Opinión
Ver día anteriorDomingo 12 de junio de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Cuando el futbol deja de ser un juego
L

os disturbios producidos al comienzo de la Eurocopa 2016 ponen en el primer plano noticioso internacional, una vez más, la compleja, explosiva y omnipresente relación entre futbol y violencia. El tema no es nuevo: en América Latina los antecedentes se remontan al primer campeonato Sudamericano de 1916, cuando la sobreventa de boletos y la suspensión de la final –disputada entre las selecciones de Uruguay y Argentina– fue excusa para que los seguidores de uno y otro equipo, enardecidos, incendiaran el estadio. A partir de ese episodio tristemente fundacional, y a medida que la práctica futbolística ganaba seguidores en todo el mundo, el más popular de los deportes no sólo se convirtió paulatinamente en un negocio gigantesco, sino que se transformó en vehículo para canalizar frustraciones individuales y colectivas, reforzar patrioterismos ataviados con camisetas diversas, avalar –y de manera eventual censurar– políticas de gobierno más o menos discutibles, y desde luego servir de válvula de escape para disconformidades y tensiones sociales acumuladas.

En el caso de los encuentros internacionales, los rivales deportivos empezaron a cobrar el perfil de auténticos enemigos, más aún si encarnaban a naciones con intereses económicos, territoriales o políticos contrapuestos. En las ligas locales se formaron agrupaciones que, con el nombre de barras, porras o torcidas, con la excusa de defender los colores del club y el frecuente apoyo económico de grupos de poder, han servido como elementos de presión para posicionar intereses políticos, cuestionando seriamente el mito según el cual una cosa es el deporte y otra la política.

Por regla general, sin embargo, las batallas campales que libran los fanáticos del futbol en los cinco continentes –en la página de la Federación Internacional respectiva figuran 207 ligas nacionales, 15 más que los países de la ONU– tienen lugar en nombre del deporte, aun cuando en las tribunas (y después fuera de los estadios) se escuchen toda clase de cánticos y expresiones ofensivas para la nacionalidad o la raza de los adversarios. La incorporación de los himnos al comienzo de los partidos internacionales no ha hecho sino predisponer aún más los ánimos para las expresiones violentas, especialmente en aquellos casos en que los gobiernos de los países supuestamente representados en la cancha tienen alguna cuenta histórica pendiente.

Pero si las expresiones violentas de los fanáticos del futbol (que hace tiempo superaron su original calidad de aficionados, simpatizantes o seguidores) tienen antigua data, no sucede lo mismo con sus motivaciones individuales. La novedad consiste en que –sin negar el nexo entre futbol y nacionalismo mal entendido y pésimamente expresado– cada una de las personas (porque hay hombres y mujeres) que conforman las agrupaciones de choque de los clubes y las selecciones evidencia cada vez mayor compromiso incondicional con el equipo que apoya. Ya no se trata de la furia colectiva, repentina y finalmente pasajera originada por una injusticia real o supuesta de parte del árbitro, o por el alucinante imperativo de vengar una presunta afrenta inferida por los otros en la cancha, sino de una ira sistematizada que, con determinación, se prolonga en el tiempo y en el espacio (los zafarranchos suelen extenderse a distintos puntos de las ciudades y duran días). Y es que en el plano personal, los equipos de futbol se están constituyendo cada vez más en dadores de pertenencia, función que tradicionalmente se asociaba con los cultos religiosos, las comunidades barriales y otras formaciones sociales acotadas, particularizadas y proveedoras de lazos comunes que el modelo económico vigente ha debilitado seriamente y amenaza con desarticular.

Desde esta óptica, las medidas preventivas que para terminar con la violencia en el futbol plantean tanto las federaciones nacionales como el organismo que la rige, no pasan de ser expresiones de buenos deseos orientadas a atacar la superficie, la parte que se ve de esa calamidad oculta tras un juego de 11 contra 11.