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Brexit y Trump
D

os desastres anunciados, cuya crónica ya ha empezado a escribirse, pero por fortuna aún evitables, son –mencionados por su eventual orden cronológico– la salida del Reino Unido de la Unión Europea (UE) y la elección de Trump como presidente de Estados Unidos. La onda destructiva derivada de uno y otro rebasaría con mucho el espacio regional y nacional que los contiene, para alcanzar al conjunto del planeta. Por tanto, son asuntos que conciernen no sólo a británicos, europeos y estadunidenses, sino a todos los habitantes del globo. Su naturaleza y el alcance de sus consecuencias son, desde luego, diferentes. También lo es la duración de su impacto: el segundo podría rectificarse en cuatro años, con la siguiente elección, e incluso antes; el primero, como muchas veces se ha sostenido, no podría revertirse en tres o más decenios y afectaría, por ello, a varias generaciones. En los dos casos, sería difícil y costoso –para las naciones concernidas y a escala global– volver a la situación ex ante, en caso de que tal reversión llegase a ser factible, sobre todo en el primero. No es prudente fatigar el paralelismo. Más allá de que, en los dos casos, la decisión será adoptada por un electorado nacional específico, los puntos de semejanza se diluyen. Vuelven a coincidir al considerar la vastedad de sus consecuencias, que afectarían en forma directa, como ya se ha dicho, a un conjunto de personas incomparablemente mayor que el que adopta las decisiones o, como cabría esperar, el que las rechaza.

Estas líneas se leerán una semana antes del referendo. No debe olvidarse que el gobierno conservador se metió por sí mismo en este particular laberinto. Se le hizo fácil poner en la balanza a Europa para responder al riesgo de verse rebasado por la derecha, por fuerzas aún más retrógradas. Las encuestas, nunca infalibles, favorecen ahora al Brexit. El desenlace puede depender de un acontecimiento de último minuto que lleve a las urnas a quienes pensaban abstenerse o cambie el sentido del voto de los que no saben bien a bien de qué se trata –que pueden ser muchos. En todo caso, la decisión será tomada por una minoría, dada la abstención, aumentada por las dificultades de última hora para el registro. El resultado reflejará más el humor momentáneo del electorado que una apreciación meditada de lo que está en juego.

Y es mucho lo que está en juego: el destino del proyecto de paz y cooperación continental más importante de la historia. Con la integración, el continente de los conflictos y de las guerras –las dos mundiales entre las recientes– había elegido un camino diferente. La fuga británica, que encontraría a la UE en una coyuntura en extremo difícil, bien podría significar el colapso del proyecto en su conjunto, por el abandono sucesivo de otros desafectos o por una implosión incontrolable. La campaña en favor de permanecer ha exagerado los costos del abandono. Los partidarios de éste, a su vez, han minimizado sus consecuencias negativas. Lo cierto es que, con la salida, perderían todos: británicos y europeos.

Convendría, con licencia de Juan Ruiz, quedarse por mejorarse. Usar la permanencia británica –a la inversa de lo propuesto por Cameron– no para continuar diluyendo el contenido social y solidario de la integración, sino para potenciarlo. En una circunstancia regional y global como la presente, este planteamiento se antoja un tanto irrealista, pero en términos de alcance y dimensión histórica es, en realidad, el único factible. Una Europa generosa es la que el mundo necesita. La UE debe seguir adelante y rectificar el rumbo con o sin los británicos.

El artículo 50 del Tratado de la Unión Europea señala el mecanismo para que un Estado miembro se retire tras una transición de dos años. Nada estatuye sobre el futuro de las relaciones de ese Estado con la Unión. Cualquiera de las opciones que se elija –siendo la de negociar un acuerdo bilateral de comercio y cooperación entre la UE y el Reino la quizá favorecida– supondrá una transición larga, más de un quinquenio desde luego, y muy compleja. En su situación de crisis, la UE tiene cuestiones más urgentes que atender que enredarse en un estira y afloja interminable de los términos de una nueva entente, que es difícil imaginar cordial, con el Reino Unido.

Jonathan Freedland se pregunta en The Guardian qué elegir, si el demonio (o un dios o el genio de la botella) ofreciese cumplir sólo un deseo: que Trump perdiese la elección o que el RU continuase en la UE. Argumenta cuidadosamente pros y contras. Como británico, europeo y habitante de aquel continente, opta por ese resultado del referendo. De este lado del mundo, probablemente prefiriésemos la otra opción. Respecto de ésta, Freedland escribe: Resulta tan aterradora la perspectiva de un Trump presidente, que vuelve irresistible la tentación de usar el deseo faústico para negar las llaves de la Casa Blanca a un mentiroso racista, misógino y buscapleitos. Esta semana, tras la atrocidad de Orlando, la desvergüenza y demagogia de Trump escalaron nuevas cimas. Es claro que la elección de Trump significaría un retroceso secular para el sistema político estadunidense, que pondría en entredicho sus bases mismas, desde la división de poderes hasta las libertades individuales (excepto la de portar armas y usarlas). Esto nos afectaría a todos, en el mundo interconectado de nuestros días.

La lógica política muestra que apoyan a Trump muchos electores que prefieren no confesarlo y que sus exabruptos son coreados cada vez más abiertamente por buen número de ciudadanos. La aritmética electoral muestra (NYT/9/6/16) que la reserva de electores de Trump –votantes blancos, mayores, clase trabajadora, nivel educativo elemental– es alrededor de 2 millones mayor de lo que se daba por supuesto. Su triunfo electoral no puede seguir considerándose imposible.

Hace poco más de un año, nos dijimos que no había de qué preocuparse, la popularidad de Trump no iría más allá de las dos o tres primarias iniciales; hace seis meses nos dijimos que, convencidos de su inelegibilidad, los dirigentes republicanos le cerrarían el paso; hace un mes nos dijimos que, en última instancia, era imposible que ganase la elección a la virtual candidata demócrata. Qué nos decimos ahora.