Opinión
Ver día anteriorLunes 25 de enero de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Nosotros ya no somos los mismos

Javier Rojo Gómez y Moisés Rivera, qué solitarios se sentirían en estos tiempos

Foto
Cuando Javier Rojo Gómez fue nombrado gobernador de Quintana Roo, Cancún no existía y Tulum era una maravilla oculta. Cuando Rojo Gómez y Moisés Rivera coincibieron el proyecto de Cancún y Tulum ellos no eran propietarios de un metro de esas tierra y, cuando lo dejaron, ya bien perfilado, tampocoFoto Notimex
N

i la eximia historietista Yolanda Vargas Dulché (Rubí, Gabriel y Gabriela, María Isabel), hubiera podido superar fácilmente la trama de ternura, romanticismo y amor del bueno, que constituyó la vida sentimental del hidalguense Javier Rojo Gómez. Frente a sentimientos de esa profundidad (o de esa altura), aunque en la vida real se den tan sólo cada muchas generaciones, las abismales diferencias de clase que todo lo disgregan y contraponen, caen demolidas por el arrebato irrefrenable de “dos almas que en el mundo había unido Dios…”

Don Javier, el niño Javier en ese entonces, era un humildísimo peón de la hacienda de Bondojito, en Huichapan, Hidalgo, feudo de uno de los grandes propietarios de ese estado. Además de su trabajo de pastor, el niño Javier fue responsabilizado del cuidado y seguridad de la pequeña Isabel, hija de ese poderoso terrateniente, fundador de una dinastía de gobernadores: José Lugo Guerrero, Bartolomé Vargas Lugo, Jorge Rojo Lugo, Adolfo Lugo Verduzco, Humberto Lugo Gil. El peoncito Javier llevaba a su pequeña amita a la escuela a donde se educaba a los hijos de los señores, y la esperaba, para regresarla a salvo. Mientras ella tomaba sus lecciones, el callado indito, sentado en cuclillas en el quicio de la puerta o pegado como sombra al marco de la ventana, con el carrizo que usaba para abrirle camino entre arbustos y zarzales a su valiosa encomienda, repetía en la tierra los extraños signos que veía en el pizarrón y que tiempo después supo se llamaban letras y números. Así aprendió, al parejo que la niña Isabel Lugo Guerrero, además de la castilla y los dígitos esenciales, que entre las almas como en las rosas hay semejanzas maravillosas. Su amita de la infancia siguió desempeñando esa responsabilidad hasta el año de 1970, fecha en la que falleció don Javier, con quien llevaba ya más de 50 años de casada.

El licenciado Rojo Gómez inició su carrera política como miembro del congreso local y allí en adelante fue diputado federal, senador, juez de distrito, gobernador de su estado, jefe del Departamento del Distrito Federal en los años 70, embajador, secretario de la Confederación Nacional Campesina (CNC), gobernador de Quintana Roo. A finales de su encargo como regente, se convirtió en el candidato natural de los sectores revolucionarios y en particular de los cardenistas, bastante vapuleados en el sexenio de la unidad nacional. En la acera de enfrente, con el apoyo desbordado de todo lo que en nuestro país puede significar reacción, conservadurismo, clericalismo, poderío económico, intereses trasnacionales, surgió la sonriente efigie que representaba todo esto junto... y se inició la debacle.

En 1944, el presidente Ávila Camacho concede el alto honor de contestar su cuarto Informe, a un diputado que más parecía representar a la oposición que al oficialismo: don Herminio Ahumada, yerno nada menos que de don José Vasconcelos (casado con su hija Carmen y, por lo mismo, si viviera, tío político de un embajador de mis afectos). Un grupo de aguerridos legisladores se rebelan contra el control político que ejercía el coordinador Federico Medrano y, en una escaramuza nada usual, descalifican el discurso del diputado Ahumada, que aunque igual de laudatorio al presidente, que los acostumbrados, era demasiado crítico para el régimen en su conjunto y, además de una mochería inaceptable. Apenas bajaba el presidente la escalinata del recinto cameral y ese día sede del Congreso, cuando ya Fernando Amilpa, Carlos Madrazo y compañía se habían apoderado del podio y también de la presidencia misma de la cámara. Herminio Ahumada fue destituido y su lugar lo ocupó precisamente Madrazo. No fue por mucho tiempo. Ese mismo mes la derecha se recuperó y embistió con todo. Los líderes del grupo rojogomista, Madrazo, Jorge Téllez Vargas y Sacramento Joffre fueron acusados de traficar con permisos para trabajadores migrantes en EU. La acusación era tan infundada jurídicamente y tan insostenible política e ideológicamente que, pese a las abiertas presiones del secretario de Gobernación, Miguel Alemán, autor intelectual de la infamia, un abogado michoacano no sólo capaz y brillante sino insobornable, Natalio Vázquez Pallares, logró un fallo de absoluta inocencia.

Estos hombres marcaron no únicamente la escala de valores de Moisés Rivera sino también sus actitudes y comportamientos conductuales. Si uno quería sacarlo de quicio y hacerlo llegar a la furia total, aunque fuera transitoria, bastaba con acusarlo de pensar y proceder de manera derechosa, utilitarista, convenenciera. Su liga con Rojo y Madrazo fue en automático.

Rojo Gómez llegó a la CNC, envuelto en la confianza y jirones reivindicatorios de la vieja guardia agrarista y en el alborozo y la esperanza de la nueva generación. Al final, era imposible que hubieran colmado las expectativas totales, pero me consta que no hubo decepción alguna por desinterés o abulia en cualquier problema que afectara a la más pequeña o lejana comunidad. Y jamás, jamás, por privilegiar el arreglo de un problema que afectaba los intereses nacionales, pero en los que brillaban por su ausencia los derechos de una pequeña comunidad, más aún si se trataba de una miserable comunidad indígena. La CNC de Rojo Gómez fue una organización tan auténtica, tan combativa, tan de veras, que los gobernadores, los secretarios de Estado, los múltiples poderes fácticos, la Presidencia misma, tenían que reconocer las evidencias y resolver, en consecuencia, en favor del infelizaje. Lo digo porque lo viví muchas veces. Sin reclamos, aspavientos, grandes parrafadas teóricas o amenazas, la contundencia de los hechos se imponía. Lejos estoy de intentar fundamentar estrategias como las del dentrismo, el colaboracionismo, ni siquiera el gradualismo o, como se diría ahora, una cálida relación de amigos con derechos. Estoy hablando de la estrategia, de conjuntar la razón jurídica y la moral y sostenerlas, sin aspavientos en una invariable postura vertical y sin concesiones. A la vera de don Javier y su fiel escudero, Moisés, vi desfacer entuertos a lo largo y ancho del país. Esa emoción no la he vuelto a experimentar.

Don Javier fue nombrado gobernador de Quintana Roo. Invitó a Moisés a esa aventura. Quintana Roo territorio ejemplar para el destierro, pocos años después de un gobierno ejemplar, se había convertido en el germen del inmenso emporio que ahora es. En 1965 no existía Cancún, y Tulum era una maravilla oculta e inaccesible. Estos mexicanos superiores sentaron las bases de todo lo que ahora conocemos e, ignorando antecedente alguno, suponemos que se trata, simplemente, de otro regalo de la naturaleza. Me resulta imposible intentar una descripción comparativa entre aquel virgen territorio, patrimonio nuestro apenas hace unos años, y la ahora propiedad privada de unos cuantos, portadores de una credencial del INE que los hace ciudadanos mexicanos o, peor, de los aventureros que lo han convertido en un enclave trasnacional. No sé qué pensarían ahora, de su obra, Rojo y Rivera pero, de lo que si estoy plenamente seguro es que, cuando concibieron el proyecto de Cancún y Tulum, ellos no eran propietarios de un metro de esas tierras y, cuando lo dejaron, ya bien encauzado, tampoco. Jamás concibieron el ejercicio del poder público como prebenda, canonjía o patente de corso. Qué extraños y solitarios se sentirían en estos tiempos.

Un día me llamó Moisés: te quiero pedir un favor, dijo. Ayúdame a redactar mi renuncia al PRD. Ya la tengo hecha, le contesté, mintiendo. Nada más hay que ponerle fecha de ahora, porque te la escribí hace un mes. Refunfuñó como de costumbre y al rato llegó y firmó. ¿Ya lo platicaste con el ingeniero?, le pregunté. Voy a verlo ahorita, pero la decisión es cosa mía y ya la tomé. Moisés había aceptado ser candidato del PRD, a la gubernatura de Hidalgo, porque no era capaz de decirle que no a Cuauhtémoc. Ciertamente él sabía que la candidatura era simbólica, que le quitaría tiempo a cambio de mil problemas y dificultades. No era ingenuo sino aventado, generoso y ondero. Su campaña la costeó de su bolsillo. Su contrincante fue Jesús Murillo Karam. Someto a su opinión, aunque no tenga valor de verdad histórica, la calidad de Moisés Rivera como político y contrincante: perdió obviamente la elección y, sin embargo, a gestión de Murillo, regaló un terreno para la construcción de una escuela secundaria. No creo que ni siquiera lleve su nombre.

Desde hace unos días que murió Moisés, la he librado bastante bien merced a una mezcla de imaginación, rechazo a la dolencia, muchas ganas de hacerme güey y, por supuesto, mis milagrosos martinis: En vez de pensar que ya no va a venir, simplemente se la recuerdo y me digo: otra vez ese irresponsable, informal, mentiroso me va a dejar plantado. Comienzo a planear las maneras más depuradas del desquite, cuando suena el timbre de la puerta, me sereno y digo: Por fin, ya llegó ese maldecido Reverendo.

Twitter: @ortiztejeda