16 de abril de 2016     Número 103

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

La derecha que viene


FOTOS: Archivo

Si nos unió el amor, que nos una el espanto.
Jorge Luis Borges

Recuperándose del pasmo en que las sumió el arrollador avance de las izquierdas en los primeros tres lustros del siglo XXI, en los años recientes las derechas del cono sur del continente están a la ofensiva y recuperando posiciones.

A fines de 2015 en Argentina la derecha de Cambiemos le ganó las elecciones al Frente para la Victoria y hoy, con Mauricio Macri, gobierna de nuevo el neoliberalismo. Poco después en Venezuela el Partido Socialista Unificado perdió la mayoría legislativa frente a la derechista Mesa de Unidad Democrática. En Bolivia una mayoría de la que formaba parte la derecha rechazó la propuesta de un cambio constitucional que permitiría una nueva reelección de Evo Morales, mientras que en Ecuador, aunque la mayoría le dio la posibilidad de reelegirse, la oposición a su permanencia crecía y para evitar mayor desgaste el propio presidente Rafael Correa promovió una enmienda para que él no pudiera hacerlo de manera inmediata. Entre tanto, en Brasil el gobierno está bajo asedio pues los conservadores capitalizan las dificultades económicas al tiempo que cargan sobre Dilma Rousseff, Lula da Silva y el Partido de los Trabajadores (PT) toda la responsabilidad por una corrupción que hoy se ventila pero es antigua y endémica.

Paradójicamente, estos retrocesos de la izquierda gobernante son, en parte, resultado de sus recientes avances, pues la mayor base social de las fuerzas conservadoras está en las clases medias robustecidas por las políticas redistributivas de los gobiernos que hoy combaten. Y es también paradójico que sean movimientos sociales capitalizados por la derecha el principal ariete contra unas izquierdas que llegaron al gobierno gracias precisamente a los movimientos sociales.

Cambio de terreno. Durante el siglo XX algunas de las izquierdas más emblemáticas de nuestro continente fueron revolucionarias en la lógica del derrocamiento, mientras que a las derechas se les daba el golpismo en el modo de la dictadura militar. En lo que va de siglo las cosas han ido cambiando. Desde 1998 en que Hugo Chávez, ex golpista militar de izquierda, accedió electoralmente al gobierno de Venezuela, las izquierdas fueron ganando posiciones en las calles pero también por la vía comicial. Y en cuanto a las derechas, si bien operaron dos golpes de Estado exitosos, uno en Honduras (2009) y otro en Paraguay (2012), y trataron de hacer lo mismo en Venezuela (2002) y Ecuador (2013), en donde fracasaron, sus avances recientes en Argentina y Venezuela han sido en las urnas y su apuesta en Brasil, Bolivia y Ecuador también parece ser de carácter institucional. No porque jueguen limpio y respeten las reglas, que no lo hacen, sino porque cuando van en ascenso les resulta útil la legitimidad que otorga moverse cuando menos formalmente en el marco del derecho.

Así las cosas y gracias a que de un tiempo a esta parte la izquierda –tanto la moderada como la radical– optó por los procedimientos democráticos y los defendió con firmeza, en los años recientes la intensa contienda política latinoamericana se desarrolla mayormente en escenarios institucionales regidos por leyes y en el marco del pluralismo democrático. Y algunos pensamos que está bien, pues –como decía Lenin, sí Lenin– siempre que se pueda es preferible luchar por la emancipación en un contexto de legalidad democrática que en uno de discrecionalidad autoritaria.

Pero este nuevo escenario significa que a la izquierda de hoy no le basta “representar” los intereses “históricos” de los trabajadores y comportarse como “vanguardia” celosa de su “pureza ideológica” que encabeza organizaciones de “cuadros”, es decir pequeñas minorías radicalizadas. O dicho de otro modo, que por fortuna el doctrinarismo y el maximalismo se desfondaron como guía para la acción. Ahora la izquierda necesita ganar en las conciencias la batalla de las ideas, ganar en las calles la batalla de las movilizaciones, ganar en las urnas la batalla de las elecciones y si de este modo accede al poder político, combinar su proyecto estratégico de cambio radical con las tareas inmediatas que le señale el mandato popular, pues de otro modo perderá en las calles y los comicios lo ganado en las calles y en los comicios.

Entiendo que la atrabiliaria rudeza del imperio y de las oligarquías endurezca y violente a las izquierdas, tanto si son oposición como si gobiernan. Pero eso es precisamente lo que buscan con sus puyazos: exasperarlas, aislarlas de las mayorías y de esta manera sacarlas de la jugada por la buena o por la mala. Sin duda tuvieron atendibles razones, pero ni el radicalismo doctrinario cuando se es oposición ni la dictadura revolucionaria cuando se tiene el poder me parecen hoy vías transitables.

Los asegunes del movimiento social. Cuando menos desde la segunda mitad del siglo pasado la izquierda reconoce la importancia decisiva que para el cambio tienen los movimientos sociales. Acciones multitudinarias sin las cuales el reciente viraje emancipador en los gobiernos de la mayor parte de los países del cono sur no hubiera sido posible, pero cuyo indudable papel protagónico condujo a sobreestimarlas como factores de transformación y en contrapartida a subestimar el papel de los gobiernos. Hoy en que los mandatarios de izquierda están a la defensiva acosados por el imperio y las oligarquías, y en que los movimientos sociales realmente existentes se han vuelto un activo de la derecha, es hora de repensar las posibilidades y límites del activismo popular.

Los movimientos reivindicativos, precisamente porque no son doctrinarios sino reivindicativos, se sienten a sus anchas oponiéndose al gobierno (o en su momento a los golpistas, en los casos de Venezuela y Ecuador), en cambio los convocados desde el poder siempre tienen algo de acarreo. Simplificando, podríamos decir que los movimientos sociales son antigubernamentales por naturaleza, de modo que cuando gobierna la derecha tienden a ser de izquierda y de derecha cuando gobierna la izquierda.

Y como hoy la izquierda gobierna en varios países sudamericanos, el avance de la derecha va montado en extensas movilizaciones populares. Evidencia incómoda para los movimientistas a ultranza pero que en verdad no debiera sorprendernos. El inmediatismo y particularismo que hacen fuerte a la acción colectiva explican también su decreciente respaldo a los gobiernos progresistas en la medida en que éstos ven reducido su margen de maniobra presupuestaria. Y es entonces, no antes, cuando la corrupción –que por estos rumbos es enfermedad crónica– se torna material incendiario en manos de los restauradores. Lo que se facilita porque los grandes medios de comunicación son de derecha y porque, salvo en Colombia, en nuestros países el Poder Judicial está politizado y es un firme reducto de la reacción.

Entonces, ¿cuál es el motor del cambio social? Cierta izquierda sostiene que los movimientos y sólo los movimientos, pues los partidos y los gobiernos llamados “progresistas” resultaron un fraude. Pero curiosamente en los últimos tiempos la derecha no combate a los movimientos sociales e incluso los convoca y capitaliza. En cambio combate ferozmente a los gobernantes y ex gobernantes de izquierda. ¿Qué pasó?

En la cúspide del llamado neoliberalismo, cuando la soberanía pasaba de las naciones a las grandes corporaciones trasnacionales y a los organismos financieros multilaterales, cundió la idea de que los gobiernos eran figuras puramente decorativas por las que no tenía caso luchar. No era cierto. Salir del neoliberalismo pasa, entre otras cosas, por recuperar las funciones sustantivas del Estado. Y en los lustros recientes la izquierda gobernante del cono sur las recuperó.

Dejo fuera de este somero balance a los partidos de izquierda, que debieran ser protagónicos, porque al acceder al gobierno (PT, Movimiento al Socialismo) o al resultar de iniciativas de gobierno (Partido Socialista Unido de Venezuela) perdieron o nunca tuvieron identidad política propia y autonomía. Ojalá la recuperen o la adquieran. Nos hacen falta.

Tiempo de gobernar. Brutal es la ofensiva política, jurídica y mediática contra Dilma y Lula, contra Evo y García Linera, contra Correa, contra Maduro… Como lo fue en su momento contra Chávez y contra los Kirchner… (Pepe Mujica la libró, quizá por su desequilibradora franqueza y su inobjetable vochito). Porque la derecha sabe dónde está la amenaza más peligrosa para ella y sus intereses. Y en esta coyuntura la amenaza mayor son aquellos líderes que para el pueblo representaron –o representan– una opción viable de gobierno reformador y justiciero. Por ahora, para el sistema la izquierda más temible no es la que protesta airadamente en las calles –y en la que puede montarse– sino la que gobierna, así lo haga con prudencia y una moderación que a algunos parece excesiva.

Durante la década reciente refluyeron los extensos y beligerantes movimientos sociales contestatarios que desde fines del siglo XX desató el neoliberalismo. Acciones callejeras multitudinarias que fueron relevadas por los gobiernos que ellas mismas habían gestado Y los gobiernos hicieron lo que pudieron con la encomienda. No fue poco. Dignidad, soberanía, libertades, democracia, pluralismo político a veces constitucional, renovada conciencia ecológica y por sobre todo un nuevo latino americanismo bolivariano son dimensiones sociopolíticas del viraje en curso. Mudanza que en el ámbito económico se tradujo en recuperación de los recursos naturales y redistribución democrática de una parte de sus rentas, aprovechando para ello la fase expansiva global y la apreciación de las materias primas.

Hubo también insuficiencias, errores y quizá desviaciones que ocasionaron desencuentros. Pero por casi dos décadas el proceso en curso ha sido claramente emancipador. Y por lo mismo la mancuerna imperio-oligarquías está buscando descarrilarlo lanzándose con todo sobre quienes por diez años lo han encabezado. Es decir contra los gobiernos de izquierda y los líderes que los presiden. Esos mismos gobiernos que una parte de la izquierda considera que no son de izquierda.

Porque es fácil confundirse. Veamos un ejemplo. El no boliviano a la reelección –que en cierto modo es un no al presidente y el vicepresidente– fue respaldado por la derecha pero también por las izquierdas desencantadas y por muchos jóvenes descontentos. Y tienen argumentos: entre otros, que la eternización en el poder de un par de personas no es la mejor apuesta. Pero paralelamente se desató en Bolivia una furibunda campaña de desprestigio contra Evo que, apoyándose en comportamientos personales quizá objetables, busca por todos los medios destruir su imagen.

Y algunos zurdos vacilan entre sumarse a las críticas o defenderlo, como dudaron entre votar por el sí o por el no. Pero no debiera haber duda, porque lo que en verdad busca la avalancha contra el presidente aymara –ofensiva semejante a la que enfrentaron o enfrentan Chávez, los Kirchner, Maduro, Dilma y Lula– no es tanto destruir el liderazgo de Evo como destruir la posibilidad de que se repitan liderazgos semejantes. Y no por buenas razones: la izquierda no necesita caudillos sino proyectos, sino por malas razones: los caudillos de la izquierda son peligrosos para el sistema, hay que hundirlos en la mierda.

Defender lo ganado. Argumentar que es por los errores de los gobiernos de izquierda que la derecha nos está arrollando quizá tranquilizará algunas conciencias, pero no detendrá la ofensiva de la reacción. La disyuntiva es clara y no valen matices: o defendemos el proyecto pos neoliberal, mal que bien representado por los gobiernos a los que eligió la izquierda, o nos sentamos a ver como el imperio y las oligarquías acaban con esos gobiernos y nos regresan al neoliberalismo más canalla, que no es el de Cristina Kirchner sino el de Mauricio Macri.

Macri se suma a la falange latina del imperio y torpedea el latino americanismo bolivariano, se allana a los “fondos buitres” sacrificando la soberanía económica del país, devalúa la moneda elevando el costo de la vida y favoreciendo a los especuladores, cede más rentas a la oligarquía agraria, aumenta las tarifas eléctricas, da marcha atrás en la defensa de los derechos humanos, cobija de nueva cuenta al monopolio mediático, despide trabajadores, reprime protestas, encarcela dirigentes… Vayan viendo en este espejo prospectivo a los futuros Macri de Venezuela, de Brasil, de Ecuador, de Bolivia…

Que en la gran movilización brasileña de marzo de 2016 contra Dilma y Lula se haya abucheado a algunos líderes de la derecha no debiera consolarnos. Al contrario, los manifestantes objetan a los conservadores pero están ahí, alimentando en la práctica sus acciones golpistas.

Desde hace alrededor de una década la izquierda gobierna en varios países del cono sur. Y así como nos movilizamos para que corrija los que nos parecen errores (la puesta en valor de la Amazonia en Bolivia y Ecuador, el alza abrupta de los combustibles en Bolivia, la excesiva dependencia de las exportaciones primarias en todos, la prioridad al fútbol y no a los servicios públicos en Brasil, la corrupción imperdonable en gobiernos de izquierda –que paradójicamente la propician al ampliar las atribuciones y recursos del Estado y con ellos las oportunidades de malversarlos–, el autoritarismo progresista…), debemos igualmente aprender a movilizarnos para defender de la derecha restauradora a los gobiernos que elegimos y que justamente criticamos. El oposicionismo a ultranza y por reflejo nos lleva al abismo.

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