Opinión
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¿Estados multinacionales en pugna?
U

n repaso de la historia de Europa en el siglo XIX arrojaría que el origen de la mayor parte de los conflictos que figuraron las rivalidades entre sus países tendría, acaso, que ser buscado en la formación de los estados-nación. Las guerras napoleónicas, las confrontaciones en los Balcanes, el choque franco-prusiano se dirimieron en torno a la definición de lo que sería esa unidad política, social y cultural que habría de configurar el centro de la experiencia moderna. La disolución de los imperios del siglo XVIII trajo consigo ese peculiar matrimonio entre el Estado y la nación que cautivaría la imaginación, el consenso y a las fuerzas identitarias durante más de dos siglos. Pero no fue sino hasta la Primera Guerra Mundial cuando esa peculiar conflictividad centrada en los andamiajes del nacionalismo adquiriría la dimensión de una auténtica carnicería, emprendida en nombre de la libertad y la civilización, cuyo cometido fue doble: deshacerse de las fuerzas que pugnaban por la ruptura con la sociedad de mercado y fijar las jerarquías de esa nueva criatura que sería el Estado del siglo XX.

Quien lea la trayectoria del siglo pasado desde las perspectivas de la multiplicidad de esa historia no se equivoca. Incluso la guerra fría, que fue una cruzada de orden ideológico, encontró en la rivalidad entre dos naciones –Estados Unidos y la extinta Unión Soviética– su expresión material.

Desde los años 80 los procesos de globalización empezaron a erosionar ese centro del imaginario político en múltiples formas. Las migraciones masivas a los países más industrializados, la apertura de las fronteras al paso de mercancías e inversiones, un mundo conectado por redes digitales y los medios globales de comunicación produjeron una politicidad radicalmente distinta. En sus inicios era imposible entrever cuál sería el camino que adoptaría.

Desde la década de los 90 se multiplicaron las teorías y las hipótesis. Una de las más seductoras (y conservadoras) se debió al ya fallecido S. Huntington: el mundo transitaría del choque de ideologías, característico de la guerra fría, a un choque entre civilizaciones. El centro de la conflictividad global ya no se centraría en los sistemas sociales, sino que se desplazaría a la esfera de la cultura y las identidades sociales. Desde sus orígenes, esta visión quedó desmentida. Los países eslavos de Europa del Este, por ejemplo, optarían por acercarse a Europa occidental más que restituir cualquier forma de paneslavismo junto con Rusia. Y en el Cercano Oriente, los conflictos entre las diversas franjas del islam han impedido todo intento de unificación.

¿Cuál ha sido entonces el centro de la politicidad que parece marcar cada vez más el carácter de los conflictos globales?

Acaso la emergencia del Estado Islámico (EI), un movimiento popular y cuasifascista (o sin el cuasi), ha revelado, en cierta manera, las coordenadas más recientes que dominan la lógica de las grandes potencias actuales.

Antes que nada es preciso subrayar que el EI representa la deriva inmediata del fracaso de la intervención de Washington en Irak. El desmantelamiento de un Estado-nación (Irak) y el apoyo al fundamentalismo islámico en Siria para derribar a Assad –los dos ejes de la política de Washington en la región–, produjeron ese golem político, que hoy amenaza principalmente a quienes lo propiciaron. Conformado por la alianza entre la antigua oficialía del ejército de Saddam Hussein y una amplia coalición de fuerzas islámicas, el EI aspira –bajo la noción del califato– a organizar un orden que contenga en sí varias naciones, reconfigurando todas las fronteras existentes. Desde hace tres años, EU junto con sus aliados en la región –Arabia Saudita, Turquía, Dubai y otros seis países– han intentado infructuosamente desmantelarlo. Pero ni el Pentágono ni sus aliados están dispuestos a enviar tropas terrestres. El único ejército que parecería ser capaz de dar esa batalla es precisamente el de Assad, que está aliado con Rusia desde el comienzo del conflicto.

Por su parte Rusia siente que el EI representa una amenaza a sus fronteras islámicas, ya que buena parte de sus apoyos provienen de ellas. ¿Qué es lo que persigue Moscú con la intervención directa? En primer lugar, afirmarse como lo que ya ha sido: un Estado multinacional, en el cual el centro de su hegemonía está basado en su capacidad para mantener el equilibrio de fuerzas en la región. Y en segundo lugar, debilitar la presencia de Estados Unidos, que al parecer no logra asumir que el mundo actual ha dejado de ser un orden unipolar.

Washington tiene ante sí dos opciones: aceptar su fracaso o tratar de acotar la intervención de las tropas rusas. Lo primero depende en gran medida de lo que suceda en las próximas elecciones de Estados Unidos, aunque el Pentágono siempre tiene aquí una última palabra. Lo segundo equivaldría a aumentar la tensión en la región a un grado que sólo se conoció en la crisis cubana de 1961-63: la posibilidad de que Estados Unidos y Rusia se enfrenten directamente. Esta última opción parece hoy plenamente descartada. Pero las guerras son fenómenos muy peculiares: se sabe dónde comienzan, nunca cómo acaban.