Opinión
Ver día anteriorJueves 17 de diciembre de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El Distrito Federal, ¿de metrópoli a capital de provincia?
E

ntre los muy iluminadores trabajos de Ariel Rodríguez Kuri sobre la historia de la capital de la República, el ensayo titulado Secretos de la idiosincrasia; urbanización y cambio cultural en México, que inaugura el volumen Ciudades mexicanas del siglo XX (El Colegio de México y UAM-Azcapotzalco), es una lectura muy recomendable ahora que se ha modificado el estatus de la ciudad, por la riqueza de la información y las sugerencias que provoca a propósito del desarrollo del Distrito Federal. Votada la reforma por muchos deseada, vale la pena leer o releer a Rodrígez Kuri para tratar de imaginar el futuro de esta complicada entidad político-administrativa, que gobernó el país por décadas. Este texto nos ayuda a completar con factores sociales y culturales la comprensión de la reforma política de la que ahora se llamará oficialmente Ciudad de México.

Comentaristas críticos (María Amparo Casar, Excelsior, 16/1/15) piensan que la reforma fue muy limitada, que el cambio es epidérmico, que se quedó corta ante las expectativas de los capitalinos. Observan que no dejaremos de ser ciudadanos de segunda porque en lugar de estatuto tengamos una constitución, que ya veremos cómo nos queda, o porque los jefes delegacionales sean alcaldes. Ciertamente, desde el punto de vista político-administrativo es una pequeña reforma; pero las lagunas que muestra para prometer un gobierno más eficaz y más democrático son, en todo caso, las mismas o muy similares a las de otras constituciones estatales. En cierta forma, tienen razón los críticos: seguiremos siendo ciudadanos de segunda, como lo somos todos los mexicanos, ya seamos habitantes de la ciudad de México, de Guanajuato o de Tamaulipas.

Me parece, sin embargo, que si adoptamos una perspectiva más amplia y de más largo plazo, como la que ofrece Rodríguez Kuri, veremos que esta reforma puede tener consecuencias con un efecto profundo sobre la fuerza política del Distrito Federal. Creo que una de ellas es que dejará de ser el referente nacional que le impuso un sello particular y único, la condición de la que desprendía su categoría de metrópoli. La capital de la República tenía una identidad particular, propia, pero era nuestro modelo de la gran ciudad, hogar de todos los mexicanos; que además, como apunta Rodríguez Kuri, irradiaba una cultura urbana que alcanzaba a las ciudades de provincia, de tal forma que vivimos en la falsa creencia de que todas las ciudades del país eran como el Distrito Federal.

El rostro de esta ciudad en la que vivimos estuvo durante mucho tiempo determinado por la intensa migración de origen rural que se disparó en los años 60; el proceso fue relativamente exitoso porque los migrantes pudieron construirse una vida de manera independiente, gracias a la estabilidad autoritaria que se retroalimentaba con lo que los politólogos de los años 60 llamaban la adhesión difusa. Sin embargo, ese rostro era reconocido en todo el país como perteneciente a todos los mexicanos. De ahí la confusión a la que aludí más arriba. La identidad política del defeño era nacional. Empezó a dejar de serlo en los años de la crisis económica, cuando entidades mucho más prósperas pensaron que no tenían por qué identificarse con una ciudad en crisis, donde además se gestaban políticas nacionales que ignoraban las condiciones locales. Se levantó una ola de hostilidad contra el Distrito Federal, que epitomizaba la frase infame Haz patria, mata un chilango, que se leía en la pegatina que apareció en las defensas o en los parabrisas de muchos coches en Chihuahua, Nuevo León, Coahuila, Guanajuato.

Este resentimiento impulsó la política de descentralización que revindicaba los derechos y la soberanía de los estados frente a la Federación, que fue uno de los temas centrales de las batallas por la democratización. El Distrito Federal era visto como un Gulliver insaciable al que parecía imposible maniatar como lo deseaban los estados. Sin embargo, cuando la oposición panista –antijacobina y no revolucionaria– llegó al poder, introdujo reformas que le arrebataron a la capital de la República sus poderes y surgió la diversidad de identidades políticas y de culturas políticas del país: vimos con sorpresa el rostro clerical de León, Guanajuato, la violencia como un fenómeno de la naturaleza, por consiguiente, irremediable, en la costa occidental del país. Que cada estado reivindicara su identidad y su soberanía estaba muy bien en el nivel abstracto de la teoría constitucional; sin embargo, ahora, al entregarle a la ciudad de México su cédula de identidad, estamos privándola de su condición de referente nacional, estamos haciendo de ella una capital de provincia como otras, cuyo único destino previsible será sumarse al archipiélago de poderes fragmentados en que se ha convertido el Estado mexicano después de tres décadas de políticas descentralizadoras, y de gobernantes que antes fueron gobernadores. Se nota.