Una flor espinuda, en la comunalidad

Ramón Vera Herrera

TLAHUITOLTEPEC-MIXE, OAXACA

El primer síntoma fue el muchacho que nos llevó de Oaxaca a Tlahui en un colectivo, trepando por las sierras y barrancos rumbo a la legendaria Tlahui. Su presencia era cercana aunque no hablara y sólo de pronto asintiera o sincronizara una sonrisa o un destello de mirada por el retrovisor ante una señal de cercanía con Flori, con su familia, con lo que para Tlahui significa y significará siempre Floriberto.

Porque él sabía que las tres personas de su colectivo íbamos a la conmemoración del prematuro fallecimiento por problemas cardiacos de Floriberto Díaz, pensador y dirigente ayuuk (mixe) propugnador de la comunalidad y los ámbitos comunitarios, que no son lo mismo pero siempre se acompañan —inseparables como el aire y el agua, como el fuego y el humo. Como la tierra y el cielo que todo lo abarcan y en la Sierra Mixe son omnipresentes e inseparables.

Veinte años pasaron desde su partida, una cuenta completa, ee’px, como bien dice su hija Tajëëw —al pendiente de las reverberaciones de su pensamiento, de los nuevos brotes de flores insospechadas por aguantadoras: nada de flores frágiles en las serranías de lo inmenso.


Jerónima Hernández trabaja en una cuadrilla de indígenas en la pizca
de fresas. La mayoría son mixtecos de San Vicente, Oaxaca. Caminan sobre lodo y arena, reclinados todo el día. Santa María, California.
Foto: David Bacon

El segundo síntoma fueron los partidos de básquet infantil que ya desde el camino los locutores de la radio comenzaban a narrar haciendo eco de lo que ocurriría en la plaza cuando entramos a Tlahui. Los gritos seguían la pelota y las jugadas desde las gradas, a un ladito del mercado y los altavoces hacían rebotar esos gritos en las laderas de enfrente.

Konk, el hijo de Floriberto, fue más que un mero indicio porque estableció un modo constante de cariño y cercanía recibiendo a quienes llegaron viendo que estuvieran bien, pudieran dejar sus cosas adonde iban a dormir y recalaran en la Casa de las Mujeres. Esta casa la fundaron hace años Sofía Robles (quien fuera compañera y esposa de Floriberto Díaz, y primera presidenta municipal de Tlahui) y otras señoras de la comunidad para promover la reflexión y los derechos de género. Ahí las doñitas ya limpiaban y destripaban pollos en los lavaderos situados en la parte más alta de una cañada en cuya pendiente se situaban varios cuartos de la casa. Preparaban las comidas que se servirían para todas aquellas personas que vinieron a estar, a compartir, a cotejar, a reafirmar, a recomenzar otros ciclos del cariño, el maravillamiento y la justicia.

Ahí les dieron té, y Konk les propuso ir al cementerio situado en la orilla del poblado a visitar el sitio de reposo de Floriberto —y barrerle y limpiarle la losa y el nicho poniendo flores frescas, prender veladoras, y sobre todo hacerse presentes.

Fue un momento de inmensidad silenciosa y paz, el sol medio mustio picaba a ratos y el viento era fresco y anunciaba la lluvia.

Quienes visitaron a Floriberto celebraron en paralelo con toda la gente que trepó al Cempoaltépetl a mirar y conmemorar desde la cumbre, ofrendando su caminata, para estar, para reanudar los lazos.

Por eso al regresar, el primer gesto de Sofía Robles fue saludar a quienes se habían quedado a cuidar, es decir, a quienes habían ido a la tumba del pensador para que no estuviera solo mientras todo mundo subía y bajaba. Y ese saludo incluyó el ofrecimiento de un ramo de flores y ramas frescas para valorar abiertamente a quienes no fueron, pero estaban presentes.

Tal vez ésa sería la enseñanza más importante de lo que es la comunalidad: hacernos presentes. Asumirnos responsables. Porque la presencia entraña cuidados, mirar el detalle, aunque la dedicación pueda significar incluso ser rudos cuando es necesario: la presencia entre la gente ayuuk es sutil, pero no está exenta de una contundencia. La comunalidad se construye a partir de la presencia expresa de cada una de las personas que pertenecen a la comunidad, que tejen reflexión, práctica, proceso, mutualidad. Sólo se pertenece si estamos presentes, con nuestra intervención propia expresa, con nuestro empeño y cuidado, con nuestra dedicación, mínima, instantánea o permanente. Mejor si permanente.

Así fue Floriberto Díaz. Renegó de la antropología y el sacerdocio, sólo porque adivinó en estas actividades y esfuerzos una fractura, una distancia con la realidad y la imaginación que no había que tener. Como mucho se ha dicho, renegar lo regresó a la plenitud de la presencia y los cuidados, como los que ponen las mujeres, mayores y jóvenes, que ya están limpiando ajos unas mientras otras sirven caldo de patas a todos los presentes, con mezcal y conversación.

Quienes treparon al cerro sagrado se dispersan en varias pláticas o pendientes y mientras las mujeres trabajan, Konk les sirve mezcal y les pone música. Desfilan la música de bandas propia de Tlahui, pero también los nuevos experimentos musicales que privilegian los cruces de caminos entre la música mixe, la música de bandas, la música de Centro-Europa, el jazz y el rock de vanguardia con Steven Brown como referente y vasija del impulso joven de la renovada tradición musical ayuuk.

Y así las doñitas (consentidas aunque sea un poquito), a quienes se suman la misma Sofía, y sus hijas Tonantzin y Tajëëw, más otras amigas de dentro y fuera de la comunidad, siguen cocinando y preparando el mole amarillo, las hojas especiales y el nixtamal para los grandes tamales de frijol o de pollo, mientras un grupo de mayores se enfrascan en conversar del suicidio y sus cercanías con el valor o la cobardía y piensan juntos entre copita y copita si está bien que un hombre le deje a su familia el cúmulo de pendientes que sólo a él, por su historia, le tocaba resolver.

A todos les cala que el suicida herede a su gente más cercana una culpa machacona e insensata, una culpa de no entender o ni siquiera atisbar el sentido de su vida ahora truncada (porque el suicida les robo el sentido de lo vivido). Los señores concluyen, sin ser categóricos, que el suicidio es una extrema falta de responsabilidad, sobre todo hacia la gente cercana, a la familia inmediata.

Sigue así la tarde y se convierte en noche. A los cuidados prodigados por Konk, se suma José Guadalupe, hermano de Floriberto, quien atiende a las visitas, y rellena copas y sirve platos de caldo y tamales, como varios otros jóvenes, mujeres y hombres, de la comunidad.

Al día siguiente la gente se apresta para una ceremonia en la cancha de basquet donde una banda femenina plena el aire con una serie de piezas favoritas. Las autoridades municipales dicen algunas palabras y con gran sencillez la gente conmemora a uno de sus hijos que marcó el futuro por promover los fundamentos de su cultura, proyectándola hasta nuestros días.

Después, la gente de fuera y de la propia comunidad —que vinieron especialmente a poner en común la vida, la obra de Floriberto Díaz, y las repercusiones de ésta en nuestros días—, abren una conversación pública. Hablan entonces los profesores Rafael Cardoso y Palemón Vargas, quienes junto con Floriberto y otras muchas y muchos comuneros ayuuk fueron traduciendo las bases firmes del legado de sus ancestros a las innovaciones que cada generación le suma para que tales tradiciones no sean vacías sino palabra viva. También estuvieron Hugo Aguilar, Benjamín Maldonado y Juanita Vázquez, que conocieron a Floriberto y compartieron con él pensamientos, reflexiones, la idea irrenunciable de que sólo asumiendo responsabilidades mutuas se puede construir una autonomía material y espiritual, un legado cultural profundo en humanidad y en justicia.

No sólo quienes hablaron al frente han estado en eso. Estaban ahí Joel Aquino de Yalálag y Jaime Martínez Luna de Guelatao, referentes fundamentales para lo que significa la comunalidad en las nuevas lecturas que las jóvenas y jóvenes hacen hoy de las propuestas colectivas, repensando la tradición desde lo moderno y cuestionar la modernidad desde la sabiduría milenaria.

Así, de indicio en indicio, se fue haciendo presente la comunidad. Y se fue configurando gracias a la comunalidad, ese esfuerzo permanente por ofrecerle a los demás (como flor de acantilado) una responsabilidad en el centro de lo que somos o podemos ser mutuamente. Es una flor espinuda y rasposa, difícil de obtener por entre las barrancas y los voladeros. Pero es factible. Y cuando se logra puede ser perenne, si se cuida entre las muchas y muchos.

Así sigue Tlahui. Como un vendaval que arrastra y nos pide responder, estando donde se requiere, en nombre de todo lo valioso que existe aquí en el presente de los días y las luchas. Y así vez tras vez. Tal vez ya no está Floriberto pero sí está presente, y responsable, de otros modos, con otros tantos flujos eternos, como las tantas personas que lo alojan.