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Federico Álvarez
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Ambrosio Velasco, Federico Álvarez, Elena Poniatowska y Hernán Lara, el miércoles pasado, en el homenaje que el INBA rindió al segundoFoto Javier Narváez Estrada
C

uando escribía la novela Tinísima, recurrí en varias ocasiones a Federico Álvarez, quien vivía en Polanco, en la calle Euclides al lado de otro gran español, Max Aub, su suegro. En su estudio, apretado de libros, intentaba explicarme lo que fue el Frente Popular, la muy poderosa derecha española (banqueros, curas, militares) y darme la definición filosófica del fascismo. Entre pregunta y pregunta sobre la Internacional Comunista y un personaje ruso por el que sentí mucha simpatía, Georgi Dimitrov, a quien Stalin se escabechó, Federico Álvarez intentaba colmar mis lagunas. Nunca perdió la paciencia. Incluso me contó que en La Habana, adonde él llegó con su hermana Teresa a reunirse con sus padres a raíz de la Guerra Civil de España, conoció a María Zambrano, cuando la gran filósofa se convirtió en bibliotecaria de la Universidad de La Habana. “Estuvo muy poco tiempo, después voló a Morelia, México, pero a mí María Zambrano me dio libros. Yo le enseñaba mi papeleta, y María Zambrano iba a buscarlo en los anaqueles. Era jovencita, chaparrita, delgadita, muy atractiva. En México, ya no la vi. En cuanto pudo regresó a Europa. Ella sí, a diferencia de otros filósofos, ha tenido un éxito de público tremendo, porque es absolutamente brillante, sublime, sublime, sublime. Como profesora no creo que fuera brillante, como conferencista tampoco, pero como filósofa su talento es excepcional.

En España fue mucho más influyente que Gaos, no digamos que Nicol o que Wenceslao Roces, que ni siquiera son conocidos. María Zambrano sí, porque se lo merece cien veces. Creo que después de Ortega y Gasset, el suyo es el pensamiento más importante. Julián Marías y Manuel García Morente, y todos esos, ¿qué tienen que hacer al lado de María Zambrano?

Federico Álvarez llegó de Cuba a México en 1947 y entró a ingeniería en el Palacio de Minería en Tacuba, pero como todos los días caminaba con sus compañeros por la Ribera de San Cosme, de Puente de Alvarado hasta Mascarones, terminó estudiando filosofía, porque según él en Minería no había muchachas lindas como en filosofía.

Hoy por hoy, los alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) dicen que Federico Álvarez es su mejor maestro y que las discusiones con él son una faena, porque lanza dardos que dan directo en el blanco. Les ayuda a comprender conceptos filosóficos insoportables. Verlo atravesar presuroso la explanada de Ciudad Universitaria, la cabeza inclinada, los brazos como aspas, discutidor (porque siempre hay una razón para protestar), es parte entrañable de su personalidad universitaria. Hoy, a sus casi 90 años, Federico Álvarez es uno de los académicos más destacados, generosos y lúcidos de México y uno de los orgullos de la UNAM.

Nació en San Sebastián, España, el 19 de febrero de 1927; a los 13 años salió al exilio a Cuba en el Magallanes. Cuando Federico habla del exilio afirma que no te deja alternativa y su única alternativa en los años 40 fue la bocanada de aire fresco, la colorida felicidad de La Habana y –niño precoz– la habitual belleza rítmica del caminar femenino cubano. Algunos cubanos, acérrimos antifranquistas, acogieron a los exiliados como los héroes que eran. Atrás quedaba un país desangrado por una guerra fratricida. Cientos de republicanos habían muerto en el frente con la convicción de entregar su vida a una causa justa.

En La Habana, Federico descubriría la biblioteca que su padre comenzaba a armar: Miguel de Unamuno, Pío Baroja y José Ortega y Gasset, que la editorial Austral imprimía en Buenos Aires, y varios de corte marxista como el Manifiesto comunista. Le llamó la atención Miguel de Unamuno y su Del sentimiento trágico de la vida, y más que una crisis espiritual le dio una claridad asombrosa que le hizo copiar una frase en todos sus cuadernos: Así como antes de nacer no fui, así después de morir no seré. La lectura de Unamuno caló aún más profundo cuando leyó: No te enfades, lector, si unas veces digo que creo y otras digo que no creo. Es mi corazón que dice que sí y mi cabeza que dice que no. La duda fundamental afloró entonces y en Federico Álvarez creció un ateísmo que dura 89 años.

Su acercamiento a Unamuno le abrió la puerta a la filosofía y supo que en la mucha sabiduría hay mucha angustia, y quien aumenta el conocimiento aumenta el dolor. En el Instituto Hispano-Cubano tuvo de compañero al poeta Roberto Fernández Retamar (hoy director de la Casa de las Américas) y a los 18 años se inscribió en ingeniería en la Universidad de La Habana, porque soñaba con regresar a España y ayudar en su reconstrucción. ¿Qué otra cosa es el exilio, sino soñar con el regreso? Pero Federico no regresó, porque le esperaba un segundo exilio: México.

En 1947, la familia Álvarez-Arregui emprende el viaje a la ciudad de México, Elena Aub, hija del legendario Max Aub –quien era muy prolífico y dictaba sus libros directamente al linotipista–, se enamoró de él como yo me hubiera enamorado al conocerlo en la colonia Polanco. Max Aub hablaba el español con la erre francesa y cuando se reunía con Alejo Carpentier y Julio Cortázar era curioso escuchar el acento gutural de los tres grandes escritores, como consignó su vecino y amigo de toda la vida, José Luis Martínez.

En 2002 publicó La respuesta imposible, sobre temas de marxismo, eclecticismo y transmodernidad. En 2009 apareció su excelente Vaciar una montaña y en 2013 lanzó a la calle otra obra, luminosa y personal, a la que llamó Una vida: infancia y juventud. Ahí narra su niñez en San Sebastián, su adolescencia en Cuba y se detiene en México. ¿Por qué no siguió adelante si todos los críticos –entre ellos Adolfo Castañón– saludaron su autobiografía como un texto que se bebe a tragos como agua fresca de una jarra de barro? Ahora tendríamos las memorias de uno de los grandes académicos que el exilio español trajo a México, país que Federico considera suyo y lo enorgullece, porque entrega lo mejor de sí a los alumnos, lectores, colegas y amigos que hoy honramos sus 89 años de lucidez y de generosidad. Sus escritos no sólo abarcan a Marx, a Engels y a Ortega y Gasset, sino a la inmensidad del mar que convierte a Federico en poeta al hablar del asombro que le causa el cielo estrellado y la luna, y contarnos que Kant se sorprendía ante la infinita extensión silenciosa de los cielos y la hondura igualmente infinita del alma humana.

Desprendido y noble, Federico Álvarez nos da una imagen de bondad ante la que es imposible permanecer indiferente. He aquí a un hombre incapaz de hacer una trampa, incapaz de hacer un negocio, incapaz de maltratar a alguien. Director del Fondo de Cultura Económica en Madrid, asesor de la editorial Siglo XXI, fundador de revistas filosóficas y literarias, miembro del consejo editorial de la Revista Mexicana de Literatura, amigo de escritores y pintores como Vicente Rojo, a sus casi 90 años irradia una inteligencia y una amplitud de criterios poco frecuentes. Convincente, apasionado, con él dan ganas de volverse comunista y leer El capital.