Opinión
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De huracanes
N

o es que hayan existido Patricias muy hondo allá en mi vida, no que recuerde, pero el reciente huracán Patricia, el más fuerte en registro, que golpeó justo y directo en las costas de Jalisco donde es abierto el mar Pacífico, pegó del mismo modo en las playas de mi memoria con el oleaje trivial de los noticieros. Fue donde viví el primero y el más canijo de los huracanes que he conocido, allá por 67 o 68, y mal que bien me han tocado algunos. Las costas de Cuixmala y Tenacatita eran tan vírgenes como Careyes y Careyitos, y Chamela apenas venía superando La tierra pródiga de Agustín Yáñez. Sea dudoso parámetro un chamaco bobo del Distrito Federal que nunca antes había visto el mar pero, créanme, las palmeras se doblaban hasta el suelo, las vacas volaban, los tiburones se varaban en las lomas y uno como persona no tenía nada que hacer al respecto, cual hoja al viento. Por entonces todavía rezaba pero no recuerdo haberlo hecho. No era lluvia, no caía sino avanzaba sobre la tierra como una caballería furiosa. Todo lo golpeaba, y los obstáculos se los brincaba. Sólo paró en la Sierra Madre Occidental, de otro modo se habría llevado de corbata al país entero.

Nadie pensó que aquel huracán limpiara algo, como ahora dicen del Patricia en las caras del gobierno. Las playas del Paraíso estaban limpias de por sí; los vientos y el aguacero nada más las sacudieron para ponerlas de cabeza y dejarlas intactas. Reconstruibles como todo en la intemperie de esa costa aún sin calles ni turistas. Me acuerdo que la leche de las vacas que pastaban bajo el palmar sabía a coco. Y que vimos matar un tiburón a puñaladas, no fuera a morder mientras moría, abandonado por el mar después de la tormenta.

Tres años después, al otro lado del océano me tocó el primer y hasta ahora único tifón, aparte del de Joseph Conrad. Tierra adentro en la isla grande de Japón, al pie del Fujiyama nos alcanzó un tifón que hasta salió en la noticias y nuestros papás desesperados desde México trataban de localizarnos por teléfono. Estábamos, más o menos los mismos del huracán de Jalisco, en una edad en la que uno no se da cuenta de muchas cosas. El tifón fue un baile imprudente, un carnaval atónito, vientos agradables, chorros de agua caliente a 60 kilómetros por hora. Recalamos en una aldea de papel, madera y tela. Los muros y las puertas volaban junto con las sábanas y las banderas blancas de las tiendas escritas en caracteres rojos y azules, sin que la población local mostrara miedo ni preocupación. Iban con el tifón a donde los llevara como parte de natural de su existencia. Eran el país de la bomba.

Se supone que huracán y tifón son sinónimos, según de qué lado del Pacífico norte pega la tormenta, pero quién sabe. El huracán tiene ojo, mientras el tifón es una gran boca rodeada de labios. Pero peligrosa, con dientes.

Entre cientos de damnificados los marines nos levantaron en unos camionzotes –Estados Unidos seguía ocupando Japón– y nos depositaron en su base naval de Yokohama cuando el tifón ya era historia. Allí encontramos teléfonos para reportarnos.

Del término tifón no sé. Ni le gugleo. Pero el nombre del huracán tiene vena, su mito, sus trampas. Como registra Arturo Dávila en su estimulante prólogo a Naufragios, el gran relato clásico de Alvar Núñez Cabeza de Vaca (Colección Relato Licenciado Vidriera, UNAM, 2015), Huracán aparece en el Popol Vuh y significa corazón del cielo. La odisea, o lo que sea, de Cabeza de Vaca había comenzado al cruzar el estrecho de Florida dejando atrás Cuba en 1528, y el destino le tiró los dados frente a las costas de lo que hoy es Texas. Ocho años caminó entre indios irredentos hasta Culiacán: su formidable historia. Y fueron huracanes los que dejaron al explorador a su suerte y le dieron asunto para uno de los mayores relatos de viaje escritos en cualquier lengua.

La palabra huracán no es del Popol Vuh, viene del Caribe. Pedro Mártir de Anglería, muerto en 1526, encontró en La Española que los taínos, hoy extintos, nombraban así a las tormentas. En justicia, los taínos habrían de verse como los nombradores inaugurales de América en la lengua colonial, los primeros humanos que escucharon la soldadesca y la frailería españolas. A los taínos debemos las palabras maíz, maguey, canoa, carey, Habana, iguana, macana, cacique y barbacoa. Huracán lo diseminaron los invasores hasta el Pacífico Oriental y ahora así se le llama en todo el hemisferio. ¿Fueron los curas que difundieron el nombre? ¿Y si taínos y mayas usaban la misma palabra? Vecinos eran, salvo el Caribe.

Cuando uno enfrenta una tormenta tal, lo primero que busca al guarecerse es cómo llamarla. Si huracán fue lo primero que oyeron los espantados marineros para designar las destrucciones del viento, pues huracán quedó. Así les pondrían a dioses ajenos. Ahora los bautiza el orden alfabético. Hay los memorables que se dejan venir rompiendo, dejando en su maldito nombre daños y pobres.