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Peña Nieto, las fuerzas armadas y la CIDH
E

l negacionismo oficial sobre la catástrofe humana que vive México y su enorme responsabilidad en ella resultaría asombroso si no estuviera signado por el cinismo. Prueba de ello es la agresiva descalificación del gobierno de Enrique Peña Nieto del reciente informe sobre México de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que ha vuelto a desatar pasiones chovinistas y patrioteras en sectores de la clase política, el estamento castrense y la ­comentocracia.

En el marco de una impunidad estructural, sistémica y casi absoluta que desde la guerra sucia de los años 70 ha permitido la repetición de graves crímenes como la tortura, las ejecuciones sumarias extrajudiciales y la detención-desaparición forzada de personas, el informe de la CIDH exhibe como incidentes emblemáticos de la militarización y la violencia de Estado en México los casos Tlatlaya, Iguala, Apatzingán, Ostula y Tanhuato. Señala la colusión de agentes estatales con grupos criminales, así como las múltiples y graves deficiencias de las investigaciones en casos como los mencionados, pero también la simulación en la procuración de justicia y la falta de rendición de cuentas conforme a los estándares internacionales.

En respuesta, en un comunicado emitido el pasado 2 de marzo por la Procuraduría General de la República y las secretarías de Gobernación y Relaciones Exteriores, el gobierno afirmó que el informe de la CIDH parte de premisas y diagnósticos erróneos, su metodología es sesgada e ignora 50 años de avances, desafíos y cambios estructurales en México.

Entre líneas, de la lectura de ambos documentos se desprende que el mayor punto de colisión entre el gobierno federal y la CIDH tiene que ver con el papel y el prestigio de las fuerzas armadas mexicanas, reivindicados además de manera laudatoria por su mando supremo, el Presidente de la República, en recientes entrevistas y diferentes discursos durante el sexenio.

En su informe, la CIDH afirma que en muchos casos los grupos de la economía criminal actúan en aparente colusión directa con autoridades estatales, o por lo menos con la aquiescencia de éstas, y cita el caso Ayotzinapa como ejemplo emblemático de dicho pacto secreto para perjudicar a un tercero, ya que, según la versión oficial de la PGR, la policía municipal de Iguala estuvo coludida con un grupo delincuencial para desaparecer a los (43) estudiantes. Asimismo, según el GIEI (Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes), autoridades de la policía estatal, federal y del Ejército habrían acompañado los incidentes. Por tanto, también podrían haber estado en colusión con grupos del crimen organizado.

La sombra de una eventual colusión entre militares y el grupo delincuencial (Guerreros unidos) en Iguala está implícita en distintas partes del documento. La CIDH reitera su llamado al Estado mexicano para que permita que el GIEI entreviste a oficiales y soldados del 27 batallón y visite el cuartel ubicado en Iguala, decisión que, según recalcaron en octubre pasado representantes gubernamentales durante una audiencia pública del organismo en Washington, recae en el Presidente de la República, quien es el comandante supremo de las fuerzas armadas por mandato constitucional, y no en los líderes castrenses.

Según la CIDH, la intervención de la Sedena y la Semar en tareas de seguridad pública durante la guerra a las drogas de Felipe Calderón llevó a una militarización del país y a graves violaciones de derechos humanos, debido a que por su naturaleza las fuerzas armadas carecen del entrenamiento adecuado para el control de la seguridad ciudadana. El entrenamiento que reciben (los soldados) está dirigido a derrotar al enemigo, y no a la protección y control de civiles, entrenamiento que es propio de los entes policiales.

Destaca también la falta de rendición de cuentas de la Sedena y la Semar en actuaciones fatales y con un muy alto índice de letalidad, al margen de lo que dispone el Manual del uso de la fuerza de aplicación común a las tres fuerzas armadas, así como la frecuente alteración de la escena del crimen en hechos con personas civiles para que aparezcan como producto de una confrontación (como en Tlatlaya), lo que podría buscar encubrir ejecuciones extrajudiciales o un uso excesivo y desproporcionado de la fuerza letal. A ello se suma la falta de acceso a la información sobre esos hechos (amparados en mecanismos como el secreto de Estado o la confidencialidad por razones de seguridad nacional), lo que impide a su vez investigar la cadena de mando militar para deslindar la posible responsabilidad de los superiores por hechos ilícitos cometidos por sus subordinados.

Entre sus recomendaciones la CIDH pide al gobierno un plan concreto para el retiro gradual de las fuerzas armadas de las tareas de seguridad pública (en vigor desde 2005) y reorientar el abordaje del tema de las drogas, pasando de un enfoque de militarización y combate frontal a uno con perspectiva integral, de derechos humanos y salud pública sobre las adicciones y el consumo sin fines de distribución.

Contra su voluntad, bajo escrutinio internacional y en medio de fuertes presiones del alto mando de la Secretaría de la Defensa Nacional, cuyo titular, general Salvador Cienfuegos, habría amenazado con renunciar en septiembre último si el Presidente autorizaba que el GIEI entrevistara a sus soldados por el caso Iguala, Peña Nieto se enfrenta a la decisión de romper de un tajo el verdadero nudo gordiano de la violencia en México: la militarización.

Tal vez a ello obedecería la declaración del secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio, de que la mal llamada guerra a las drogas (de Calderón) partió de un diagnóstico equivocado y de una estrategia mal diseñada que generó una escalada de violencia sin precedente. ¿Habló por Peña Nieto? ¿Se dio cuenta después de tres años de aplicación de esa misma estrategia militar? ¿Desmarque, ruptura, simple oportunismo? ¿Se fragua un nuevo gatopardismo?