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No Sólo de Pan...

De maldiciones

A

ntiguamente, en muchas partes del mundo, solía maldecir el o la jefe de familia a alguien que había hecho mucho daño a una o varias personas de su prole o su tribu. Maldecían al o los culpables hasta al menos la cuarta generación de su sangre. Y es que la maldición no es obediente al principio del perdón, porque éste sólo sirve para descargar de un pecado que daña más a quien lo comete: en el pecado está el castigo se dice aún, dado que los pecados son sólo el exceso de virtudes: la gula y ebriedad, del placer del buen comer y el beber; la lujuria, del placer del amor; la envidia destructiva, de la envidia de la buena; la pereza, de la contemplación; la avaricia, del gusto por los bellos objetos; el orgullo, de la dignidad, y la ira, de la indignación.

Mientras la violencia verbal de una maldición apunta a curar del mal de que son portadores los maldecidos, obligándolos a cargar un peso insoportable que los lleva, idealmente, a arrepentirse de sus actos y, si fuera posible, a restaurar el daño de puro miedo a que recaiga sobre ellos algo de igual terrible medida, lo que les impedirá, en principio, reincidir. Por eso, las maldiciones de la gente común provocaban, no sólo temor, sino que generaban conciencia, lo confesaran en voz alta o no los maldecidos, quienes temían por sus seres queridos, incluidos los que nunca conocerían en la línea de su descendencia, y si cada tropiezo familiar lo atribuían a la maldición que había recaído sobre ellos, sin poder a su vez maldecir, pues las reglas del odio auténtico y profundo harían que un nuevo peso les cayera encima, imaginemos lo que hubiera pasado si Jesús o Buda o Mahoma o los tres juntos hubiesen venido a México, recientemente y precisamente a Cuernavaca, Morelos, el día 8 de junio de 2016.

Yo creo que habrían levantado al unísono la voz, con un brazo y el manto en alto, para hacerse oír en medio de la plaza central e increpar: ¡Malditos sean quienes sacaron a las mujeres indígenas de este espacio, arrojándolas fuera del cerco de agentes uniformados, sin permitirles sacar sus artesanías ni pertenencias ni a sus hijos pequeños, so pretexto de dar mala imagen al centro turístico de la ciudad! ¡Malditos sean quienes se avergüenzan de la pobreza en vez de avergonzarse de la pobreza que ellos mismos provocan con su avidez insaciable y deshumanización! ¡Malditos sean quienes guardaron en los huecos de sus cabezas y donde deberían estar los corazones, la herencia de la supremacía occidental sobre los pueblos indígenas de México y del mundo! ¡Mil veces malditos por mil años quienes no protegen a su pueblo ni a su tierra de la rapacidad extranjera y, al contrario, contribuyen a su explotación y exterminio!

¿Los maldecidos volverían a crucificar a Jesús, declararían a Buda persona non grata sembrándole hachís y a Mahoma terrorista para expulsarlos del país con ayuda de la CIA y la FBI? En cualquier caso, si nosotros los mexicanos permitimos escenas como la de Cuernavaca, entre miles de otras que aquí no hay espacio para enumerar, o casos como el de Ayotzinapa, entre tantos otros, nos volvemos cómplices y, en esa medida, susceptibles de caer bajo la maldición que se está llevando a este país entre las ruedas.

No basta intentar no ser pecaminoso o pecaminosa, no basta no ejercer el mal por el mal, o el mal por el capital que es casi peor, es indispensable maldecir para comprometerse e intentar impedir el horror dondequiera que lo haya: detectarlo, denunciarlo, oponerse, grabarlo si es posible, subirlo a las redes…, e irse a la cama no sólo con el estómago razonablemente pleno, sino con la satisfacción de haber hecho algo útil por el prójimo cada día. Porque hay tiempos en los que es necesario también vivir de maldiciones.