Opinión
Ver día anteriorViernes 6 de mayo de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Congreso de brujas
L

a última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte, la noche comenzaba a cerrar, cada vez más oscura, hasta volverse negra, cuando me dirigí este fin de semana a escalar la montaña que sirve de asiento al templo ceremonial de Malinalco cueva excavada desde adentro, misteriosa, escondida, entre los pedregales, fondo de una larga serie de piedras mayores, hermanas de las del Tepozteco y Xochicalco –Triángulo mágico– y seguramente amantes en la raíz de la tierra pedregosa, hechicera y bruja.

Poco a poco se fueron apagando los ecos del pueblo, las voces de los campesinos que volvían del campo a sus chozas al compás de los huaraches que arrastraban por la tierra, los ladridos de los perros, la campana de la catedral repicadora como pocas, para que reinara el silencio de la noche malinalca y aparecieron la soledad, las brujas malinalcas, enlazadas a las de Shakespeare y Cervantes en mágico espacio temporal que lo hacían vivencial, pero imperceptible.

El viento de la noche parecido a la brisa acapulqueña daba en la cara al subir a la azotea del templo. Contemplé el pueblo, el valle, y sentí el murmullo del ¡aire que llevaba aire! Que respondía al temblor que lentamente se apoderaba de mi cuerpo acompañado de un ritmo cardiaco acompasado, uniforme, pero en pleno galope.

Lentamente perdí el contacto con lo exterior y exaltado, viví como alguien me platicaba en sueños con eco lejano y confusos sonidos inarticulados, de brujas malinalcas en su calle que celebraban su convivió con las brujas de Shakespeare y Cervantes.

Después de tantos años de oír hablar de ellas y no prestarles atención o incluso mofarme de su presencia, parecían hacerse presentes, con palabras extrañas, tonos altisonantes, que repetían una y otra vez, pero que no correspondían a los de mi español, y sonaban a frases inconexas en palabras que salían de la montaña, debajo del infierno ceremonial y cambiaban de sitio si trataba de hablarles.

Traté de descifrar el espíritu de las brujas de Occidente y Oriente. Gestos mágicos que abrían la mente y las dejaban de aprisionar, pero no podía enlazar huellas opuestas. Volar por el valle de Malinalxóchitl y encontrar brujas de Shakespeare y Cervantes que andaban de turistas en el convivió y bailaban con la bruja llorona. Las seguí en todas sus extravagantes evoluciones hasta que en un segundo se me perdieron dejándome prendido como fuego que corría por mi geografía corporal.

Regresé del pasado-presente contemplando a Malinalxóchitl, la reina malinalca, en el vocerío silencio de la montaña malinalca, metálica e hipnotizadora. Fuerza magnética, de la mujer con el erotismo desnudo, a la que Huitzilopochtli –su hermano– dejó en Malinalco, porque lo ahogaba con su fuerza vital. Quedó encerrada y encantada entre los metales, enmascarada de madre abnegada por sus jugos llorosos y en espera de que la liberen del dolor que la desorganiza.

No podía diferenciar las brujas malinalcas de las brujas inglesas y españolas: en todas el aspecto era siniestro y la descripción de las inglesas y la españolas una por Shakespeare y otra por Cervantes son similares con las malinalcas: esqueléticas, de cara chupada, labios sin sangre, dedos sarmentosos, barbas y atuendo tan extraño que no parecen de este mundo: ¿Quiénes son esas tan escuálidas, tan extrañas en su aderezo, que no parecen habitantes de la tierra y, sin embargo, sobre ella se hallan? ¿Viven o son algo que un hombre pueda interrogar? Se diría que ver a cada una de las brujas es como llevarse un dedo a los labios de pergamino. Deben ser mujeres, y, no obstante las barbas impiden creerlo (Macbeth, acto primero escena 3).

Termino con Hamlet ¡Ser o no ser, he aquí la cuestión! ¿Qué es más noble para el espíritu: sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna, o tomar las armas contra un piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas? ¡Morir… dormir no más! Y pensar que con un sueño damos fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituye la herencia de la carne ¡He aquí un término devotamente apetecible! ¡Morir… dormir! (acto 3 escena 1).