Opinión
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Dos veces única de Elena Poniatowska
D

esde hace tiempo Elena Poniatowska repite con frecuencia que México es inferior a su pasado. Y aunque aceptaba sus palabras, sólo hace poco entendí, con claridad, a qué México se refería: al de Tinísima, Leonora y Dos veces única, la novela sobre Lupe Marín, quien fue mujer de Diego. Con esas tres novelas se puede armar el rompecabezas de ese México superior al nuestro al que se refiere la escritora.

Es el México donde tirios y troyanos interiorizaron la necesidad de la educación y la cultura como un germen indispensable para construir un mejor país. Es el México que hizo coincidir a un general antirreligioso, como Álvaro Obregón, con un intelectual católico y proclive al fascismo, como José Vasconcelos, y a estos con pintores comunistas como Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros.

La misión que emprendieron era civilizadora, pues creían que, de seguir marginado el pueblo, no habría salvación. La educación y la cultura eran, escribe Poniatowska, la única esperanza para el país. Y lo sigue siendo.

Claro que existían diferencias en los años del muralismo y de las misiones culturales de Vasconcelos. Diego Rivera estuvo a punto de regresarse a Europa porque Vasconcelos le redujo brutalmente el presupuesto que le había prometido para llevar a cabo su trabajo, pero fue rescatado por el propio Álvaro Obregón, y Diego, apoyado plenamente por el general, pudiendo haber hecho a un lado al autor del Ulises Criollo, prefirió la acción a la grilla. Gracias a ese estar de acuerdo en lo esencial y hacer a un lado lo accesorio se pudo llevar a cabo el plan impulsado por Vasconcelos. Diego cobró a precio de albañil sus murales y José Pablo Moncayo se conformó con unos viáticos mínimos para recorrer Veracruz e impregnarse de sus sones. Gracias a esa gana de construir una nación circularon cientos de libros clásicos por todo el país, se pintaron decenas de metros cuadrados con espléndidos murales en sitios públicos y empezaron a circular obras musicales como el Huapango de Moncayo.

Dos veces única forma parte de ese gran mural que Poniatowska ha ido armando con devoción minuciosa sobre el país al que llegó a vivir en 1942. Más que su geografía le importó su gente: sus indios, sus escritores, sus pintores, los personajes que sintetizan en su biografía parte de la historia del país. Lupe Marín es uno de esos personajes.

Dos veces única es una novela emocionante, como emocionantes han sido Tinísima y Leonora por esa recuperación del México vibrante cuyas ondas expansivas aún nos alcanzan. Pero también emociona por esa forma que Poniatowska ha perfeccionado libro tras libro para contarnos historias.

Como los muros de Diego Rivera, Dos veces única es un mural con colores intensos y muchísimos personajes. Allí están por ejemplo los miembros del grupo Contemporáneos, pero no como nos los han retratado con demasiada frecuencia: como estandarte de la universalización de la cultura para combatir el nacionalismo. Dicho así parecería que Vasconcelos y Diego Rivera sólo se miraran el ombligo en materia de arte y cultura, pero no fue así. Sólo la ignorancia y la mala fe pueden olvidar los murales hechos por Rivera en Estados Unidos y que fuera un entusiasta promotor de Kandinsky, Modigliani y Marcel Duchamp cuando en México eran prácticamente desconocidos. Diego no se enamoró de lejos de las vanguardias. Gracias a esta novela de Poniatowska vemos que Diego participó en ellas y tuvo como interlocutores a Picasso, Duchamp o Kandinsky. ¿No Modigliani le pintó al muralista mexicano varios retratos y André Breton firmó con él el famoso Manifiesto por un arte revolucionario independiente en 1938?

Jorge Cuesta, la más alta inteligencia de Contemporáneos, creía que el nacionalismo nos empequeñecía, pero mirar sólo hacia el extranjero tampoco nos hizo mejores como nación.

Dos veces única nos recupera a un inteligentísimo Jorge Cuesta afrancesado que, como ocurre a muchos porfiristas al viajar a París, se siente fuera de lugar. La vida cultural francesa no fue como la imaginó y su encuentro con André Breton –propiciado por Alejo Carpentier– fue un tremendo fracaso. Cuesta por lo demás, durante su viaje, soñaba con tamales y plátanos rellenos. Salvador Novo –que a decir de Octavio Paz acostumbraba escribir con bilis y caca– se pitorreaba de la conciencia de raza, odiaba los petates, los huaraches y las escopetas de la revolución, como consigna Poniatowska, pero habría que añadir que Novo sólo odiaba al peladaje en los murales, porque invertía días enteros en perseguir choferes huarachudos. Publicó incluso un periodiquito para atraerlos: El chafirete. No es gratuito que su amigo Carlos Pellicer lo llamara El Poeta Chofer.

Como se ve a la distancia y gracias a Dos veces única, ni el nacionalismo de los murales fue la propaganda más eficaz (los indios sólo han ganado las batallas en los murales) ni la universalidad de los contemporáneos era tan auténtica. Fue más bien provinciana, aunque Novo haya calificado La suave Patria como una flatulencia de Ramón López Velarde.

Poniatowska tiene en su novela síntesis luminosas al respecto: “Mientras Jorge (Cuesta) obsesionado por la perfección sufre con cada línea de su largo poema ‘canto a un dios mineral’, Diego Rivera pide asilo político para León Trotsky rechazado por los gobiernos del mundo”.

El ingenio de los contemporáneos, escribe Elena, su discurso sobre sí mismos y la revista Ulises hartaban a Diego Rivera, que conoce a fondo la vanidad de la bohemia. Pero tan pequeño era el mundo cultural de entonces que Novo, Cuesta y Villaurrutia acuden a la casa de Rivera en Mixcalco para ponerse al día en las tertulias que mantenían con Lupe Marín, La Prieta Mula, como llamaba Diego a su mujer. Esas tertulias que tenían con ella eran un dejá vù de lo que Diego conoció en el París de principios del siglo XX cuando lo llamaban le Mexiquen.

Siendo injustos como lo fueron Novo, Cuesta y Villaurrutia podríamos preguntarnos: ¿quiénes han sido por sus obras o con sus obras más universales: los criticados muralistas por su ideología o sus malquerientes de entonces y de ahora?

La mayor aportación de nuestro país a la pintura universal la hicieron los muralistas. Sólo así entiendo las inmensas filas que se hicieron afuera del Museo de Arte Moderno de Nueva York cuando en 2011, para celebrar los 80 años de la inauguración del museo, montaron una exposición de Rivera con algunos de los murales transportables que se habían exhibido allí.

Dos veces única tiene, como todos los grandes libros, lecturas para distintos públicos: para el erudito cazador de datos (los historiadores del México moderno se acercan a las novelas de Poniatowska como a un gran archivo), para el lector medio que aunque conoce algunas anécdotas de la vida de los personajes siempre sale enriquecido y para quienes se acercan a una novela para descubrir un mundo emocionante que desconocían.

El buen oído de Poniatowska para contarnos sus historias con voces, como hace la premio Nobel Svetlana Alexievich; su mirada entrenada para captar en los gestos, ambientes y atmósferas que le ha dado su trabajo de cronista y el ejercicio cotidiano de la escritura han hecho que sus novelas generen una especie de campo magnético. Su prosa imantada por el fluir mismo de la escritura y su riquísimo sedimento de datos nos permiten escuchar a la mismísima Lupe Marín, acercarnos al secreto de la pasión de Diego por Frida, o a un Salvador Novo –a quien siempre hemos visto en pose de desplante y con muchos anillos– atrincherado en su oficina por el miedo que le produce La Prieta Mula.

También podemos verla deambular por París con un Luis Cardoza y Aragón prendido de su brazo queriendo seducirla con citas de autores franceses o resignado a acompañarla a comprar telas y regalos para su familia. Y aunque Frida Kahlo no aparece en primer plano, en ninguna parte de la novela es posible verla tan cerca como la vieron la propia Lupe Marín y sus hijas: cuando Frida se casa con Diego, Lupe Marín le alza el vestido para gritar: por estas piernas me han cambiado. No sólo eso: también es posible acercarnos a ese Jorge Cuesta atormentado por una prolongadísima crisis de identidad o verlo en su laboratorio, donde él era su propio conejillo de indias. El mismo al que consultó Aldous Huxley por sus experimentos con sustancias sicotrópicas; el mismo que amó y odió a Lupe Marín y con quien tuvo un hijo a quien su madre hacía dormir en la azotehuela sin importarle el frío.

En Dos veces única aparece Lupe Marín de cuerpo entero. Una mujer alta e insumisa, una tierra vasta y fértil, a veces árida, a veces tormentosa y despiadada, pero jamás plana, una mujer rebelde y dura, mala madre según sus hijos y que se convirtió, con los años, en la mejor de las abuelas.

Rivera la pintó varias veces. En su primer mural, La creación, llena de vida, en Chapingo, como la tierra fecundada, y en aquel lienzo donde se aprecia la grandeza de sus manos, las mismas con las que quiso y logró a veces atrapar su mundo.

A veces me da la impresión de que Poniatowska no hace entrevistas, cuentos, novelas, sino partes de un gran mural de palabras, de un lienzo pintado con tinta que empezó a escribir desde que llegó a México.

Si Diego Rivera pintó su Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, Elena nos ha ido entregando ese México que atrae y causa repulsa, con mujeres y hombres admirables y otros que preferíamos no conocer. Tal vez sólo le falte contarnos, de todas las historias que ha contado, la historia de sus días, la gran novela, la gran crónica sobre esa escritora que llevaba a su hijo mayor a sus entrevistas con los presos políticos en Lecumberri. La misma que arrullaba a sus otros hijos con la máquina de escribir. La misma que nos entrega en Dos veces única otra parte de ese México superior al que vivimos.