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Los espléndidos 90 años de Teodoro González de León
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Teodoro González de León en una entrevista con La Jornada en 2006Foto José Antonio López
–¿Q

ué comes en el desayuno?

–Un huevo pasado por agua al que le echo pedazos de pan tostado que es una delicia.

–¿Café?

–Nunca.

–¿Leche?

–Menos. Tomo té.

–Cuando te llamé ayer a las nueve de la mañana respondieron que todavía estabas en la piscina.

–Nado todos los días. Antes de nadar hago ejercicios.

–¿Siempre has sido así?

–Al cuerpo hay que cuidarlo, flexibilizarlo, cachetearlo, y eso es lo que hago. Nado desde que tenía 17 años, antes iba al Junior Club, pero a mi casa de San Ángel ya le puse alberca y ahora a ésta también.

En un segundo me entero de que Teodoro González de León consume cereal seco con un plátano dominico diario para el intestino, nunca sorbe jugo de naranja por la acidez, y en la noche, antes de dormir, toma fruta, pero no cualquier fruta: una manzana. También jugo de jitomate. Diario, antes de entrar a la alberca hace ejercicios –tensiones dinámicas– que le enseñó la ortopedista Silvia –estupenda y especialista en torceduras. ¿Por qué tanta información dietética y gimnastica? Porque Teodoro González de León cumple 90 años el 26 de mayo y está como quiere. También gozan de cabal salud sus edificios en la ciudad de México. Cuando le pregunto por la arquitectura me dice: Es la pasión la que me mantiene vivo, y me asegura que cada proyecto es nuevo: Cada vez que empiezas descubres otras cosas y entiendes lo que antes no sabías. Inquiero si es feliz y responde severo: Estoy bien. ¿Feliz? Esa palabra no va conmigo. Quisiera otra para decir que estoy interesado en la vida. La felicidad para mí sería conocer la quietud y yo nunca descanso. Ahora mismo salgo a San Petersburgo.

Así como el Marqués de Carabás era dueño de todas las tierras por las que iba pasando, podría preguntarse en la ciudad de México: ¿De quiénes son estos edificios?, porque todos son de Teodoro González de León: el Auditorio Nacional; el del Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores; el del Fondo de Cultura Económica, en el Ajusco, el de El Colegio de México, que ahora va a consagrarse; el Pantalón, en Arcos del Bosque; la torre con una saeta atravesada en sus dos piernas en Arcos del Bosque II; el Museo Rufino Tamayo; el Museo Universitario del Arte Contemporáneo; el proyecto inicial de Ciudad Universitaria con Armando Franco, cuando apenas cursaba la carrera en la Escuela de Arquitectura de San Carlos, y tantos más que es imposible llevarle la cuenta.

Miembro de El Colegio Nacional y amigo de Octavio Paz, Rufino Tamayo, José Luis Cuevas, Enrique González Pedrero, Alí Chumacero, Alejandro Rossi, Ramón Xirau, Juan Soriano y Marek Keller, Teodoro González de León –también pintor– ha ganado y sigue ganando un sinfín de premios internacionales, como el Premio Universidad Latinoamericana, el Latinoamericano de la Bienal de Buenos Aires, dos veces el Gran Premio de la Academia Internacional de Arquitectura en las bienales de Sofía, Bulgaria, en 1989 y 1991, al mismo tiempo que construía la Sala Mexicana del Museo Británico de Londres y las embajadas de México en Brasilia, Belice y Berlín, pero el proyecto de sus inicios, el de Ciudad Universitaria, a finales de 1946, cuando Mario Pani era el rey de la creación arquitectónica en México, el primero de todos, el más cercano a su corazón.

–Nunca tuve duda vocacional, primero estudié con los lasallistas, pero para estudiar arquitectura fui a San Carlos y vi en su patio a la Victoria de Samotracia, un yeso muy notable sacado de un molde hecho a finales del siglo XIII, en París, uno de los últimos que se hicieron. Carlos Lazo trajo en barco los últimos yesos del original. Nunca volvieron a hacerse, Situada en el mero centro del patio, en las dos esquinas se erguían La aurora y El crepúsculo, y dije: Esto es lo mío.

“Las dos escuelas, la de artes plásticas y la de arquitectura estaban juntas en el mismo edificio, después se divorciaron, pero yo estudié grabado con Carlos Alvarado Lang, a pesar de que yo era un jovencito y él era director de la Escuela de Bellas Artes. Su taller de grabado era un lugar celestial para mí. Hice varios grabados con él. Simultáneamente hice la carrera de arquitectura, cosa que nadie hacía. Seguí dibujando en la Escuela de Artes Plásticas, las dos en el mismo edificio, pero muy separadas, porque todos los de arquitectura eran popis, todos, bueno, casi todos; en cambio todos los de artes plásticas eran de clase media y pobres. Dos grandes bailes cerraban el fin de año, el de arquitectura, un baile de etiqueta, sangrón, muchachas vestidas de blanco; en cambio, los bailes de artes plásticas eran un relajo famosísimo. Todos íbamos disfrazados.”

–¿Nunca fuiste a un baile de arquitectura?

–No, Elena, no fui un niño bien porque mi padre era un abogado modesto que vivió 86 años y murió sin nada. No tenía un centavo. Mi madre era de misa diaria y de rosario a la hora del crepúsculo, que reunía a toda la familia. Muy pronto me desprendí de la religiosidad de mi madre, me volví agnóstico, porque me aburría terriblemente en misa y me decía: ¿Por qué sigo en esto? ¿Por qué tengo que aguantarlo? Hubo un momento en que me dije –me acuerdo muy bien–: si todas las religiones dicen que son la verdadera, todas son falsas entonces. Ese fue el argumento que más me liberó y mi madre no te imaginas cómo se puso. Mi madre era piadosísima, iba a misa diario, rezaba rosarios diario, nos hacía ese martirio a todos cuando éramos chicos.

“Mi madre, que se llamaba Paz Miranda y de Teresa (como los Tovar y de Teresa), tenía unos cajoncitos llenos de tarjetas postales que eran una belleza, entonces me sabía yo Francia de memoria. Viajó con su padre y su abuelo a Bélgica, a Alemania y, sobre todo, a Francia, entre 1903 y 1918. En ese tiempo los franceses odiaban a Alemania y los alemanes odiaban Francia, era espantoso, y mi madre siempre detestó a los alemanes por la guerra y dijo cosas horribles de ellos, nunca pudo aceptarlos. Aunque pasó toda la guerra como colegiala metida en un convento, sufrió como si fuera francesa.

“Esas postales iluminaron mi historia de Francia y las memoricé, por eso, cuando llegué a París con una beca en 1948, desde el momento en que descendí en la estación de St. Lazare, lo vi vacío, casi sin automóviles por la guerra, los que había eran negro mate; el olor de París todavía lo recuerdo. Huele como algo a desinfectante. Todavía, en ciertas estaciones del Metro, todavía ahora, huele a eso. Le Corbusier, con quien trabajé, también me hablaba del olor de París. Yo ya conocía a Le Corbusier por la biblioteca de la Escuela de San Carlos en México; había memorizado todos sus libros y terminé de aprender francés en las calles de París. Trabajé con Le Corbusier 18 meses. Era amable, pero bastante silencioso. Una frase que decía mucho era: ‘¿Qué hacen? ¿Por qué no llegan temprano aquí? ¿Qué tanto hacen? ¿Qué hacen en la calle?’ Nos regañaba amablemente. Ahí aprendí que la arquitectura se hace en silencio. Él llegaba a donde estaba mi mesa de trabajo con sus colores en una mano y en la otra el lápiz y veía el dibujo que estaba yo haciendo. A veces permanecía un cuarto de hora sin decir nada, luego se iba: ‘Bien, continúe’. A veces me entregaba un papelito con un garabato: ‘Pase esto al dibujo. Véalo bien, ahí está todo’. Un pedazo de servilleta, por ejemplo. Lo estudiaba bien hasta que lo entendía: ‘¡Ah, aquí está esto, por aquí entra lo otro!’ No te imaginas qué tipo. Me regaló tres dibujos, los tengo en la casa. La próxima visita que vengas que sea en mi casa para que veas mis cosas.

“Antes de que fundaran Ciudad Universitaria, cuyo primer proyecto es obra mía y de Armando Franco, me la pasé en la biblioteca de San Carlos; fantástica, bellísima, preciosa, con cuadros de pintores mexicanos. Estaba el museo abierto todos los días, entonces entre clases yo me metía al museo cuidado por un solo vigilante, del que me hice amigo, y ahí veías los Goyas, la colección de San Carlos. De veras era muy enriquecedor estudiar en ese lugar, claro, si te interesaba el arte. También amo los libros. Nadie de mis compañeros se metía al museo. Yo, por lo menos cada 15 días me daba mi vuelta y ahí agarré el vicio de ver museos, que lo sigo teniendo. Yo viajo para ver museos, para oír conciertos y para ver cine también, porque en México ya me queda muy lejos la Cineteca, me da flojera ir hasta la Cineteca, pero cuando viajo, tengo el día libre, puedo escoger. Viajo cuatro o cinco veces al año, fuera de México. Cuando sé, por ejemplo, que hay un nuevo edificio en España, en Nueva York, en Madrid, lo voy a ver. Las revistas las recibo para informarme, pero la arquitectura tienes que verla, que transitarla, para sentirla. Ver ciudades para mí es indispensable. Por eso conozco muy bien la obra de Zaha Hadid, una genio, buenísima arquitecta, Zaha Hadid, a quien conocí y traté y admiré, porque era muy inteligente, platicaba muy bien. Además de las formas que inventó, complejas y redondeadas, descubrió una manera distinta de presentar la arquitectura, entre abstracta y real, una forma muy bella, muy inteligente. Zaha Hadid se formó en Londres, me pareció muy culta. Toda su educación la hizo en Londres, aunque nació en Bagdad en tiempos del sha, el que acabó viviendo en Cuernavaca, en México, un tiempo. Ella tenía 65 años cuando murió de una gripa, hazme favor. Esa sí es una pérdida.

Te contaba que Armando Franco y yo hicimos el plano conceptual de Ciudad Universitaria en 733 hectáreas, en el sur de la ciudad, por el que Villagrán García, el gran arquitecto, nos hizo ganar el concurso, aunque éramos muy jóvenes, pero eso te lo cuento en otra ocasión. Sucedió entre 1940 y 1946, cuando en México se pensaba en grande.