Opinión
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El fin de la globalización
D

esde mediados de la década de los 80 del siglo anterior, los gobiernos de Margaret Thatcher, en Inglaterra, y de Ronald Reagan, en Estados Unidos, iniciaron un proyecto global para internacionalizar la economía y abrir nuevas oportunidades de mercados a las grandes corporaciones multinacionales. Para ello, desarrollaron una serie de estrategias tendente a eliminar los obstáculos a esa renovada expansión de la economía y del comercio, al mismo tiempo que se dedicaron durante sus administraciones a eliminar todos los obstáculos para alcanzar dichos objetivos, ya fuera en el campo laboral, jurídico, político, diplomático, educativo, prácticamente en todas las áreas, como no se había visto antes.

Así nacieron muchos de los programas de cooperación económica bilateral o multilateral, que sirvieron de base para romper las barreras al comercio y expandir la producción a niveles tecnológicos y de mercadotecnia como nunca antes se habían logrado establecer, y así penetrar en lugares y regiones impensables. De esta manera surgió el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), entre Canadá, Estados Unidos y México, y el Acuerdo para Unificar a la Comunidad Económica de Europa.

A casi 22 años de distancia se puede comprobar que aunque el TLCAN incrementó los volúmenes de comercio entre los tres países, los beneficiarios principales fueron algunas compañías que poseían mayor tecnología o recursos financieros y administrativos, al costo del abandono de muchos sectores de la actividad económica, primordialmente los primarios como la agricultura, la ganadería y la pesca, así como algunos otros de la industria de la manufactura o de transformación que no estaban en posibilidad de competir.

El resultado de 22 años de TLCAN ha sido mayor desempleo, una creciente desigualdad, peores condiciones de trabajo y abusos de las empresas multinacionales, de muchas compañías mexicanas y de las industrias maquiladoras, que se han dedicado a explotar no sólo los recursos naturales, sino la mano de obra en condiciones verdaderamente inhumanas. Es decir, nunca se calculó y menos se corrigió el hecho de que el crecimiento comercial se hubiera logrado con una gran carga social. Ni les importó a los políticos y gobernantes, ni les ocupa o preocupa, pues todo mundo actúa con indiferencia, sin explicar a qué costo se promueve la actividad industrial y comercial de los países con menor grado de desarrollo como lo es México.

Actualmente se está desarrollando la segunda etapa del tratado comercial en un proyecto diferente, llamado Acuerdo Transpacífico de Cooperación (ATP), donde 12 países, que representan a poco más de 40 por ciento del comercio mundial, buscan una mayor integración, al mismo tiempo que frenar la expansión comercial de los países asiáticos, cuyos principales actores son China, Japón y Corea. El fin último es mantener actualizada la globalización y la división internacional de los mercados y productos entre los países del primer mundo y las naciones subdesarrolladas o en proceso de desarrollo.

Hasta hace pocos días todo marchaba bien para consolidar el ATP y renovar las estrategias económicas, cuando de repente y para sorpresa del mundo, un referendo convocado por el primer ministro británico, David Cameron, para resolver una disputa interna entre los miembros del Partido Conservador, terminó con la votación en favor de separar a Inglaterra de la Comunidad Económica Europea, con lo cual se desató la crisis financiera consiguiente, que estamos comenzando a experimentar y que seguramente tendrá consecuencias inesperadas.

Probablemente los estrategas del Partido Conservador menospreciaron las consecuencias que la globalización ha tenido, al incrementar el desempleo en muchos países, así como la desigualdad y la pobreza, y que los más afectados también votan y sienten que la apertura a la migración ha venido a agravar la pérdida de oportunidades para laborar y generar ingresos dignos y adecuados, al provocar mayor competencia por los puestos de trabajo.

Algunos analistas y políticos piensan que el Brexit, o la salida de Inglaterra de la Unión Europea, es un golpe contra el sistema o bien una especie de furia y coraje contra las élites que más se han beneficiado de este mundo globalizado. De ahí que en la actualidad se están fortaleciendo las actitudes del nacionalismo para sustituir a la globalización en posiciones extremas y radicales.

En muchos países de Europa, como Alemania, Francia, Holanda, Suecia, Escocia e Irlanda del Norte, entre otros, la extrema derecha ha crecido mucho en términos de rechazos a cualquier intento de mantenerse en la integración. Los gritos y las posturas en Inglaterra o cualquier otro país simpatizante que postule mi país y mi gente es primero están creciendo y se vuelven una amenaza para lo que los neoliberales consideran que es la estabilidad y la seguridad europeas y quizá la de otros países en el mundo, incluyendo a Estados Unidos, con un candidato a la presidencia como Donald Trump que ha dicho: se los advertí y ahora tenemos que cuidar más nuestras fronteras.

Der Spiegel, la famosa revista de Alemania, ha llamado al Brexit la muerte de Europa. No se puede negar que la crisis es producto del binomio austeridad/desempleo, así como del efecto que la gran migración ha tenido sobre el viejo continente. Además, la ausencia de una identidad común entre los países y sus habitantes durante los conflictos y las turbulencias, ha agravado más la situación general de Europa. De ahí que el ajuste mundial a la desglobalización seguramente será largo y doloroso, según se advierte en la comunidad internacional.