Opinión
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En el fondo sólo un grito
¡Q

ué tristeza! Qué bien nos haría a todos hacer un examen de conciencia y aprender a decir ¡Perdón, perdón hermanos! El mundo de hoy despejado por la cultura del descarte, los necesita a ustedes. Así hablaba el papa Francisco a los indígenas de Chiapas y posteriormente los escuchaba en sus propias lenguas: tzotziles, tzeltales, tojolobales…

Habría que preguntarse si la exclusión en que viven los indígenas hace siglos por parte de 1 por ciento que disponemos de 50 por ciento o más de la riqueza del país, les permitirá perdonar. Indígenas peregrinos con los pies devorados por hongos, callos, ojos de gallo, escoriaciones, cortadas, infecciones y demás clientela de los pies que siguen su peregrinar y deambulan sin zapatos, maquillados por el polvo de los caminos. Más a pesar de todo siguen peregrinando y al mismo tiempo viviendo en la quietud y el reposo sin fin.

“…que en el fondo no hay fondo
no hay nada sino un grito,
un grito, otro deseo”

Luis Cernuda

Las consecuencias de dicha exclusión para los indígenas chiapanecos, oaxaqueños etcétera, son el aislamiento, la desesperación y la inmersión cada vez más profunda en un mundo interno ya de por sí caótico. Las vivencias en lo familiar: la principal preocupación es la sobrevivencia día con día. La muerte, realidad que se hace presente a cada momento, por falta de alimentación, enfermedad o violencia cotidiana, incrementada a lo largo y ancho del país.

La experiencia familiar es vivida como medio para alcanzar seguridad. Cuando esta aspiración se ve frustrada se vuelca a una nueva generación, inmersa en los mismos duelos y carencias que viene a empeorar las condiciones precarias y angustiosas en que viven. La ciudad con sus enormes problemas sin solución modifica la vida de estas familias en búsqueda de alimento que dejaron atrás tierras, espacios, costumbres y símbolos. Todo esto agregado a su bajo nivel de escolaridad ocasiona que realicen actividades ocupacionales no relevantes para el sistema. En este escenario los indígenas son víctimas de mayor explotación, generando más rabia a punto de explotar desde siempre e insatisfacción con la concomitante elevación de niveles de ansiedad, frustración y depresión traumáticas.

Reflexionando con Paul Ricœur (Memoria, historia y olvido, FCE) se puede decir en su formalidad seca e implacable sin piedad: el perdón perdona sólo lo imperdonable. No se puede, o no se debería perdonar, no hay perdón, si lo hay más que ahí donde existe lo imperdonable. Vale decir que el perdón debe presentarse como lo imposible mismo. Porque, en este siglo, crímenes monstruosos, imperdonables por ende, no sólo han sido cometidos, sino que se han vuelto visibles, conocidos, recordados, nombrados, archivados por una conciencia universal mejor informada que nunca. Crímenes a la vez crueles y masivos parecen escapar por que se ha buscado hacerlos escapar en su exceso mismo de toda justicia humana. La invocación al perdón se vio por eso, por lo imperdonables, reactivada, re-movida, re-acelerada. ¿Y no es un crimen la desigualdad socioeconómica cultural en que vive 70 por ciento de la población mexicana?

Esta hostilidad destructora sólo puede dirigirse al rostro del otro, el otro semejante, el prójimo más próximo. ¿El perdón debe entonces tapar el agujero? ¿O bien dar lugar a otra paz, sin olvido, sin amnistía, fusión o confusión. Es claro que nadie se atrevería a objetar el imperativo de la reconciliación. Es mejor poner fin a crímenes y discordias. Pero, “creo hay que distinguir entre el perdón y el proceso de reconciliación, reconstitución de una salud o de una ‘normalidad’ por necesaria y deseables que puedan parecer a través de las amnesias o el trabajo del duelo”, dice Ricœur. Un perdón finalizado no es un perdón, es sólo una estrategia política, una economía sicoterapéutica? O sea no sólo es pedir perdón de lo imperdonable.