Península Maya
la memoria como territorio


Don Benito Peralta charla con Trinidad Ochurte
en Santa Catarina, BC, 1992.
Foto: Roberto Córdova-Leyva

Ramón Vera-Herrera

Blanca Flor, Bacalar, Quintana Roo, enero, 2016.

Tras 169 años del inicio de la Guerra de Castas (una rebelión indígena de proporciones siderales para el entorno independentista del siglo XIX mexicano), mucha agua subterránea corrió ya por la Península de Yucatán, ese espacio donde se mantienen vivas y en resistencia las comunidades mayas hoy compartimentadas (nomás en apariencia y por burocracia) en Yucatán, Campeche y Quintana Roo.

En cinco siglos, los gobiernos sucesivos se empeñaron en borrar de la memoria los levantamientos y la resistencia maya en toda la península.

Chan Santa Cruz, por ejemplo, centro simbólico de uno de los más álgidos momentos de la Guerra de Castas (rebautizado Felipe Carrillo Puerto en honor del gobernador socialista de Yucatán entre 1922 y 1924 que se enfrentó a los finqueros y reivindicó lo maya), ahora es el sitio donde se aplican programas y más programas asistencialistas e individualizantes con tal de que el recuerdo de la Cruz Parlante se desvanezca por siempre.

Tal es el empeño de borronear la historia que a la mítica Kisteil (lugar de origen de la rebelión de Jacinto Canek, acaecida unos cien años antes de la Guerra de Castas) la arrasaron y quemaron hasta sus cimientos para desaparecer su memoria. Fue tan total el borrón que el sitio estuvo abandonado por años. Cuando la gente comenzó a regresar el gobierno la rebautizó Kantrix 2, comisaría perteneciente a Yaxcabá, y ni siquiera apelando ante el Congreso se logró que el gobierno de Yucatán aceptara la existencia de Kisteil. Se comportó como si nunca hubiera existido.

Pero los territorios atesorados por la imaginación colectiva son los más impregnados en las raíces de la permanencia porque mantienen viva la llama de la insumisión.

Hoy, la Península bulle de ámbitos comunes en busca de su identidad maya. La reivindicación es lingüística, histórica, agraria: saberes tradicionales atesorados por el pueblo maya en su devenir contemporáneo. Sus comunidades, mayoritariamente ejidos, flotan por encima de semejanzas y diferencias y fluyen las fronteras invisibles de las tres entidades reivindicándose como un solo pueblo.

Las viejas encomiendas que les robaron las tierras y los sometieron a servidumbres, cambiaron de signo. Las sustituyeron las grandes corporaciones a las que los programas de gobierno les abren margen de maniobra mientras socavan las estructuras tradicionales y comunitarias de los poblados con el objetivo de desmemoriarlos y dividirlos, para que cada quien esté solo ante leyes amañadas.

Si la Revolución les erosionó en alguna medida la idea de ser mayas tradicionales al convertirlos en campesinos ejidatarios sin más pertenencia que su clase rural y sus parcelas, los nuevos programas (Servicios Ambientales, REDD+, Procampo hoy Proagro, Progresa hoy Prospera) buscan fragmentar sus esfuerzos y volver imposible una fuerza común ante las amenazas.

El Procede, por ejemplo, insiste en que la “propiedad colectiva”, como la del ejido, no garantiza el pleno dominio. Que hay que individualizar las parcelas para que así, “estas tierras aunque no las trabajen, puedan seguir siendo de ustedes”, les dicen los funcionarios, sabedores de que la propiedad privada es más susceptible de ser arrebatada. Así, a los años, mucha gente se fue a las ciudades a trabajar, entrando en una desmemoria que ya no mira la tierra como territorio sino como meros terrenos. Con el tiempo, esa gente comenzó a rentar o a vender, en pleno desapego.

En este contexto adverso, varios ejidos y organizaciones de la Península, en particular de Quintana Roo, se reunieron en el ejido Blanca Flor a mediados de enero para visualizar lo que sigue en el proceso de amparo contra la siembra de soya transgénica que, igual que en Yucatán y en Campeche, afecta gravemente las poblaciones de abejas y la producción de miel, y causa daños visibles en la salud por la gran cantidad de agroquímicos utilizados —entre ellos el Faena, que incluye el temido glifosato, componente del Agente Naranja usado por Estados Unidos como arma de guerra en Vietnam.

La gente sabe que con el proceso en curso, mientras el juez de distrito determina si procede el amparo, las empresas hacen lo posible por dilatar la resolución mientras buscan acomodarse en la región y sembrar otra temporada más, toda vez que no se ha obtenido todavía la suspensión de actividades.

Situaciones semejantes están en el aire en diversos procesos de defensa territorial, como en el caso de las eólicas en el Istmo de Tehuantepec, o en las carreteras que pretenden construirse pese a la resistencia de Xochicuautla en el Estado de México o Tepoztlán en Morelos. ¿Consulta o no consulta? Qué pasa con el principio precautorio que implica no entrar a un contrato, un desarrollo, un megaproyecto, un programa que entrañe riesgos o afectaciones indeterminadas para las poblaciones impactadas por tales procesos. Las corporaciones están tan consentidas por las estructuras jurídicas y comerciales del Estado mexicano que exigen que sea la gente quien demuestre que le están causando un daño cuando que “deberían ser las corporaciones las que demostraran que sus proyectos no causan perjuicios”, como dijo el abogado Jorge Fernández Mendiburu.

Intervienen ejidatarias y ejidatarios: en su voz se aclara el argumento de que la consulta como un instrumento en manos del Estado sólo sirve para legitimar los proyectos que el propio Estado o sus empresas asociadas emprenden, porque todo el proceso está fabricado para legitimarse ante la mirada nacional e internacional.

La gente reivindica lo crucial. “El punto es otorgar o negar el consentimiento; uno previo, libre e informado como componente de una libre determinación. Que no esté condicionado a metodología alguna ni sea presionado en ninguna forma; que cuente con un proceso abierto para informar con toda transparencia y rendimiento de cuentas lo que el proyecto implica, y que sea verdaderamente previo, antes de siquiera poner en marcha el proyecto en su preparación: sólo así podría considerarse un consentimiento con pleno conocimiento de causa”, recalca el abogado Raymundo Espinoza.

Pero la gente sabe que no es fácil. Que mientras tanto se atacan las estructuras agrarias, se preparan los dispositivos de fragmentación social con corrupción, desinformación, división ideológica y precarización de las personas y los colectivos a los que cada vez les resulta más penoso solventar su aquí y ahora.

Sabedoras de todo lo que se cierne, las comunidades ejidales se preparan abriendo espacios de reflexión y balance, organizando sus esfuerzos y sus argumentaciones políticas y jurídicas, repiensan sus núcleos agrarios y sus autoridades tradicionales, y apelan a la memoria de su territorio.

La preocupación más urgente es el envenenamiento que vienen sufriendo por los agroquímicos pero sobre todo, como dijo uno de los ejidatarios en la reunión: “Es que nos alteran nuestra vida cotidiana, porque no necesitaríamos traer abogados ni invertirle tiempo a detener a las empresas. Nuestros niños nacen mal, nuestras abejas se mueren, nuestra miel está contaminándose sin que nadie haga nada. Estamos sufriendo enfermedades bien raras. Tenemos que salirnos de los tiempos de los procedimientos para que nuestra voz pueda resonar. Estamos aventándole pedradas al gigante, y habremos de quitarnos para que no pueda respondernos tan mal como acostumbra. Pero si estamos juntos tal vez le podamos dar la vuelta al gigante”.

En el fondo de las preocupaciones, y de la acción concreta que se les viene encima, la gente sabe que recuperar la memoria territorial, más allá de las parcelas o la propiedad ejidal, es recuperar el camino, la historia, del pueblo maya como era y puede seguir siendo, para no terminar desmemoriados y sin trabajo en los cordones de miseria de las ciudades a donde los quieren aventar.