Yokib’ la entrada
Hermann Bellinghausen
Bajorrelieve en el río Usumacinta, Guatemala, 2015. Foto: Ojarasca |
Río de monos
En su prontitud las lianas
caídas al desgaire
dan de qué cantar
y siempre quieren más.
Río de monos y gargantas grandes
universo de espesas aguas lentas.
Casa del agua rápida, oscura, última.
El agua gorda. El agua rota.
Río desesperadamente hijo
de dos patrias,
bisnieto de cien naciones
alucinadas,
desciende directo del cielo
y el suelo,
preso el cuerpo en mil ramas atadas
a la roca del nacimiento.
Nombres sin calma ni fama.
Chixoy de las maravilladas caras,
Lacantún en mansa inmensidad
a pocos siglos de distancia,
La Pasión bajando a la sombra del Ceibal,
o una esquina remota
en nadie sabría qué Ixcán.
Camino primordial e incontrolable
cautivo de la frontera,
entre su Lacandón y nuestra Lacandona
no deja intacta brecha alguna
y ante la granditud del agua
anuda sus manos verdes y sexuales,
la estrangula
hasta hacerla llover de dicha
en los raudales.
Las lágrimas al pozo.
Delirio de un río de risas
vegetales por cuales.
La barca
A los rápidos que separan Yaxchilán de Yokib’
los ch’oles los llaman Chico Zapote.
En el amanecer del mundo esta mañana
las nubes lamen lo verde
con transparente y tibia lengua de niebla.
Un árbol inmenso ya sin ramas
gira a mitad del río con una furia de aspas
que hundiría la barca si la alcanzara
pero el barquero conoce, remonta y libra.
En la otra ribera los mexicanos
siembran milpa.
Frente al playón de Piedras Negras
un glifo sumergido a medias
camina el lecho de Ozomatli midiendo el tiempo.
Su cuenta la más larga
de la cuenta larga,
en catorce siglos
avanzó veinte metros,
lagarto lento.
Inscrito en la plancha anfibia
nada le parece importar
al mono en la piedra,
rey que se ríe del lapidario caudal
cuando choca contra sus costillas
y la furia graba un rizo en la superficie.
Yashnik el árbol nos impresiona selva arriba
en el patio inexplicable
del juego de la pelota
que rueda por los siglos
entre bejucos de pimienta
y lianas feroces en barroca obediencia
que no bajan ni suben.
Cuáles reyes.
Sólo la selva reina.
Altorrelieve funerario, encontrado en Piedras Negras |
Itzamná
¿Quién dijo que tus piedras eran negras
si son verdes, son azules, cenicientas?
Parecen madera,
piel de serpiente,
hocico de danta.
¿Quién dijo que tus manos
no eran largas?
¿Que tus dientes no calaban?
¿Que las escalinatas de tus templos
se quedaron sin palabra?
Cuánto erraron aquí la ignorancia del viajero
y el temor al designo de la ronda originaria
de Itzamná con su Ix Chel,
muchacha del arcoíris
y madre de todas las lunas.
Itzamná, iguana vestida de plumas,
hace el maíz con sumo cuidado
y del maíz hace al hombre
con menos cuidado.
Se vuelve hombre a sí mismo
y se da tiempo para dibujar los astros
en una determinada posición
en noches,
de tan claras
perdidas.
Itzmaná además inventó la escritura.
Glifos en grabados en roca, Piedras Negras, Guatemala, 2015. Foto: Ojarasca |
Fundadores
Subieron de las costas del sur
como almas que llevan algo,
untadas de océano sus espaldas
antes de remontar la ruta
caliente del húmedo mundo,
descendientes de un abuelo tal
que olvidaron lo salobre del mar.
Cientos de años
y miles de sueños después,
cansados de fiebre
dieron con los ríos del río
y al fin con el río.
Hijos de hijos de hijos
plantaron la garra en piedra
de un jaguar extraordinario.
Quizá esculpieron el jaguar entero.
A mil ochocientos años de distancia
nunca lo sabremos.
La garra no parece fragmento,
cubierta de musgo
hinca las uñas perpetuas
en un suelo que se pudre.
¿Por qué aquí?
¿Acaso por el cenote
de dimensión que asusta
a poco de la ribera,
labios al abismo,
boca del Inframundo,
sima de loros y golondrinas?
Nadie vio jamás qué vive abajo
en el agua.
Yokib’ la entrada,
la apertura del fuego,
la forma que adopta
lo sagrado del juego.
K’inich Yo’nal Ak Primero
A los toscos tatas mandones, petrificados señores,
siguieron reyes voraces y desafortunados
que llevaron Yokib’ a la ruina
Combatieron mal con los reinos del río
y retornaron como reyes de la vergüenza.
El cenote mantuvo la boca abierta.
De la torrencial espuma en las curvas
del río de los monos
los destrozados guerreros aullantes
vieron brotar al joven K’inich Yo’nal Ak
investido de agua y en la voz un plan.
Dictó las órdenes: rómpanlo todo,
tiren templos, balaustradas,
recámaras, sótanos y altares,
rueden los techos por el suelo,
los dioses resbalen al río,
pierdan su aire las estelas
y virgen nueva sea la selva.
Nazca enseguida otra ciudad
con pasos de orgullo.
Úsense pulseras y collares de jade y turquesa.
Pónganse mascarones para ahuyentar a las fieras.
Dejen atrás la derrota los hijos del jaguar
y la iguana
y convenzan al sol de su desigual existencia.
Dicen las piedras que K’inich Yo’nal Ak vivió
treinta y seis años cumplidos.
Para lo demás las lápidas son parcas.
Inaccesibles por efecto del tiempo,
llegar a ellas demanda un guía, machete,
un par de botas y al hombro un saco
lleno de estrellas.
Heráclitito
Me hipnotiza detenidamente
lo que fluye y ya no está.
Garra de jaguar, Piedras Negras, Guatemala, 2015. Foto: Ojarasca |
Mariposa
Inmóvil sobre el cocodrilo huevón
alada vibra y apenas leve.
Él, mineral y pesado saurio.
Ella una flor dorada en llamas.
Él, desnudo como un peñasco.
Ella de papel y trapo.
Él, duro y sumergible.
Ella elástica y volátil.
Juntos se toman al sol,
en frontera con el lodo podrido.
El cocodrilo se zambulle
en el animal desperezándose
todo el tiempo que es el río.
Como del agua
la mariposa despega
y todo despierta,
nada se destruye.
Río que las bestias braman en sordina,
le crece un sismo sin historia.
Una grulla estalla verdelíquida.
En lo alto la ceiba bien abierta
columpia orquídeas y lagartijas.
Ella es la voz de un eco que pasa.
La estela
Las estelas que quedan de K’inich Yo’nal Ak el Primero,
del Segundo y otros más hasta el Señor Número Siete
dieron indicios a Tatiana
para pinzar de un ala
la hebra de Ariadna
y despertar la palabra encadenada
al fondo del laberinto de la selva.
Proskuriakoff y sus cuentas yacen
en estas ruinas.
Sobre una pálida tablilla calcárea
alguien grabó su nombre y sus fechas
a pocos pasos del Sacbé que aquí comienza
y debió ser un hermoso camino blanco y plano,
hospitalario para la aventura y la buena ventura
como recordarían los Chilam Balam futuros
ya en el atroz nuevo mundo.
Glifo de Piedra Negras, por María Longhena |
La voz
Entre líneas canta el Usumacinta,
susurra vidrios de verde sombra.
Al pie de una ceiba quedaron escritos
uno por uno los nombres del mundo.
Vemos correr las venas al río y a los suyos
donde rumian piedra los señoríos perdidos
de Lakamhá y Bonampak,
la isla inconclusa donde duerme Yaxchilán,
y en medio la fosa común de agua
para los mayas que siguen huyendo
de una guerra de mil años
bajo el desdén del guayacán radiante
amarillo de pétalos y mariposas desmayadas.
Legiones de arañas que tejen cristales
se hamacan en su lúcida esfera.
La flor de su pasión vive pronto
como la primavera
y las rojas aves de variadas especies
añaden distracción al paisaje
y le ceden paso a lo umbrío.
Velos de la palma que da su color al dólar.
Hojas gigantes como banderas impúdicas.
Velos de seda en la tímida lama del charco
ahogado en hojas muertas
donde acecha la serpiente barba amarilla
ansiosa de su práctica letal.
Venimos al sitio que asciende.
El azar impenetrable desvía los dados del dios
y murmura un continente de mayas enmudecidos.
Nadie como sus herederos demuestra tanto
al fragor del colmillo de los siglos
que, muertas la piedra y la muerte,
sus caras, manos, constancias y ganas
nacen aún del Jataté y el Tzaconejá.
Hoy que la esperanza se agota
en los cuatro puntos cardinales
los mayas del mundo le nacen al agua
y bordan otras voces con las mismas piedras.
Guardada en su selva,
la entrada no cierra.
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