Opinión
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Palabras en libertad
E

n América Latina vivimos frente a un caleidoscopio que no se detiene en la composición de sus figuras. Como una de nuestras más viejas fantasmagorías, los caudillos se repiten en un juego infinito de espejos nublados por los viejos vapores del populismo. No son materia agotada ni de la literatura ni del periodismo. No son espectros del viejo pasado, sino imágenes vivas del siglo XXI, arrastradas por la marea de la historia que no cesa de copiar sus eternos movimientos.

Y la corrupción está siempre en la foto. No como la actitud esporádica de un grupo de individuos, sino como una conducta que afecta al cuerpo social y busca de manera solapada una carta de legitimidad en la conciencia individual, y en la colectiva.

La gente común adquiere la certeza de que hay una raya insalvable que traza los privilegios de la impunidad, y entonces se rebela y sale a la calle, como acaba de ocurrir en Guatemala, y ha ocurrido en Honduras. Es desde la calle que se ha logrado la destitución y juicio del general Pérez Molina, en una rebelión cívica contra la corrupción. El reclamo por la decencia es hoy un reclamo revolucionario.

Pero junto a la violencia contra la ética, está también la violencia contra la democracia. También de esa violencia tenemos noticia todos los días. La inoperancia de las instituciones, el miedo a emitir leyes justas y el temor a dar sentencias justas. Y junto al desprecio a las leyes y a la Constitución, la retórica que ampara la falsedad y la falta de transparencia en la conducta política.

Y esa violencia institucional va dirigida contra los medios de comunicación que estorban la pesadilla demagógica de sociedades uniformes, cuando el poder pretende un espacio único de opinión, cansino y monocorde, donde sólo debe reinar la ideología oficial. Porque la información, que es libre por naturaleza, es vista desde el poder arbitrario como propaganda. Leyes represivas, cierre de medios, cadenas oficiales interminables, compra forzada de periódicos, estaciones de radio y televisión que pasan a ser parte del coro político del Estado, amenaza de cancelación de licencias, uso de las cuentas de publicidad gubernamental como arma de coerción y chantaje.

El diario Tal Cual de Caracas fue asfixiado, entre la falta de papel para su impresión, el cierre de las fuentes de publicidad estatal, investigaciones fiscales y pleitos judiciales enderezados contra su director, Teodoro Petkoff, quien no pudo recoger en Madrid el Premio Ortega y Gasset, pues tiene el país por cárcel.

De acuerdo con el Instituto Prensa y Sociedad, en el término de un año 34 periódicos y revistas en 11 estados del país habían llegado a una situación precaria en Venezuela debido a la falta de papel de impresión, obligados así a cerrar, o reducir su tiraje. Mientras tanto, se obliga a los proveedores de Internet a bloquear sitios cuando las informaciones disgustan al gobierno, y las estaciones que transmiten por cable son sacadas del aire. Todo entra en el rango de lo que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos califica de censura indirecta.

La democracia tiene un punto de partida que son las elecciones, pero no es suficiente; es un edificio que hay que sostener todos los días, y cualquier golpe bajo puede cuartear sus paredes, o terminar derrumbándolo. La institucionalidad y las libertades públicas son sus bases. Un gobierno electo se convierte en un gobierno autoritario cuando invade la institucionalidad y restringe o anula las libertades públicas, de hecho o a través de leyes o reglamentos. Y por mucho que se envuelva en un espeso manto retórico, el autoritarismo, de derecha o izquierda, viene a ser el mismo.

Y cuando las leyes buscan reglamentar el pensamiento y sujetarlo a normas burocráticas, entramos en ese mundo oscuro que Kafka delineó tan bien en sus novelas: el mundo procesal donde todos somos culpables por utilizar las palabras, y la única manera de demostrar inocencia es con el silencio. Nacen así los ministerios de la Verdad, como en el mundo de George Orwell, y el Estado se convierte en una especie de orden religiosa que vigila el pecado ideológico y amenaza con las llamas del infierno.

En Ecuador, la Superintendencia de la Información y Comunicación aplica sanciones brutales, como ha ocurrido con el diario El Comercio, castigado con una multa equivalente a 10 por ciento de su facturación comercial de los últimos tres meses por causa de un reportaje sobre el déficit presupuestario en el sistema de salud.

Y llegan los absurdos. La misma superintendencia ha considerado sexista una tira cómica de Olafo el amargado porque su esposa Helga aparece de delantal, ocupada en la cocina. El censor ha fruncido el ceño. No hay que reírse, es peligroso.

El beneficio que el Estado pueda dar a sectores marginales de la población, y aun el crecimiento económico y la reducción de los márgenes de pobreza, no son contradictorios a la libertad de opinión, que es un derecho fundamental de los ciudadanos, igual que el bienestar.

Al contrario, todo proyecto de desarrollo económico se vuelve provisional si carece de fundamentos democráticos, y a la postre resultará en fracaso, tal como la historia enseña repetidas veces. La imposición de esquemas cerrados de pensamiento, que excluye a aquellos que disienten de la doctrina oficial, y los castiga, convertirá en catástrofe cualquier experimento de cambio. Tal como el secretario general de la OEA, Luis Almagro, ha expresado muy recientemente en una carta abierta dirigida al canciller de Venezuela, Elías Jaua:

“Ninguna revolución puede dejar a la gente con menos derechos de los que tenía, más pobre en valores y en principios, más desiguales en las instancias de la justicia y la representación, más discriminada dependiendo de dónde está su pensamiento o su norte político. Toda revolución significa más derechos para más gente, para más personas… la democracia es el gobierno de las mayorías, pero también lo es garantizar los derechos de las minorías. No hay democracia sin garantías para las minorías.”

Medellín, octubre de 2015

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