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Ver día anteriorDomingo 31 de julio de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Nueva tecnología, ¿otra guerra?
C

uando se hace el análisis de una guerra, pasada o presente, el desarrollo tecnológico siempre termina por aparecer como factor de peso. Tan ligada a la guerra se encuentra la tecnología que muchos estudiosos opinan que ninguno de los miles de aparatos que a diario aligeran la vida cotidiana hubiera sido posible sin las investigaciones realizadas con propósitos bélicos. Este enfoque genera rechazo porque conduce a la idea de que las guerras son útiles e indispensables para la evolución; lo cierto es que un enorme número de aplicaciones industriales pacíficas derivan de sistemas y dispositivos diseñados y utilizados total o parcialmente o desechados por la industria de la guerra, en especial en las áreas relacionadas con la obtención, clasificación, transmisión y examen de datos. Internet y el celular son los ejemplos más conocidos de este antiguo maridaje entre conflicto armado y desarrollo.

Esto viene a cuento porque en la reciente escalada de acusaciones y réplicas en materia de espionaje entre Rusia y Estados Unidos se advierten inquietantes atisbos de colisión. El primero de estos países –por conducto de sus servicios de inteligencia– acaba de denunciar que dos decenas de organizaciones relacionadas con su defensa territorial fueron contaminadas con software espía, ataque que Moscú califica de dirigido y coordinado, una operación planeada, ejecutada de forma profesional. Y aunque el comunicado respectivo omite especular sobre el origen del ataque, éste se produce en un momento temporal que le sirve de marco. Apenas en junio pasado, el periódico estadunidense The Washington Post aseguró que un equipo de piratas informáticos al servicio del gobierno ruso había hackeado por igual instalaciones de demócratas y republicanos, con la presumible finalidad de detectar las fortalezas y las debilidades de ambos candidatos a la presidencia. Un mes antes, el Ministerio de Defensa ruso se quejaba de que las fronteras de su país en el Mar Báltico estaban siendo espiadas por aviones de Estados Unidos.

En febrero de este año el primer ministro ruso, Dimitri Medvediev, se había referido al estado de las relaciones entre las dos superpotencias, comentando que gracias a los ajetreados movimientos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN, alianza militar intergubernamental cuyos desvelos siempre fueron impedir una eventual expansión, primero de la Unión Soviética y posteriormente de Rusia), se podía decir que el mundo atravesaba otra vez por una etapa de guerra fría. Mediante su secretario general, la OTAN respondió que las intenciones de Rusia eran socavar la estabilidad de Europa e intimidar a sus vecinos, confirmando de ese modo que, en el mejor de los casos, la distensión no es lo que prevalece entre unos y otros.

Las denuncias recíprocas de espionaje (ahora llevado a cabo mediante sistemas mucho más sofisticados que los utilizados en los años 60, durante el auge de la primera guerra fría) invitan a seguir con atención cómo se articulan de ahora en adelante los acontecimientos en los distintos puntos del globo, donde tanto Estados Unidos como Rusia tienen intereses políticos y económicos, porque el intercambio de acusaciones puede ser el prólogo de un conflicto imprevisto y de una escala mayor a los que ya hay. A fin de cuentas, resultó que el enemigo público número uno de Washington no era el sistema comunista, sino que la pugna apuntaba a un control territorial –recursos energéticos incluidos– que a efectos prácticos ahora, desde su punto de vista, disputa la ex república de los soviets.

No se trata, ante el actual estado de cosas, de hacer una interpretación paranoica de la realidad, sino de tomar en cuenta que la apuesta por la robotización y el uso de la alta tecnología (con lo que esto implica) pueden constituir un elemento para que los complejos militares de las grandes potencias no sólo se sientan tentados a revivir de manera oficial el concepto y las prácticas de la guerra fría, sino también a dar el tantas veces postergado, pero nunca descartado, paso que le sigue.