Opinión
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Contra el desaliento
L

a más reciente estimación del Banco Mundial refuerza la idea de que el mundo en su conjunto puede haber entrado en una fase de estancamiento económico relativo de la cual no será fácil salir. Según el banco, el crecimiento de la economía mundial apenas superará 2 por ciento, mientras China reduce su ritmo y Brasil se desbarranca en la peor recesión de su historia. Nosotros, pioneros incorregibles, nos mantenemos casi a ras del suelo, sin que crezca el ingreso por persona ni el empleo registre algún tipo de mejora significativa.

En Europa, el receso se ha impuesto como escenario colectivo, a pesar de los brotes verdes de que presumen Rajoy y los suyos. Lo peor, sin embargo, no está ahí, sino en el virtual embotellamiento en que se ha metido la sociedad europea con un política del desaliento que se apodera de mentes y actitudes colectivas y sofoca la imaginación de los grupos dirigentes. El más reciente debate español rumbo a sus elecciones es emblemático.

Poco o nada de lo conocido y estudiado a lo largo del siglo XX parece servir de referencia eficaz para afrontar políticamente esta lúgubre perspectiva. Tal vez así se sintieron los terrícolas en los tiempos de la Gran Depresión de los años 30 del siglo XX que dieron lugar a no pocas teorías sobre el derrumbe del capitalismo o su estancamiento secular. Así lo habrá percibido el estudioso Alvin Hansen, quien se atrevió a hablar en esos términos, como hicieron a su manera los teóricos del colapso.

Así vislumbraron su futuro los teóricos del comunismo alemán junto con los del austromarxismo y la socialdemocracia, cuyos más preclaros pensadores no compartían más las perspectivas de revolución total de los padres fundadores y que Rosa Luxemburg buscaba actualizar a la vez que diferenciar de las simplificaciones leninistas. Llegó la Segunda Guerra y mandó a parar y desde su destrucción masiva emergieron alternativas a aquel panorama catastrófico.

Hoy, el mundo avanzado encara nuevas encrucijadas que podrían desembocar en escenarios catastróficos, y el resto del planeta, en desarrollo o subdesarrollado, reproduce a su manera esas perspectivas, como lo hace hoy tristemente el gran país del futuro, donde la canallada se ha impuesto, y Dilma y Lula se ven arrinconados de modo inaudito.

El regodeo mexicano sobre su mediocridad económico y la pasividad de su injusticia social no tienen parangón, y las elecciones del día cinco apenas lo confirman. No hubo catástrofe ni tragedia, sólo reiteración aberrante de una política económica equivocada y la confirmación de que el sistema político en su conjunto, no sólo el PRI, vive un declive impasible o una decadencia administrada como alguna vez la llamó Gustavo Gordillo en estas páginas.

Los desfiguros de la dirigencia panista ante sus poco gloriosas victorias sólo son superadas por el patético espectáculo del PRI-gobierno, cuyos mandantes no aciertan a acuñar alguna fórmula que pueda combinar derrota indiscutible en las urnas con rechazo ciudadano a programa o manera de aplicarlo por parte de los encargados de administrar el poder. De ahí para abajo tenemos una izquierda en estado de gracia que se solaza por sus inexplicables alianzas o sus triunfos inmediatos que distan de ser rotundos y que no eliminan del horizonte la necesidad ingente de alianzas y entendimientos que la lleven a inventar y volver realidad alguna versión de frente amplio o único que sea capaz de dar cauce a tanto reclamo, tanta penuria y tanta decepción como las que inundan el ánimo profundo de sus filas.

La falta de un centro que sostenga, que diría el gran Yeats, no puede ser pretexto no consuelo para el conjunto de actores políticos que trajo a la superficie la transición, pero una y otra vez, esos actores junto con su respectiva fauna de acompañamiento en la variopinta familia de las ONG, acaban por llevarnos a concluir que lo que les falta, que lo que añoran, es aquel presidencialismo autoritario que se las arreglaba para ser incluyente y cooptador, generoso a la vez que pichicato, para así seguir la marcha de una república formal que acabó en nuestros días por ser una república irregular, en casi exacta correspondencia con la sociedad dominada por la informalidad laboral y la heterogeneidad social y productiva que define al México de hoy.

Asumir el fracaso de una vía sin incurrir en el consiguiente catastrofismo es el gran reto que encara la política democrática hoy y mañana. Reivindicar el valor del programa desarrollista y de las instituciones sobrevivientes del arcano compromiso del Estado con la justicia social y que la gran transformación de fin de siglo pretendió hacer pasar a retiro, puede ser la ruta más promisoria para que el país pueda plantearse en serio la erección de un nuevo curso para su desarrollo. Mas para eso, se necesita pensar, deliberar, preguntar, escuchar, verbos del todo ajenos a la política del presente.