ARCÓN DE CUENTOS

En un abrir y cerrar de ojos


Serie #Amor Comunal. Foto: Luna

Lamberto Roque Hernández

Me volví viejo en un abrir y cerrar de ojos. Estoy marchito. Ni cuenta me di cómo se me fue la vida. O más bien cómo se me sigue yendo poco a poco. Cuando mi papá me decía que viviera mi juventud porque no es eterna no lo entendía muy bien. Me valían madres sus consejos. Uno de joven no escucha, pues. Porque uno cree que tiene el mundo en sus manos. Y aunque sí viví como quise, pienso, aquí estoy ahora. Solo.

Esta casa es muy grande para mi solito. Está habitada de voces sin dueños. Llena de sueños mochados. Todos esos árboles que mi abuelo plantó han hecho del patio un gran bosque. Un lugar lleno de sombras en el que habitan almas en pena. Gentes que se fueron sin despedirse, decimos por aquí. No sé si será verdad pero los vecinos me han dicho que han visto gentes o sombras que deambulan entre los árboles por ahí de la media noche. A los muchitos del pueblo les da miedo pasar por aquí por la casa que porque le tienen terror a los fantasmas. Y también a mí.

Como es costumbre, desde hace tiempo los de aquí del pueblo hablan mal de mí. Me critican porque vivo solo. Dicen a mis espaldas que embaracé a mi finada hermana y que se murió de vergüenza sin haber parido a mi hijo sobrino. Dicen que no estoy pensionado por el gobierno, sino que hice un pacto con el diablo y por eso tengo mis dineros guardados. Dicen que ando con hombres o más bien que anduve con ellos en mis tiempos de joven. Hasta dicen que siempre me han gustado los chamaquitos. Cabrones chismosos. Habladurías de esta mi gente. Aunque, sea como sea, me cuidan porque aquí en el pueblo aún tenemos eso de echarnos la mano los unos a los otros. De repente me traen un atole o un taco, más que nada los días domingos. En los días de fiestas me traen mi chiquigüite con presente. Por eso no hago caso a lo que dicen de mí. De por sí así es.

Eso de estar solo está de la chingada. Ahora sí lo estoy resintiendo. Más que nada por las noches cuando me voy a dormir. Hay veces que quiero hablar con alguien y platicar de lo que sea. Quiero abrazarme de algo o de alguien, aunque sea de una pesadilla porque hasta estas me han estado escaseando. Quiero amanecer con alguien aunque sea para que me reclame por los ronquidos que doy y por mis olores de viejo. Pero pues ni modos.

Un día de estos me voy a levantar a la media noche para perseguir esas sombras que dicen que andan por mi patio. Hasta a lo mejor me vuelvo una de ellas prontamente.

Pude haber tenido una familia grande, hijos, nietos y yernos pues. Pero me forjé un destino, carajo. No quise compromisos y me dediqué a vivir como yo pensaba que era la manera. Tuve al amor de mi vida, el que todos tenemos una vez en la vida. Y lo dejé ir. Se la llevo Artemio. Se fueron pa’l otro lado. Y allá hicieron su vida. Se la llevó porque a él le sobró lo que a mí me falto en ese tiempo. Dinero y huevos.

Aunque pues, ahora que ya estoy más pa’llá que pa’cá volteo atrás y me doy cuenta que tuve una vida digamos normal. Digo más o menos porque no me casé ni tuve chamacos. Y aquí en este pueblo olvidado por dios si no haces eso, te miran como a un ser raro. Decidí no echarme ningún compromiso formal y he vivido de amores rentados. Encontré más placer en esos momentos fugaces de camas olorosas a sudores de otros y en la emoción de tener a quien fuera, por unos pesos a cambio. Así me gasté. He tenido más mujeres que cualquier hombre de este lugar. Estoy seguro. Aunque hayan sido pagadas. Amores de paso. Aventuras de un día. De una cama. De un lugar. Amores que no dejaron  marca de amor ni en mi cuerpo ni en mi corazón.

Trabajé en la compañía de electricidad por casi cuarenta años. Como comía y como del gobierno, pues nunca le protesté. Puse oídos sordos a todo lo que se hablaba de éste y no voltee a mirar las desvergüenzas de mis jefes y compañeros de trabajo. Fui parte de este sistema que hiede y descompone al país. Siempre ha sido así. Jamás protesté. No pude morder la mano que me dio y aún me da de comer. Migajas.

Hasta hoy no necesito más que tranquilidad. Sé que cuando me vuelva una sombra más en la espesura de este mi jardín de almas en pena, no habré dejado compromisos pendientes. La casa ya está, de palabra, dada al municipio para que pongan un centro cultural cuando yo ya no esté. O que hagan con ella lo que se les dé su rechingada gana. El pueblo se encargara de cuidar o de tumbar mis árboles. Porque por estos rumbos son muy buenos para eso. Yo ya no estaré para verlo.

En fin pues, hasta hoy no necesito más que los jueves a las once. A esa hora es cuando llega la moto taxi a la puerta de mi casa. A esa hora y ese día es cuando el corazón me late y me recuerda que sí, aún estoy vivo, aunque viejo y marchito. Todos los jueves a las once es cuando me quema la bolsa ese rollito de billetes de a cien que guardo con esmero. Mis ahorros yéndose semanalmente. Hasta hoy, eso es sólo lo que me importa, ver desde las rendijas de la cerca llegar a Candelaria –porque así me dijo que se llama. Tal vez ni es su mero nombre– bajarse garbosa de la moto taxi y dirigirse a la puerta de entrada. A ella la necesito en estos días, una vez por semana, cuatro veces al mes. Para que me ponga la tina de agua calientita debajo del mangal y me bañe primero, y ya después de limpio cambie el agua y se meta conmigo a abrazarme entre sus piernas, como si me estuviera pariendo al medio día. Así hasta que sueño que ella se ha ido. Le pago para que sus manos jóvenes me limpien de todo mi pecado. Porque es para lo único que le sirvo ahora. Le hace el amor a mi cuerpo arrugado con sus alargadas manos. Tibias y suavecitas. Yo no le hago nada. Sólo me dejo llevar y tocar por el precio que pago. Eso me basta. Porque de lo demás que debería hacerle a estas alturas de mi vida, son una bola de recuerdos lejanos.

La traigo hasta acá. Ella vive y trabaja en la ciudad. Tenemos un trato de jueves por cuatro horas. No más. Y después dos horas de almuerzo juntos en la fonda de la carretera. No más.  Así puedo mirarla enmarcada de manera distinta. Y reírnos juntos de las miradas cabronas que nos avienta la gente. Han de decir pinche viejo inservible. Rabo verde. Pero ni a ella ni a mí nos importa porque estamos apalabrados. Sabemos que el mundo lo tenemos en nuestras manos cada jueves de cada mes, por el tiempo pagado. Ni más ni menos.

Me hice viejo en un abrir y cerrar de ojos. Casi ni cuenta me di. Desde este oscuro rincón de mi bosque espero a escuchar el ruido de la moto taxi trayéndome a mi Candelaria.

Lamberto Roque Hernández, escritor y maestro zapoteco de San Martín Tilcajete, Ocotlán de Morelos, Oaxaca. Radica en Oakland, California. Colabora en Ojarasca y ha publicado Cartas a  Crispina y Here I Am.