Hemos permitido tanto

Una crónica de la xi caravana de madres de migrantes centroamericanos desaparecidos


Buscando agua en la cumbre. Foto: Ximena Bedregal

Eliana Gilet

Para entender el significado completo del viaje de un grupo de madres centroamericanas por el país que tienen al norte, tal vez convenga empezar por el final. Es sábado, han seguido el comienzo de la extensa ruta migrante antes de ser recibidas en el Distrito Federal por decenas de defensoras de derechos humanos en el Centro Prodh, y que como símbolo de su entrega, regalan a cada madre una flor y un abrazo.

El recorrido que traen encima lleva décadas para algunas. Recuerdan con minucia la última llamada de sus hijos y hermanos ausentes. Casi todas mujeres (hay dos papás), muchas de ellas organizadas, fueron forzadas a convertirse en luchadoras, a buscar incansables. Del DF la emprendieron a Oaxaca y Chiapas, culminando en Tapachula el 18 de diciembre.

El recorrido de la XI Caravana de Madres comenzó el 30 de noviembre en El Ceibo, el paso fronterizo entre Tabasco y Guatemala. Ellas sí entraron al país, pero fue gracias a la gestión de los organizadores, el Movimiento Migrante Mesoamericano. La mayoría de las madres son hondureñas, también hay guatemaltecas y de El Salvador. En menor medida de Nicaragua.

¿Qué está pasando en Honduras?: “Me fui porque las maras y las pandillas están creciendo mucho y quieren obligar a los jóvenes a meterse. Uno decide emigrar porque las personas que se meten en bandas, pandillas, maras o el sicariato, lo más que duran son cinco años. Los matan rápido. Uno mejor decide emigrar y buscar algo para su futuro”. El que responde tiene 19, sonrisa pícara, la voz grave, “un par de meses” afuera de Honduras, viene en la ruta. Atrás, con la cabeza rapada, uno de 16 calca la respuesta: “No me quise unir a ellos y por eso me tuve que ir.”

Además de los reencuentros, el principal propósito es la búsqueda de pistas sobre sus desaparecidos, pero también de migrantes que hayan perdido contacto con sus familias en sus países de origen. Albergues, barrios al costado de la vía, cárceles. Ahí buscan las madres. “Los migrantes no son ilegales, son indocumentados. Lo primero que queremos encontrar son pistas para su búsqueda, que puedan apoyarnosa identificar a algunos de nuestros familiares que están en estas fotos, que en realidad son pocas porque la cantidad de desaparecidos es enorme. Lo segundo es pedirle al gobierno que nos ayude en la búsqueda de nuestros familiares, ya es hora de que nos den una respuesta”, dijo una de las madres en la plaza de Tenosique, Tabasco.

“En el Movimiento tenemos una pequeña base de datos de las personas que buscamos con información del último contacto que tuvieron, si vivieron o no en México, su fisonomía. Ya sea que nos llegue la información de alguna organización en Centroamérica o que nosotros mismos documentamos. Los buscamos por distintos medios. Cuando los localizamos el primer paso es darle a conocer a su familia y el siguiente es traerla para el reencuentro”, relataron en las puertas de uno de los penales visitados.

Estas madres no ruegan, exigen. Sufren, sí, pero tienen la fortaleza de quien no puede dejar de luchar. Y se han organizado. Así lo explica Catalina López, integrante de la caravana y parte del equipo de la organización de Estudios Comunitarios de Acción Psicosocial (ECAP) con grupos familiares guatemaltecos en Quiché, Chimaltenango, Quezaltenango y Huehuetenango. “Trabajamos el proceso de acompañamiento a los familiares de migrantes desaparecidos y no localizados porque la migración tiene efectos en los que se van, en los que se quedan y en los que regresan”.

El cambio se da cuando la desaparición deja de percibirse como un mal individual y pasa a entenderse como una enfermedad del conjunto. El método es el grupo como apoyo: “Pensar que no solo mi caso me afecta, sino ver cómo el problema migratorio está generalizado en el caso de Guatemala, por la estructura de violencia y la pobreza. Trabajar con las comunidades desde un punto de vista individual, familiar y comunitario naturales, en formas de poder afrontar esta situación, para ir regenerando nuestras energías. Utilizamos también la cosmovisión maya, las energías de los días, para obtener la fortaleza y poder seguir adelante. Nuestros hijos están desaparecidos pero la vida sigue. Hay que tener energías para esperarlos, para buscarlos.”

De El Ceibo a Tenosique, al albergue para migrantes La 72 y al Cereso de esa localidad: “La visita fue frustrante porque no era la forma como esperábamos verlos y obtener información. Ellos empezaron a salir uno por uno y nosotros estábamos todo el grupo en una puerta muy pequeña, entonces a cada preso le preguntábamos de dónde era. Queríamos mostrarle todas las fotografías para que nos dijeran si han visto a nuestros familiares. Mostrarles tal cantidad de fotografías en un corto tiempo era difícil”. Una reja de por medio no permitía acercarse a los centroamericanos recluidos en cárceles mexicanas. En los reclusorios de Villahermosa y Santa Mata Acatitla tendrían más tiempo de conversar cara a cara. No fueron los desaparecidos que buscaban, pero sienten la misma alegría cuando pueden rehacer el vínculo a aquellos que lo han perdido. Como para ese nicaragüense condenado a 32 años de cárcel que no tiene ningún contacto su familia, y que además necesita una prótesis ya que perdió una pierna en La Bestia.

Ese gusano de fierros y velocidad se deja ver cuando las madres de la caravana llegan al albergue La Sagrada Familia, de Apizaco, Tlaxcala. La violencia es fuerte en Apizaco. La compañía ferroviaria Ferrosur clavó postes de material en las veras de la vía que recorre la Bestia en ese tramo, aumentando el peligro para los migrantes que intentan subirse. ¿Qué siente Ana Claribel, de El Salvador, al ver pasar ese tren alto y ambiguo, el único transporte, y fuente inagotable de violencia para los que se trepan en él? “He subido a la vía a ver cuándo pasa el tren y he sentido mucha indignación, tristeza, coraje, me dolió en el alma pensar que muchos salvadoreños, y también mexicanos, hondureños, guatemaltecos, pasan por ahí, caen y son víctimas de ese tren.”

No sólo eso. El padre Elías D´Avila, del albergue, relata las últimas agresiones a migrantes en los entornos de la vía. “En Tocatlán iba un grupo de 14 migrantes. Una camioneta se les adelantó en la vía, bajaron unos encapuchados de negro y empiezan a tirarles. Pienso que la idea era hacer una masacre. A uno le pegan en el pecho y muere al instante. Otro queda herido en el pecho y es trasladado al hospital de la zona. Vive de milagro. Nos preocupa es que las agresiones a los migrantes continúan. Otro muchacho relató que fueron bajados del tren, los pusieron en el suelo boca abajo, los interrogaron los mismos de negro,  dispararon a los dos que levantaron la cabeza e intentaron hablar. Quien lo relató dijo que los cuerpos de esos muchachos fueron llevados en unas camionetas y hasta hoy no se sabe nada”.

La persecución ha recrudecido desde que el Plan Frontera Sur dio vía libre para que el gobierno desate una “cacería”, como la llaman los organizadores de la caravana, alegando que los están protegiendo. En los albergues que las madres van visitando todos los relatos coinciden. Es al entrar en México donde enfrentan el doble peligro de las policías y las bandas organizadas.

Una de las primeras tardes de la caravana, mientras las mamás disponían sus fotografías en la Plaza Central de Tenosique para entablar diálogo con la población y preguntar si han visto alguna de esas caras, Fray Tomás, de La 72, toma la palabra: “Personas de la casa del migrante han sido testigos de cómo agentes de migración golpean a quienes debían garantizar sus derechos; en sus persecuciones han sido testigos de la muerte de personas y no han hecho nada. ¿En qué se ha convertido nuestra autoridad? Nuestro corazón está lleno de indignación y rabia porque somos culpables de haber permitido tanto”.