18 de junio de 2016     Número 105

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

De la pobreza relativa
a la pobreza absoluta

Por primera vez los retos y amenazas son auténticamente globales (…) El hombre trata de (…) encontrar un escape mediante el crecimiento económico y pone su fe esencialmente en los milagros de la tecnología. Son estos fatales errores los que ya han encaminado la historia humana hacia el desastre. Siguiendo este camino estamos expuestos a una sucesión de crisis, cada vez más graves y unas sobre otras. Sus rasgos dominantes parecen ora ecológicos, ora políticos, ora económicos o militares, sociales o sicológicos, pero su naturaleza profunda y compleja revela que en realidad se trata de una crisis de la civilización. A diferencia de casos análogos del pasado, la crisis que ahora presenciamos afecta a la totalidad del sistema humano (…) Si no se toman a tiempo medidas correctoras, esta podría ser la crisis del destino humano.

Aurelio Pecci, presidente y fundador del Club de Roma. Entrevista con Willem L. Oltsmans, 1972

Hace casi medio siglo el Club de Roma anunciaba una crisis civilizatoria de la que pocos se dieron por enterados. Hoy después de los informes del Panel Internacional para el Cambio Climático y de las crecientes evidencias fácticas, el colapso global es ya inocultable. Así las cosas, sólo colocándolos en la perspectiva de la Gran Crisis podremos ponderar los retos del tercer milenio. Y uno de los conceptos que es necesario repensar es el de pobreza.

Pero ante todo hay que liberar la reflexión sobre la crisis de la exclusividad que pretenden tener los economistas. La real dictadura del mercado, propia del capitalismo, se tradujo desde hace rato en una virtual dictadura de la economía como disciplina. Y los economistas, aun los críticos y progresistas, nos dicen que la presente debacle es una más de las crisis cíclicas que presenta el sistema, con el agravante de que la de ahora se globalizó más de prisa que las anteriores y que pasan los años y no acaba de ceder, de modo que algunos hablan de “gran recesión” y “estancamiento secular”.

Y tienen razón, estamos en medio de un estrangulamiento económico excepcionalmente profundo. Pero esta vez la económica es sólo parte de una crisis general de carácter civilizatorio que se extiende a todas las esferas del orden social.

La gran diferencia de enfoque radica en que la crisis de los economistas es una crisis de sobreproducción, es decir una crisis de abundancia: exceso de capitales en busca de rentabilidad y exceso de mercancías en busca de comprador. En cambio, la crisis civilizatoria se manifiesta en la degradación y agotamiento de los factores naturales y culturales que hacen posible la vida. La Gran Crisis es esencialmente una crisis de escasez: escasez de tierra fértil y agua dulce, escasez de aire limpio y climas benévolos, escasez de energéticos y minerales, estrechamiento de nuestro espacio y de nuestro tiempo, empobrecimiento de nuestras expectativas, desvanecimiento de la esperanza…

La historia enseña que las crisis del capitalismo empobrecen a la gente. Pero mientras que la recesión económica aumenta la pobreza relativa, la crisis de escasez nos enfrenta a la pobreza absoluta. Estamos acostumbrados a relacionar pobreza con desigualdad: hay pobres porque hay ricos. Y unos son pobres mientras que otros son ricos porque el acceso a los bienes está inicuamente distribuido entre clases, regiones, países, familias y personas. Así es en el capitalismo y así fue antes en el esclavismo, el feudalismo y los despotismos tributarios. Y así fue también en el socialismo realmente existente, donde una clase burocrática vivía mejor y a expensas de los demás.

La idea de que la pobreza resulta de la desigualdad, de modo que los ricos son la contraparte de los pobres, parece un principio de validez universal. Pero en realidad sólo se refiere al tipo de pobreza que identificamos gracias a la comparación con la riqueza; sólo se refiere a la pobreza relativa. Hay sin embargo otro tipo de pobreza, una pobreza abarcadora e incluyente, una pobreza que de un modo u otro nos alcanza a todos, una pobreza que nos agravia como especie, una pobreza absoluta.

El concepto pobreza absoluta no se refiere a las carencias de algunos o de muchos, se refiere a las carencias de la humanidad, a las carencias del género humano. Carencias que no son las ontológicas –como nuestra finitud – sino provenientes de una crisis multidimensional que afecta a unos más que a otros, pero de la que no se salva ni Slim.

El polifónico descalabro civilizatorio nos está llevando hacia ese tipo de pobreza: hacia la pobreza absoluta de la que ninguno escapa, hacia la penuria universal, hacia una debacle por escasez de la que nadie puede evadirse por completo. Así como vamos, mañana o pasado mañana todos, todos sin excepción seremos irremediablemente pobres.

Los antiguos sabían de esto pues sequías, inundaciones, incendios, plagas y enfermedades diezmaban sociedades enteras, y entre los cientos de miles de muertos por la peste había pobres, pero también ricos: poderosos cuyos insondables tesoros no bastaban para exorcizar al aterrador vómito negro.

La modernidad trató de escapar de la pobreza universal, de la pobreza absoluta. Nunca aseguró que gracias al progreso todos seríamos ricos y mucho menos prometió que todos seríamos iguales, salvo como ciudadanos y ante la Ley. Pero la modernidad sí se propuso acabar con las hambrunas y las hecatombes sanitarias que hacían tabla rasa de las jerarquías sociales. Y para ello, se pensaba, era necesario acabar con la escasez, con una penuria que es recurrente en sociedades que dependen demasiado de las veleidades de la naturaleza.

Su respuesta fueron las comunicaciones, la industria, la higiene y la urbanización sostenidas por la ciencia y la tecnología. Gracias al desarrollo de las fuerzas productivas, la humanidad dejaría de estar atenida al clima, las plagas, la enfermedad y otras eventualidades. Gracias a la tecno-ciencia, la incertidumbre, la terrible incertidumbre en que vivían las sociedades agrarias, sería cosa del pasado.

Al principio pareció que sí, que la penuria extrema que no hacía excepciones iba quedando atrás. Es verdad que en el nuevo orden había ricos y pobres, y que los pobres pasaban hambre. Pero era un hambre socialmente localizada. La última gran hambruna europea ocurrió hace más de 150 años.

En la segunda mitad del siglo pasado los países desarrollados conforme al paradigma de la modernidad fueron sociedades opulentas, sociedades de la abundancia donde el problema no era la escasez sino el consumismo. Y gracias al llamado desarrollo –que era el progreso de los demorados– también en la periferia se multiplicaba para algunos la oferta de satisfactores.

Los críticos del sistema nos concentrábamos entonces en la pobreza relativa, en la desigualdad extrema que excluía a las mayorías de las mieles del sistema. Decíamos que la opulencia de unos cuantos se alimentaba de la miseria de los más. Teníamos razón. Y seguimos teniendo razón.

Pero conforme se aproximaba el fin del siglo un nuevo fantasma comenzó a recorrer el mundo: el fantasma de la crisis general, de la crisis sistémica, de la crisis multidimensional y unitaria, de la Gran Crisis que hoy nos acongoja. Una amenaza inédita que encarnaba en una nueva cabalgata de jinetes apocalípticos: la contaminación de aire, tierra y agua, el cambio climático mercadogénico, el agotamiento progresivo del petróleo fácil y de los metales útiles, el abatimiento de numerosos mantos freáticos con la consecuente escasez de agua dulce, el fin de la insostenible superabundancia alimentaria producto de la “revolución verde”, la pérdida de biodiversidad, las nuevas pandemias universales de velocísima propagación y, como cereza del pastel envenenado, una más de las ya conocidas crisis recesivas de la economía, pero que ahora se globalizaba mucho más rápido que las del pasado y también duraba mucho más.

Y poco a poco nos fuimos percatando de que las fuerzas productivas de la modernidad capitalista eran también destructivas, de que el presunto dominio de la naturaleza oculta el ecocidio, de que el abuso de los agroquímicos acaba con fertilidad de la tierra, de que los súper antibióticos engendran súper bacterias, de que la multiplicación de los automóviles es inversamente proporcional a la movilidad, de que los niños rollizos y cachetones no son sanos sino candidatos a las enfermedades cardiovasculares y la diabetes precoz, de que, en fin, tras de la apariencia de abundancia hay una profunda escasez manifiesta en el enrarecimiento de las condiciones naturales y sociales de la existencia humana. Algunos lo venían diciendo desde hace más de medio siglo, pero para el cruce de los milenios ya era inocultable: la Gran Crisis es, como las de antes, es una crisis de escasez que nos afrenta como especie, que nos empuja hacia una pobreza cada vez más abarcadora, cada vez más absoluta.

Sin duda una de las primeras manifestaciones de la Gran Crisis es la profundización de las diferencias sociales, es el incremento de la pobreza relativa que por algunos años pareció atenuarse. En el hundimiento del Titanic los primeros en ahogarse son los que viajan en tercera, pero luego se ahogan los de primera y al final también los que tenían camarotes de lujo. Y si se hunde este Titanic, el Titanic civilizatorio, no se salva ni Dios.

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