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La abolición de los partidos políticos
S

imone Weil, extrema en todo, en los últimos meses de su corta y alucinante vida escribió una Nota sobre la abolición general de los partidos políticos (1943), donde arremete con formidable lucidez contra la mera existencia de dichos partidos. Considera que todos son o tienden a ser totalitarios. Ubica su origen en el Terror de la Revolución Francesa, al menos para la Europa continental. También identifica una afinidad natural entre el totalitarismo y la mentira. Como de costumbre, Weil ataca la raíz del asunto con severidad. Czeslaw Milosz diría de ella que no procuró tacto alguno en sus escritos y fue completamente indiferente a las modas.

Cuando un país tiene partidos políticos, tarde o temprano resulta imposible intervenir efectivamente en los asuntos públicos sin sumarse a un partido y jugar el juego. Weil habla desde una experiencia compleja y crítica: exilada en Inglaterra como parte de la Resistencia francesa, en desacuerdo con los comunistas y los gaullistas, los judíos y los católicos (aunque desde 1938 había sido capturada por Cristo), decidida a morir por el bien y la verdad, cantidad de veces puso el dedo en la llaga, como bien saben los frecuentadores de su obra, fragmentada en revistas (o póstuma la mayor parte, en esa modalidad post mortem tan judía de los Kafka, los Benjamin, los Bruno Schultz).

Los partidos políticos son organizaciones pública y oficialmente diseñadas para matar en las almas el sentido de la verdad y la justicia. Se respaldan en la propaganda para ejercer presión colectiva sobre el gran público, Hitler vio con claridad que el fin de la propaganda debía ser siempre la esclavización de las mentes. Y para ello se recurre, no a la educación, sino al condicionamiento. Al sumarse a un partido uno abandona la idea de servir al interés público y la justicia. Quien se afilia asume una serie de posturas que desconoce. Empero, nada es más cómodo que no pensar. Como sabemos, Hitler no es cosa del pasado. En nuestros días el fascismo respira con muchos rostros, totalitarios o liberales, y acecha con singular tamaño en las democracias modelo de Estados Unidos y Francia.

Con ingredientes distintos y cada año más bananeros, en México la vasta mendacidad partidaria (compartida por los presuntos independientes de la temporada) pertenece a una superestructura casi nube, alejada de esas masas que administra y rifa. Juegan el juego nadando a sus anchas en la corrupción. Si la institución misma de los partidos políticos aparece como el mal, nada sería más benéfico que abolirlos.

Según Milosz, los esfuerzos de Simone iban dirigidos a hacer la contradicción lo más aguda posible. Conversa al catolicismo a escala mística, rechaza de raíz a la Iglesia (y la culpa de instigar la idea partidaria desde la Inquisición). También rechaza el judaísmo de donde proviene, no soporta a ese dios tan vengativo. Su comunismo confronta la teoría de Marx y sobre todo su materialización en Stalin. Brigadista internacional en la Guerra Civil española, siendo crítica de comunistas, anarquistas y socialistas chocó con la izquierda francesa y desenmascaró a la derecha intelectual. Tanto su tocaya De Beauvoir (fueron juntas al colegio) como Sartre la desdeñaron (aunque éste llegaría a parecidas conclusiones 30 años después): No se salva del sufrimiento aquel que insiste en la justicia y la verdad, contra lo cual el sistema de partidos estableció duras penalidades para escarmentar las insubordinaciones. Esta penalización se extiende a todas las esferas de la vida: carrera, afectos, amistades, reputación, la apariencia del honor, a veces causa la pérdida de la familia. El Partido Comunista desarrolló el sistema a la perfección.

Weil se va al principio de todo, por fuera del parloteo de los políticos: Una constitución democrática es buena si, en primer lugar, permite a la persona alcanzar un estado de equilibrio (entre la voluntad individual y la colectiva); sólo entonces se cumplirá la voluntad de pueblo.