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Topo Chico: descontrol y fracaso
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na riña entre bandas rivales de reclusos iniciada el pasado miércoles en el Centro Preventivo de Reinserción Social de Topo Chico, en Nuevo León, arrojó un saldo de 49 reos muertos –cinco de ellos, calcinados– y 12 heridos. De acuerdo con los informes del gobierno estatal, el motín se produjo por el enfrentamiento entre dos grupos delictivos rivales, ligados ambos al cártel de Los Zetas, que se disputan el control del penal.

Según reportes del Órgano Administrativo Desconcentrado de Prevención y Rea_daptación Social, el referido centro de reclusión sufre una sobrepoblación de 21 por ciento, y en él se encuentran encarcelados integrantes de al menos tres organizaciones criminales. Esa circunstancia se suma al déficit de custodios: Topo Chico cuenta con 250 guardias distribuidos en tres turnos, cuando debería tener al menos 380 para cumplir con el estándar internacional de un celador por cada 10 reos. Dichas circunstancias, aunadas a la corrupción que prevalece en el penal –de acuerdo con denuncias de los internos y sus familias– se ha traducido en una pérdida de dominio gubernamental en ese reclusorio, convertido desde hace tiempo en un espacio de atropello, extorsión y lucro, a merced de bandas delictivas y funcionarios corruptos.

Este nuevo caso de violencia carcelaria obliga a recordar la desastrosa realidad que enfrentan buena parte de las prisiones del país: lejos de ser un eslabón fuerte del poder público y el estado de derecho, el sis-tema carcelario se ha vuelto, en muchos de sus ámbitos, una negación de la legalidad y el más claro ejemplo de una institucionalidad convertida en instancia delictiva, en la que confluyen las expresiones más extremas de la corrupción, la desigualdad, la injusticia y el desdén por la vida y los derechos humanos, y en la que el principio de la rehabilitación y reinserción social ha dado paso a mecanismos de reproducción de la criminalidad.

Por otra parte, sorprende el hecho de que la cifra de heridos en el motín referido sea mucho menor que la de muertos, cuando por lo general esa relación es a la inversa en este tipo de episodios. Más allá de esta anomalía, que deberá ser investigada y explicada por las autoridades, el dato duro es que en los últimos 10 años han muerto más de 300 reos en motines carcelarios en todo el país; que las condiciones de hacinamiento, insalubridad, corrupción, atropello y pérdida de la dignidad humana son el trasfondo constante de esas muertes y que no hay indicios de que los gobiernos tengan el propósito de adoptar medidas para revertir esa realidad. Cabe preguntarse, incluso, si no hay en algunos ámbitos de la administración pública la intención de poner en práctica en las cárceles una intolerable política de limpieza social semejante a la que alentó el gobierno pasado, cuando se congratulaba por el hecho de que los delincuentes se mataran entre ellos.

Con el episodio comentado vuelve a ponerse en evidencia, y de forma por demás trágica, el persistente olvido de los gobiernos estatales y federal en torno a la función central del sistema carcelario, que debe ser la sanción a los infractores y su reinserción en la sociedad, y el remplazo de ese enfoque por actitudes de venganza social y desprecio a los derechos de los delincuentes reales y presuntos.

Es necesario, sin embargo, revertir esa tendencia, pues la recuperación de la legalidad en el país exige la observancia de los derechos humanos en todos los ámbitos, y un poder público que quebranta las normas legales en que se funda no conduce al país al estado de derecho, sino a la ley de la selva.