Opinión
Ver día anteriorJueves 30 de junio de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Desconcierto
E

l fin de semana pasado se desencadenaron en Europa poderosas turbulencias que todavía no han desaparecido. La victoria referendaria del movimiento antieuropeo en Gran Bretaña y el triunfo del Partido Popular en España desmintieron las expectativas hasta de sus promotores. Incluso es probable que se intensifiquen en el corto plazo porque, como bien quedó demostrado, en la voluntad popular no hay nada escrito. El rostro pálido y demudado del primer ministro inglés, David Cameron, era sólo comparable con el de Pablo Iglesias, el joven líder del partido Podemos, que en poquísimo tiempo ha conquistado un amplio espacio en el régimen español, y que se ha propuesto sustituir al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) en su calidad de fuerza hegemónica de la izquierda de esa nación.

Cameron e Iglesias comparten una actitud que nada tiene que ver con su filiación política, sino que se refiere más bien a una característica personal: la falta de modestia o la arrogancia que parece haber cegado su capacidad de juicio. Al menos así lo sugiere el inocultable desconcierto con que ambos recibieron las malas noticias: Cameron, el voto mayoritario porque Gran Bretaña salga de la Unión Europea; Iglesias, la pérdida de votos que lo mandó al tercer lugar en las preferencias del electorado, mientras los socialistas se mantuvieron como la segunda fuerza.

Es muy pronto para entender el origen de estas sorpresas o para calibrar sus repercusiones. Sin embargo, y para detenerme sólo en lo ocurrido en la UE, las reacciones irritadas de sus líderes contra los británicos son una medida de las dificultades que prevén para el futuro, y que el gobierno de Cameron parece no haber tomado en cuenta, confiado en que el porcentaje del voto por la separación de la UE no sería superior a 30 por ciento. De hecho, el principal reproche de los europeos es que el gobierno británico actuó con frivolidad, que no se había preparado de manera alguna para la posibilidad de que ganara la opción de su salida de la Europa unificada. La verdad es que ante los resultados del referendo, muchos británicos quedaron petrificados, incluso entre quienes votaron en favor, como niños que de repente se dan cuenta de que mataron a la maestra cuando le aventaron una maceta a la cabeza, cuando en realidad lo único que querían era probar que podían aventar la maceta –si querían– y desobedecer a la maestra regañona.

No obstante, la renuncia británica a la UE tiene tras de sí una larga historia que se inició en 1957, cuando por primera vez se invitó a Gran Bretaña a participar en el proceso de integración europea. El entonces primer ministro del gobierno conservador, Harold Macmillan, declinó la invitación con el argumento de que no estaba dispuesto a abandonar el régimen comercial del Commonwealth que le era más benéfico y, sobre todo, que no imponía tantas restricciones como las que proponía el proyecto europeo. A partir de entonces el tema de Europa fue motivo de posturas programáticas antagónicas, de definiciones partidistas y de fracturas tanto como de alianzas políticas en el interior de los dos grandes partidos ingleses –laborista y conservador–, y en las relaciones de Gran Bretaña con los gobiernos europeos comprometidos con la construcción de la integración europea.

La negativa de 1958 no fue obstáculo para que en 1961 se hiciera una nueva invitación, a instancias de los países más pequeños de lo que entonces se llamaba el Mercado Común Europeo (Bélgica, Holanda y Luxemburgo), que veían en la participación británica un contrapeso a la preponderancia política francesa y al creciente poderío económico de Alemania. Otra vez Gran Bretaña declinó. Hubo que esperar hasta 1970 para que el primer ministro conservador, Edward Heath, encabezara la propuesta de ingreso a lo que se había convertido en la Comunidad Económica Europea, y que por fin los británicos solicitaran su ingreso al club comercial más exitoso de la historia. No obstante, este proceso no fue sencillo, y las dudas al respecto persistían tercamente, porque muchos británicos pensaban que estaban cediendo autonomía de decisión a Bruselas. Este sentimiento de pérdida de independencia fue central en la movilización antieuropea de los meses recientes, pero nada tenía de novedoso; tampoco era novedosa la existencia de un sector de opinión contrario a la participación en la UE. Cameron tenía que conocer esta historia y asumir los riesgos de su decisión de someter a referendo la pertenencia de su país a Europa.

A lo largo de su historia en el proyecto europeo, Gran Bretaña siempre fue ambivalente, siempre logró negociar una situación de privilegio; por ejemplo, en el monto o en el calendario de las cuotas que pagan los países miembros. El resorte de su decisión de ingresar fue una situación económica de crisis persistente; ahora, en cambio, su salida está asociada con la crisis social que ha precipitado la llegada masiva de inmigrantes que son vistos con desconfianza y resquemor, pese a que desempeñan los trabajos que los ingleses no están dispuestos a aceptar.

No obstante, el análisis de los resultados del referendo muestra que el motivo más importante de la penosa situación en que se encuentra Gran Bretaña ante la UE tiene que ver con una ruptura intergeneracional, con los temores de los mayores de 60 años, que no entienden el cosmopolitismo de los jóvenes que apoyan masivamente la experiencia europea. Tal vez por eso Cameron tampoco entiende qué fue lo que le pasó, a él y a su partido. No alcanza a comprender lo que, como le espetó un periodista: él y su partido le hicieron a los británicos. De la misma manera que los menos jóvenes del PSOE no entienden a los jóvenes de Podemos, o los simpatizantes de Hillary Clinton a los entusiastas de Berni Sanders.