Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Oleaje

L

a visita me dejó una sensación extraña. Rumbo al estacionamiento, me asaltaron impulsos encontrados: por una parte deseaba estar lo antes posible en mi casa y por otra regresarme y decirle a mi tío Ernesto lo que nunca le he dicho: Te quiero tanto como quise a mi padre. Debí seguir el impulso, pero algo me impidió volver al cuarto 222. Hace once años llegaron a ocuparlo mi tío Ernesto y su segunda esposa, Belén. Cuando ella murió, le aconsejaron mudarse a otra habitación. No aceptó entonces ni tampoco hace unos días, cuando se le presentó la oportunidad de ocupar alguno de los cuartos remodelados.

Me lo dijo Eréndira, la nueva responsable del Pabellón B. Como si no supiera el camino, acepté que me acompañara hasta el 222. Lo hice sólo para tener oportunidad de conocerla un poco. Así me enteré de que lleva un mes trabajando en el asilo; este es su segundo empleo (renunció al anterior porque el hospital le quedaba muy lejos), le agrada porque no tiene jefa directa y podrá traer a su hijo Efraín los domingos que le toque guardia. Me parece que Eréndira es madre soltera.

Cuando le pregunté qué tal se llevaba con los residentes dijo que muy bien, pero había sido difícil ganarse su confianza y aún no lograba entender las peculiaridades de algunos. Puso el ejemplo de mi tío Ernesto: no sabe cómo interpretar su costumbre de pasarse horas en el merendero, viendo la misma guía turística de Veracruz. Tampoco se explica que él no haya aceptado mudarse de cuarto. No quise aclarárselo. Me pareció que Eréndira iba a tomar como un capricho de viejo el apego de mi tío por su espacio y no como lo que es: una prueba de amor.

II

Del asilo a mi casa hago por lo menos una hora. Mientras iba de regreso tuve tiempo de recordar cada detalle de mi visita. Había sido diferente a las anteriores, empezando porque encontré a mi tío subido en un banco pintando de azul una mancha de salitre para convertirla en ola: su viejo afán. Nunca he conocido a nadie con semejante empeño.

La escena tenía algo muy evocativo y conmovedor. No quise alterarla haciendo preguntas innecesarias. Permanecí callada, viendo a mi tío absorto en su tarea. No era difícil suponer que pensaba en Belén.

Su matrimonio fue largo. Cuando llegaron a hospedarse en el asilo ambos tenían 67 años. Convirtieron la habitación 222 en su mundo. Imagino que allí reconstruyeron su vida pasada y aceptaron el presente, el día a día, como su único futuro.

La familia celebró la unión de mi tío Ernesto con Belén. Mis hermanos y yo los visitábamos algunas veces en su casa de Clavería. Era de una sola planta, con las habitaciones alineadas y un patio largo y húmedo que mi tío embelleció convirtiendo en ola cada mancha de salitre que brotaba.

Años después, cuando por razones prácticas decidieron vender su propiedad y alquilar un cuarto en el asilo, se diluyó un poco la relación. Sin embargo, en la medida de lo posible, me propuse frecuentarlos con cierta regularidad.

III

A mi regreso de un viaje, un miércoles fui a visitarlos y no los encontré en su habitación. Mireya, la directora de entonces, me dijo que en los últimos días pasaban mucho tiempo en el merendero. Es una sala amplia, en medio del jardín, con ventanales. Me detuve en la puerta y los miré. Parecían tan unidos, tan cómplices, que me dio pena interrumpir su conversación. Al acercarme vi sobre la mesa una guía turística de Veracruz. ¿Qué están planeando? Que te lo diga Ernesto, respondió Belén. Mi tío se apoyó en el respaldo de la silla: Hacer un viajecito. Aquí la señora se muere porque la lleve al mar. Y voy a darle gusto. Pregunté cuándo se irían de viaje: los dos respondieron al mismo tiempo: En junio. ¿Y por qué se esperan cuatro meses? Porque estaremos celebrando nuestro aniversario de bodas.

Pasé el resto de la tarde escuchando cómo habían sido sus comienzos, las dificultades para conseguir trabajo (él, en un laboratorio; ella, en una academia de canto), el billetito de Lotería premiado, la compra de su casa, la conveniencia de vivir en el asilo. Estaba encantada escuchándolos, pero se hacía tarde y tuve que despedirme. Me acompañaron a la puerta. Cuando la abracé, Belén me dijo al oído: Esta vez no tardes mucho en volver.

Abrevio: antes de cumplir su deseo de viajar al puerto, Belén murió inesperadamente. Mi tío Ernesto habla muy pocas veces de ella, pero sé que todo se la recuerda: su cuarto, el merendero, la guía turística que consultaron juntos y guarda para siempre la belleza de los amaneceres en el mar.

IV

Encontrarlo solo en su cuarto me angustia; pero todavía más despedirme de él. No por eso dejaré de visitar a mi tío Ernesto. Hoy me alegró verlo empeñado en su rara aspiración de convertir una mancha de salitre en una ola. Por eso, tal vez sólo por eso, me dieron ganas de abrazarlo y decirle lo que nunca le he dicho: Te quiero tanto como quise a mi padre.