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Suspensión de garantías
N

o, no es una sorpresa extraordinaria. En realidad, si examinamos con cierto detalle la evolución de la política mexicana en el tiempo de Enrique Peña Nieto, nos damos cuenta de que esta petición de suspensión de garantías al Congreso mexicano es perfectamente congruente con al menos dos hechos que han dominado su mandato: la impopularidad creciente del Presidente y su acercamiento sistemático y excesivo, casi diría altamente zalamero, con las principales fuerzas armadas mexicanas en sus diferentes versiones: Secretaría de la Defensa Nacional, Secretaría de Marina Armada de México y Estado Mayor Presidencial.

¿Miedo o precaución? Miedo no, creo que nadie se atrevería a decir lo contrario, pero sí una precaución que me parece no se ha visto en México durante varios sexenios. Desde luego, me parece que el hecho de haber formulado esta solicitud al Congreso no abona un ápice al prestigio y a la memoria que quedará del actual Presidente, ya que se trata de un hecho o iniciativa de extrema gravedad que dice más sobre el temperamento del mandatario que sobre la situación real del país. Aquí se aplicaría el dicho entre simpático y vulgar que reza éramos cien y parió la abuela.

Desde luego muchos argumentos podrían armarse para mostrar no sólo la inoportunidad, sino el carácter profundamente imprudente de la medida. Todo el mundo sabe bien que México atraviesa por una verdadera crisis en materia de respeto a los derechos humanos, como han señalado una variedad de organismos cuya respetabilidad y objetividad está fuera de duda. Pues bien, es precisamente en esas circunstancias que Enrique Peña Nieto se propone legalizar una eventual sistemática violación a esos derechos, por vía de leyes especiales y excepcionales como ésta de la suspensión legal de las garantías individuales, que ya en unos cuantos días ha provocado un verdadero escándalo en México, sobre todo entre gente interesada precisamente en la vigencia de los derechos humanos y de las garantías individuales.

Naturalmente no se requiere de gran imaginación para suponer el grado de desorganización, violencia y violaciones a que pudiera llegar el país si fuera aprobada una ley como la referida, enviada al Congreso por el presidente Peña Nieto. Algunos dirán que ya vivimos esa violencia y esa desorganización, pero pensemos a qué extremos llegarían ambos problemas en caso de que los actos oficiales que los materialicen puedan surgir a la luz como hechos legales o plenamente respaldados por la ley. Ya sabemos cómo se efectúan en México estas medidas, y es por esa razón que levantamos enérgicamente la voz para oponernos a esas medidas que, en efecto, sólo son concebibles en un Congreso dispuesto sólo a escuchar la voz del amo, o en otras palabras, a ser víctimas de una manipulación o mayoriteo que se aleja terriblemente de la reflexión y conciencia analítica que en todos los casos debiera ser el eje central y constante de las decisiones del Congreso. ¡Ojalá pueda prevalecer esa responsabilidad y reflexión profunda entre nuestros congresistas!

¿O resulta que el gobierno maneja alguna información puntual que desconoce la ciudadanía? ¿Tan grave como para llevarlo a pensar en medidas de tal gravedad que por lo común son ­irreversibles?

Por supuesto, los partidarios de que se apruebe un estado de excepción en caso de pretendida urgencia o gravedad social, argumentan que resulta mejor para el conjunto social una suspensión de garantías dentro de ciertas normas controladas a dejar la situación al más libre de los albedríos de los altos funcionarios, en especial, en el caso de México, del Presidente de la República. ¡Estoy en absoluto desacuerdo con esa iniciativa! En una situación como la de nuestro país los elementos del estado de ex­cepción, cuando no están definidas ni remotamente en la ley, precisamente aquellos que constituirían el grave estado social o de tensión, que sería una de las condiciones de aplicabilidad de la norma, quedarían sujetos al más libre de los albedríos o criterios de la autoridad, es decir, la situación de la sociedad e incluso del país en su conjunto, en materias tan graves como los derechos humanos o las garantías individuales, quedarían sometidas al arbitrio de la voluntad de las autoridades, sin ninguna defensa o protección para los particulares. En realidad, sin reconocer su nombre, se daría entrada a una situación de práctica dictadura o sumisión social que sería de una gravedad mayúscula para el país.

Por supuesto, repito, quienes son partidarios de la medida alegan que significaría un balance que equilibraría la situación social, en el caso de que alguna autoridad se propusiera medrar o aprovechar de algún caos social grave que llegara a producirse en México. El problema es que en nuestras circunstancias no sólo se aprovecharían de una situación difícil, sino que probablemente en ciertos casos la provocarían o fomentarían para sacar de ella provecho económico o político. A mi modo de ver, la situación en el plano de los abusos y de la violencia llegaría a niveles insospechados. El supuesto mayor rigor en los controles muy pronto se vería que se convierten en sus contrarios: mayores abusos, mayor violencia, menor aplicación del derecho; en una palabra, reforzamiento del caos y del estado de indefensión e inseguridad para la ciudadanía.

Cuando se vive en una situación como la actual, que en muchos casos ha llegado a su límite, resulta casi inconcebible que se piense en situaciones cuya mejor salida sería la suspensión del estado de derecho y de las garantías individuales. Esto sólo se explica por una incompetencia mayúscula y por una situación en que se han abandonado todas las normas fundamentales, no sólo del derecho sino de la ética. Como alguien dijo: Se trata de un cheque en blanco para que haga y deshaga el país a voluntad. Espero que esto jamás llegue a ocurrir, pero nunca se sabe.