Canto a la mujer
Las literaturas indígenas en la hora
de ombligo de la tierra de Juan Hernández Ramírez

Laguna Metzabok, selva Lacandona, Chiapas. Foto: Teúl Moyrón

Hermann Bellinghausen

Juan Hernández Ramírez: Tlalxikitli/Ombligo de la tierra, colección Voladores del Instituto Veracruzano de Cultura, Coatepec, 2015.

1. La lengua náhuatl, con todas sus variantes y dialectos regionales, no sólo es la lengua más hablada en México después del castellano e inglés y la más extendida en el territorio nacional, también es la de más larga y fecunda vida escrita. Siendo la lengua franca de Mesoamérica y su norte a la llegada del invasor español, tanto los soldados como los misioneros comprendieron que la necesitaban, y se aplicaron en aprenderla, o al menos castellanizar a los indígenas buscando las ventajas de la otra lengua. Aún los más brutos de los conquistadores vislumbraron que ahí había conocimiento, secretos que valía la pena conocer, sobre todo si la intención colonial era apropiarse de todo: el territorio, el cuerpo y las almas de los pobladores originarios.

En la escala de los imperios y reinos americanos antes del desastre transatlántico, el Azteca o Mexica era joven; dos siglos apenas. Pujante, ambicioso, voraz. Cuando los fray Bernardinos y los científicos salieron a cazar información contaban con que entre los conquistados había gente educada y dotada. No sólo Guerreros Águila, emperadores o sacerdotes presuntamente carniceros. Habían topado con un pueblo de poetas, historiadores, herbolarios, chamanes, pintores, educadores. Un pueblo que escribía, en una lengua que, oh fortuna, podía trasladarse satisfactoriamente al alfabeto grecorromano y a la fonética castellana.

Gracias a eso, la herencia literaria, histórica y científica de los “mexicanos” no quedó perdida, como sí ocurrió con muchas otras, incluyendo la formidable civilización maya en su conjunto, cuyo hilo quedó roto por el celo misionero, la dispersión geográfica y la inexorable invasión de las selvas del sureste. Tuvieron que llegar los arqueólogos y lingüistas del siglo XX para descifrar a los mayas, quizás demasiado tarde para comprender bien su historia. Mérito particular de los mayas contemporáneos es que hayan erigido, al final del siglo XX y lo que va del XXI, una literatura tsotsil, tseltal, maya peninsular y kiché, un teatro chontal, y una academia de las lenguas mayas en Guatemala.

La suerte del náhuatl (si puede hablarse de suerte en un pueblo masacrado, sometido y despojado como todos los demás) es que hubo y hay estudiosos, traductores, historiadores y escritores de la lengua y los saberes que ella encierra. No puede soslayarse la titánica labor moderna de José María Garibay K. y Miguel León Portilla en mantener la llama viva y permitirnos conocer verosímilmente al gran Nezahualcóyotl y a otros trece, quince o veinte “poetas del mundo antiguo” que serían reconocidos y admirados por la burguesía criolla moderna, personalizada en Octavio Paz, Gabriel Zaid y José Emilio Pacheco. Pero ya nadie parecía crear literatura en náhuatl después de los intentos menores de Sor Juana Inés de la Cruz o Ignacio Manuel Altamirano.

En las últimas décadas del siglo XX esta circunstancia experimentó una transformación dramática. Y lo más notable: no sólo en la lengua nahua, sino en muchas de los idiomas indígenas vivos, que ni siquiera había conocido verdadera expresión escrita, salvo el maya peninsular, el zapoteco y la lengua cahíta de los actuales yoreme (yaqui y mayo). Hoy se puede hablar de una profusa escritura (que, admitámoslo, sigue en busca de sus lectores naturales) de calidad literaria indiscutible en varias variantes náhuatl y zapotecas, y se canta y cuenta en lenguas ancestralmente ágrafas como mazateco, tseltal, tsotsil, mixteco, otomí, purépecha o mixe, que de hecho ya se nombran a sí mismas con su propia palabra precisa; no basta decir otomí, pues puede ser ñahñú o ñuhú; los mixtecos son ñuú savi y muchos nombres más según sean de Guerrero, Oaxaca o Puebla, el musical pueblo mixe se nombra ayu’uk, los huicholes son wixaritari, los tarahumaras rarámuri, y así).

2. El renacimiento literario de las lenguas originarias de México encierra un sinnúmero de misterios. ¿Qué magia de la palabra musical pervivió en María Sabina para que el mazateco cantara por escrito como lo hace hoy en la pluma de Juan Gregorio Regino? ¿Qué determinó que los hablantes del náhuatl de la sierras de Veracruz adoptaran el protagonismo que tienen tanto en la enseñanza de la lengua como en su creación escrita? Justo es reconocer el papel desempeñado por Natalio Hernández (de Naranjo Dulce, Ixhuatán de Madero) alumno-maestro de don Miguel León Portilla en la escritura, la enseñanza y la promoción del náhuatl como lo que es, una lengua mayor. Otro autor nahua veracruzano es Sixto Cabrera González (de Atzompa, en la sierra de Zongolica). Y un autor más reciente, Mardonio Carballo. Pero quien ha llevado el náhuatl de la Huasteca a una estatura lírica indiscutible es Juan Hernández Ramírez (originario de Colatlán, Ixhuatlán de Madero) con sus libros Auatl Iuan Sitlalimej/Encinos y estrellas, Eternidad de las hojas, Chikome xochitl/Siete flor, Tlatlatok tetl/Piedra incendiada, Totomej intlajtol/La lengua de los pájaros y el más reciente, Tlalxiktli/Ombligo de la tierra (2015). Como otros escritores indígenas, es maestro y traductor del castellano a su idioma. Además, seguramente en virtud a la variedad cultural y lingüística de la sierra norte de Veracruz y sus vecindades naturales por encima de los arbitrarios límites estatales con los demás pueblos originarios de las Huastecas, a Juan Hernández Ramírez se le identifica como un importante promotor de las culturas tének, tepehua y ñahñú, además de la náhuatl.

Uno puede sucumbir a la tentación de calificar su nuevo poemario como el mejor, el de la madurez o cosas así. En realidad, Ombligo de la tierra no supera ni desmerece la poesía de Siete flor o Piedra incendiada, simplemente explora otra región de la lírica. Con Siete flor el poeta había logrado una visión elocuente y reveladora del ciclo vital humano en clave nahua a través de las flores (esa presencia constante en su lírica, así como el pajarerío que vuela el mundo). Del nacimiento en la espiga de maíz al sempoalxochitl de los muertos, camina por el crecimiento en la flor de siembra, la dulzura amarga de la vainilla, la belleza femenina de la dalia, la nochebuena otoñal y el toloache (toloaxóchitl) de la locura. Con Ombligo de la tierra nos entrega un libro mayor de la poesía amorosa y erótica. Justamente abre con un epígrafe del Cantar de los cantares, anunciándonos que lo que leeremos será húmedo, encantador y apasionado.

Sin la venerable mujer “la tierra no sería nuestra madre/ni tendrían leche/tus senos de montículo eterno”. El erotismo y la sensualidad no son nuevos, pero tampoco es fácil hablarlo y transmitirlo en el contexto de las tradiciones rurales y cristianas que caracterizan a las comunidades indígenas. Tal vez los zapotecas del Istmo sean los menos discretos en la materia, destacadamente las poetas nuevas como Irma Pineda o Natalia Toledo. Otras autoras de poesía marcadamente sensual pertenecen a culturas aún más reprimidas, como Enriqueta Lunez (tsotsil), Mikeas Sánchez (zoque) o Briceida Cuevas Cob (maya), lo cual vuelve transgresora, casi revolucionaria, su valiente expresión poética cargada de sexualidad femenina.

Los poemas de Hernández Ramírez constituyen un canto a la mujer. Es decir, son masculinos, como lo es desde siempre la lírica dominante. Desde ahí podemos leer y admirar su canto: “Mi olfato te encuentra/porque llevas una piña madura/en el filo de tu falda,/y las flores en tu pelo/no hacen más que señalarme/el camino/que han dejado tus pies descalzos/en la orilla de la estera”. El cuerpo la busca, el cuerpo la encuentra. Se sumerge en “el río de senos”, donde “en su camino al mar/el arroyo va platicando/de las ardientes piernas de las mujeres”. El poeta tiene que acariciar “el barro de tus carnes”. La inmediatez física es necesaria: “Lluvia, estoy enamorado de la hembra/que tiene el corazón de agua,/aquella que se escurre y va con la arena/en los arroyos de mi hamaca”.

Los hallazgos poéticos son muchos: “los peces son pájaros líquidos/que se esconden/por las astillas de nuestras piernas”. O bien “Quiero sobre mi espalda/tus manos mojadas de yerba/penetrándome lentamente/hasta extraer del trapiche de madera/el jugo dulce de la caña”. O “los pájaros huyen a esconderse/de las flechas disparadas/por el arco tenso de tus muslos”. O “pegada tu música a mis temblores/se van haciendo agua tus senos/en un huapango de tus pezones”.

Es una poesía, como se dice de las películas, cargada de sexo explícito: “También colgaría gustoso/de tu cuello y de tus ojos./También/me puedes llevar cómodamente/dentro de tu sexo”. No por, o precisamente por ello, la labor poética de Hernández Ramírez va de uno a otro logro. Lo que el creador descubre, como hiciera Botticelli, roza el secreto de la belleza y ahí se queda: “También soy la enredadera/que sube por tus piernas;/vainilla que perfuma/tus montes”.

Ombligo de la tierra no sobreutiliza, ni desdeña, las claves clásicas de la cultura nahua. Con cuidado equilibrio entre lo actual/urgente y lo antiguo/perenne, el canto de Hernández Ramírez nos da lo que la poesía, y sólo ella, nos puede dar: la certidumbre de una consumación. Donde, como quería Nezahualcóyotl, la palabra es la flor abierta que da vida a lo que canta.