Opinión
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Acuña, Rosario y el cianuro
E

n una excelente nota a propósito de las consabidas celebraciones del 10 de mayo y de los cambios semánticos y valorativos que sin duda presenta hoy día la maternidad, la politóloga Soledad Loaeza menciona la frase mi madre como un dios con la que termina el famosísimo nocturno a Rosario, de Manuel Acuña, uno de nuestros poetas románticos mas leídos, tanto así que el nocturno a Rosario lo aprendíamos de memoria (también otros poemas) desde la escuela primaria, costumbre por cierto muy buena: memorizar poemas.

La conversación me llevó a revisar la visión de Manuel Acuña y de Rosario de la Peña y Llerena, escritora ella misma, quien fue musa de buena parte de los poetas mexicanos del Romanticismo, comenzando por El Nigromante.

Se le conoce como Rosario la de Acuña por la celebridad del poeta coahuilense, cuya obra es corta en relación con su fama. Esta tiene como premisa muy principal el hecho de su suicidio, llevado a cabo entre el 5 y el 6 de diciembre de 1873 en el cuarto 13 del llamado patio de los naranjos en lo que entonces era la Escuela de Medicina, ubicada como se sabe en el ex palacio de la Inquisición, comentado cuidadosa y documentadamente por el autor de un ensayo novelado y biográfico del poeta y lingüista Marco Antonio Campos. En su libro Las ciudades de los desdichados dedica un amplio capítulo a Acuña.

Sería deseable que lo retomara abundando sobre ciertas cuestiones que pudieron tener que ver muy directamente con la decisión definitiva que Acuña tomó, antecedida tanto por decires suyos, como por ciertos hechos, como una crítica aniquiladora a su obra de teatro titulada El pasado, alabada y hasta laureada en el Teatro Principal cuando se estrenó y luego, al ser repuesta un año después, objeto de una reseña aniquiladora del periodista Enrique Chavarri.

En criterio del siglo XXI, dice Marco Antonio Campos, la pieza tiene valor nulo, así que podemos interpretar que Acuña no era muy objetivo, pues también era manifiesto que la receptora de su Nocturno no lo amaba, cosa que le declaró abiertamente, entre otras razones de atracción momentánea por otro poeta, porque aún guardaba luto por quien se dice fue el amor de su vida, Manuel Eduardo Gorostiza, quien murió románticamente de una estocada a raíz de un duelo.

A la renuencia amorosa de Rosario se sumaba la muerte ya no muy reciente del padre de Acuña, quien recibió homenaje fúnebre a través de un soneto que contiene los siguientes versículos: “Padre… Mi alma estremecida te manda su cantar y sus adioses…”, en otro decir le confesó: tú eres el dios (sic, sin mayúscula) que amo.

Acuña también dedicó el que quizá sea el mejor de sus sonetos A un cadáver, inspirado en el difunto joven que contempló tendido en una mesa de disección en la Escuela de Medicina, en tanto que comunicaba a un amigo suyo, abogado en Saltillo, que sufría mucho el pobrecito… es decir, él mismo, quien con todo y el sufrimiento además había embarazado a otra poeta, Laura Méndez, con quien procreó un hijo que murió a los tres meses de nacido.

Acuña sí le dio el nombre, pero parece que ni siquiera llegó a verlo en razón, entre otras, de que murió antes que el bebé y además debe haber estado muy ocupado no sólo escribiendo sus últimos renglones y las cartas de aviso indispensables acerca de su suicidio, que cuidadosamente ornó con una cintilla negra.

El nocturno que empezó a circular, a llamar la atención y a memorizarse tres meses antes del suicidio de Acuña, es famoso porque según los especialistas es un sortilegio rítmico y eso lo hace sensiblemente aprehensible, pero su fama en todo caso adquiere dimensiones apoteóticas debido a que Acuña calculó perfectamente y hasta de sobra la dosis de cianuro necesaria para acabar de una vez por todas son su flojera existencial, al parecer, creo yo, no le gustaron ni solió practicar mucho los actos físicos de la medicina, como ascultar, curar heridas, adentrarse en las vísceras, atender partos, primeros auxilios, efectuar traslados, transfusiones o purgas, cuestiones menos especulativas que meditar sobre la caducidad y las transformaciones de la materia, algo sin duda filosóficamente importante.

Fue parco en la nota que dejó explicando que a nadie debía culparse de su muerte, pero tal vez pese a las obvias declaraciones de Rosario, quien dejó explicitado que no lo amaba (pero lo respetaba como poeta y recibía sus visitas) Acuña, pródigo en cuanto a dedicar poemas, escribió el Nocturno como medida precautoria para dejar imagen romántica que semiexplicara precisamente a su madre, a quien veneraba, su decisión postrera.