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Monjes y charros
A

l circular por la poco agraciada avenida Izazaga, de salida del Centro Histórico, aparece en una esquina una hermosa fachada barroca, con un campanario, cúpula y arcos de piedra en dos plantas. Es lo que queda del antiguo monasterio dedicado a la Virgen de Montserrat, que se fundó en el siglo XVI bajo el patrocinio de Diego Jiménez y Fernando Moreno, compañeros de Hernán Cortés en la conquista. Amasaron una gran fortuna y ya viejos decidieron darle un empujoncito a su acceso al cielo con esta noble fundación.

La imagen de la Virgen fue traída de Cataluña, España. Cuentan las crónicas que casi siempre se encontraba cubierta por tres velos, que sólo se retiraban los principales días de fiesta; debajo de ellos, la venerada figura deslumbraba por su amplia variedad de trajes y las finas alhajas con que la adornaban.

El convento se inició con frailes agustinos y a la llegada de los padres benedictinos en 1614 se les entregó para que establecieran un monasterio-escuela. Formaron varias generaciones de jóvenes, a quienes además de enseñarles la doctrina cristiana y las letras, instruían en música y canto. A algunos los ponían a copiar manuscritos antiguos y a otros al cultivo de la tierra. Se dice que aquí se aclimataron varias especies del viejo continente, como la ciruela llamada de España.

A partir de 1821 en que el convento se cerró, el edificio se dedicó a usos diversos, entre otros: cuartel, sede de la Federación Socialista de los Trabajadores y finalmente vecindad. Fotografías antiguas muestran que la fachada fue demolida en su mayor parte para ampliar Izazaga. En 1931 se le declaró monumento colonial y el templo se cerró al culto, debido a conflictos religiosos que se suscitaron en esos años.

El inmueble estuvo prácticamente en el abandono hasta 1970, cuando se le cedió a la Federación Mexicana de Charrería, que decidió instalar un museo. Fue inaugurado en 1973 con el propósito de preservar y promover el deporte y la tradición de esa práctica, con la exhibición permanente de arte y artesanías, así como programas de extensión. La mayoría de las piezas han sido donaciones de aficionados: sillas de montar, lazos, sombreros, trajes de charro, armas de fuego, espuelas y mucho más. Sobresalen algunas monturas que son verdaderas obras de arte, trabajadas con plata y finas pieles repujadas. También se muestran atuendos de las mujeres charras y vestidos usados por la china poblana.

Algunas piezas pertenecieron a personajes como el emperador Maximiliano y Francisco Villa. La interesante colección se divide en periodos históricos: Virreinal, Independencia, Revolución y la época actual. La muestra se enriquece con una colección de acuarelas de José Albarrán Pliego. Un encanto adicional es el taller de un sastre charro; sea niño, mujer o adulto, Sebastián Butanda le realiza un elegante traje. La visita permite apreciar la soberbia arquitectura del antiguo templo y un primoroso claustro.

La imagen del charro evoca mexicanidad; es una añeja tradición que se fue conformando desde los primeros años posteriores a la conquista, cuando los españoles establecieron las primeras estancias de ganado mayor. El manejo de los vacunos se hacía principalmente montado a caballo, actividad que tenían prohibida indios, mestizos, negros y mulatos. Sin embargo, esta regla, debido a la necesidad de ayuda para controlar a los animales, en la medida que crecían los rebaños se fue haciendo laxa, por lo que los naturales y las castas tuvieron que ser utilizados, desarrollando gran habilidad en el manejo del equino.

Para el tentempíe de rigor, a un par de cuadras, en San Jerónimo 40, enfrente del Claustro de Sor Juana, se encuentra el café Jerónimas. Moderno y espacioso, ofrece recetas propias en la que sobresalen originales hamburguesas, ensaladas y los generosos bowls con papas y palomitas de pollo. Buenas cervezas artesanales y mezcales. Los precios muy accesibles; un rico desayuno con fruta, chilaquiles y café por ¡35 pesos!