puestas en escena experimentales y vanguardistas de las que forma parte o desde la estatua humana, el pequeño Atlas que le permite subsistir y recibir miles de sonrisas a diario en las calles de Madrid.

Galván es un hombre delgado, moreno, de ojos intensos y larga melena rizada. Su periplo vital es un cúmulo de historias vibrantes, así como su profunda dedicación a un oficio que lo cautivó a los nueve años, cuando descubrió la potencia creadora de ser actor.

Cuando supo, en voz de una tía, que participaría en un ensayo para una pastorela por primera vez, nació algo muy fuerte dentro de él y “a la hora del recreo estuve gritando por todo el patio: ‘¡Voy a ser actor, voy a ser actor...!’

Grandeza del escenario

En mi primer ensayo por la mañana, mi tía me había llevado a la escuela el libreto, y ya por la tarde, a la hora de ir al teatro, me sabía mi papel. Ahí viví por primera vez esa sensación de grandeza del escenario y sentí que se abría algo nuevo, relata Marcelo Galván a La Jornada.

Después debió dejar el teatro, por imperativo familiar y para dedicarse más a sus estudios de primaria y secundaria. Sin embargo, cuando entró de lleno a la preparatoria, de 14 o 15 años, decidió retomar lo que lo había hecho tan feliz.

Entré a una pequeña escuela-laboratorio del dramaturgo Eugéne Ionesco y ahí descubrí otra manera de hacer teatro, la antropología teatral, el teatro físico. Descubrí que el actor no es sólo voz. Para mí una voz sin cuerpo es radio y una voz sin cuerpo es pantomima.

Desde esa visión integral de la interpretación profundizó en el estilo Ionesco y descubrió otras formas de hacer teatro, como el que hacen desde hace décadas en los países nórdicos, como el mítico Odin Teatret.

Y por azares de la vida un día se vio viviendo en Oslo, aprendiendo el idioma del país al mismo tiempo que hacía de utilero.

“En 1994, cuando las cosas estaban muy difíciles en el país –había estallado el movimiento zapatista y habían asesinado a Colosio–, volé a Oslo vía Nueva York. Era la primera vez que me subía a un avión y que salía de México. Estuve tres años en Noruega y una vez ahí hice mi sueño realidad de ir a Dinamarca a conocer el Odin Teatret, pero no pude entrar y decidí volver a México para participar en muchos proyectos de teatro, el primero un Tartufo, en el Teatro Tepeyac.”

Sin embargo, la adaptación de nuevo a México le costó mucho y decidió finalmente volver a Europa para integrarse en un proyecto de teatro en París.

Después viajó a Barcelona hasta que feneció su visa y se convirtió en un sin papeles.

Vinieron meses muy duros, de precariedad total, de dormir en la calle, de no tener a veces nada que llevarse a la boca, pero pese a todo mantenía vivo el entusiasmo por hacer teatro, por cumplir con ese sueño de sus nueve años, y lo invitaron a participar en una pastorela.

“En 2000, cuando veía que no me salían más papeles, decidí construir un robot para hacer de estatua humana en la Plaza Mayor. Yo mismo lo hice con materiales de reciclaje; se llamaba El Reciclator y tenía cabeza de balón de futbol y orejas de tapones de leche y hombreras de garrafa. Y años después, buscándome la vida, se me ocurrió seguir la senda del cicloteatro de Ernest Damián y así surgió el personaje del Pequeño Atlas.

Me inspiré en un viaje que hice a Florencia, donde vi las estatuas fuera de la galería de los Uffizi. Y me acordé de la época en la que hacía mi robot y no me iba nada mal, así que decidí construir el personaje.

Marcelo Galván, categórico, señala: “Considero que ser un personaje de calle es algo muy digno. Pero uno es el primero que tiene que convencerse. Puede ocurrir que es la sociedad la que no te deja, la que te margina, pero tú no eres el primer marginado ni mucho menos.

“Mi rutina es ver el clima y beber lo último que hay que beber la noche anterior, sobre todo agua. Por la mañana desayuno seco, me pongo las lentillas, me recojo bien el pelo y con un cacharrito me hago el maquillaje ahí mismo, en el lugar, porque lo considero parte del espectáculo. Me gusta mucho irme transformando en la calle e ir entrando en esa dinámica de silencio, de contacto, de ver a la gente que pasa y sentirte expuesto. Luego te subes al pedestal y estoy ahí entre tres y ocho horas del tirón, porque tengo una filosofía muy mía de generar una ilusión.

“A veces me tengo que mover un poco, porque si no las personas pasan y no se percatan de que ahí hay una estatua humana, sobre todo por la escenografía y porque todo el entorno invita a creer en esa figura en ese sitio en particular.

Creo que soy de las pocas personas que reciben en Madrid a diario muchísimas sonrisas auténticas, porque la sorpresa causa sonrisas, guiños y cosas muy bonitas. Y dinero también. Pero no soy de la idea de que no me muevo si no me dan dinero. Mi planteamiento es totalmente al contrario; pienso que la persona que me va a echar una moneda es porque mi trabajo merece la pena.