Opinión
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Elecciones en EU; pasando la factura
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ay que guardar muy bien en la memoria la imagen de un afroamericano presidente de Estados Unidos, porque todo sugiere que no volverá a verse nada similar en décadas. El triunfo de Obama reanimó en los grupos progresistas de ese país el optimismo y la confianza en el futuro que Bush el hijo había cancelado, y dio un mejor aspecto a su condición de potencia hegemónica. No obstante, mientras unos aplaudían la materialización de los ideales y de los valores de la democracia estadunidense en la victoria del candidato demócrata en 2008, otros dieron rienda suelta a prejuicios ancestrales, y durante ya casi ocho años han estado alimentando un profundo resentimiento contra el presidente que se atrevió a desafiar sus creencias y sus clichés. Además, se trata de un afroamericano sobresaliente en el conjunto de su sociedad, y no sólo en su comunidad. Es un hombre muy educado, que posee grados académicos de la mejor universidad de Estados Unidos, además tiene grandes coincidencias con la elite cultural de su país, tan detestada por la mayoría, y es mucho más liberal que la media de los estadunidenses.

La animadversión que muchos le profesaban en los primeros tiempos de su presidencia, al paso del tiempo se convirtió en una agresiva hostilidad que explica, al menos parcialmente, el ascenso de la extrema derecha en el Partido Republicano, la marginación de los moderados y el éxito de la virulenta campaña de Donald Trump por la candidatura presidencial del Partido Republicano, o la no menos feroz del texano Ted Cruz, que han querido hacer del rechazo a Obama el combustible de la movilización de los votantes. Es como si la derecha republicana estuviera pasando al país la factura de que un afroamericano haya llegado a la Casa Blanca, que habite los espacios que antes ocuparon Ike Eisenhower –que creía firmemente en la segregación racial– y Ronald Reagan. Los adversarios de Obama han cuestionado la legitimidad de su elección, su nacionalidad, la sinceridad de su compromiso con su propio país, su patriotismo, su capacidad para combatir el terrorismo, su determinación para ejercer y extender el poder y la influencia de Estados Unidos en el mundo. Sin embargo, el odio contra el presidente –que lo es– no se dirige sólo a él, sino que va contra todo lo que representa, desde la derrota de la Confederación en la Guerra Civil, hasta las leyes relativas a los derechos civiles, la desegregación y los años de Bill Clinton en la presidencia. (No hay que olvidar que mucho se dijo que, por su biografía y su estilo, era el primer presidente negro de Estados Unidos).

La llegada de un hombre de color a la presidencia de Estados Unidos no parece haber sido la apertura de las avenidas del poder a esta minoría; tampoco ha traído la reconciliación por la que luchó Martin Luther King. Tuvo más bien un efecto profundamente divisivo que tendrá que resolver quien sea elegido presidente. También ha puesto sobre la mesa el tema de la esclavitud como un pecado imperdonable, cuyas consecuencias no han desaparecido, sino que se hacen presentes día con día en los severos problemas sociales y económicos que enfrentan los afroamericanos.

Sería deseable que el próximo presidente de Estados Unidos emprendiera esfuerzos de reconciliación, aunque me cuesta mucho trabajo pensar que ese objetivo esté en la agenda de Donald Trump en la Casa Blanca. Al contrario. Lo que promete es confrontación, y ése es también su mensaje más efectivo, el que encuentra más ecos en los auditorios desbordados por pobres y desempleados a los que no les importa que Trump sea millonario, que haga sus giras en su propio avión, que su discurso sea caótico, insultante, mezquino y vulgar. Para sus fans Trump no es un político, es una celebridad de la televisión que les ayuda a articular su rabia, y, en última instancia, el miedo que está detrás. Por eso sus seguidores son simples, que repiten sin mucho pensar sus majaderías como si se tratara de sentencias para un buen gobierno, que se expresan de manera sencilla y los hacen reír, sentirse a gusto y comprendidos. ¿Quién va a pagar el muro?, pregunta Trump, ¡México!, le responde la multitud jocosa.

¿A qué le tienen miedo los americanos? A los secuestros aéreos, a los ataques terroristas, a las balaceras en las secundarias y en las heladerías, a los migrantes, pero sobre todo a la debilidad, o como dijo un asistente a un acto de campaña de Trump: Tenemos un mensaje, tenemos un mensaje, y el mensaje es que no queremos que otros se aprovechen de nosotros.(Ryan Lizza, The duel, The New Yorker, 1/2/16).