Política
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Nosotros ya no somos los mismos

La difícil partida de Cuba

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Manlio (Fabio Beltrones) es, para los priístas, un líder. Para los de enfrente, un respetable opositor. Manita dura, pero negociador inagotable. Como dice el dicho: aprieta pero no ahorca. Para mí, más importante que la eficacia, las capacidades de acuerdo y negociación, la tolerancia y buenos tratos. Más que la sagacidad y la acertada definición de las fortalezas y debilidades, está el haber acreditado el derecho a ser creíble. Y también, por supuesto, el reconocimiento a su vocación por la lealtadFoto María Luisa Severiano
N

i cuando abro el sobre de los laboratorios que me comunican el resultado de los análisis realizados a mi hígado, o la sentencia dictada por el antígeno prostático específico total, al que anualmente me someto; ni siquiera cuando encuentro bajo mi puerta los ominosos avisos en cuyo remite leo, como una sentencia inapelable, las iniciales: SAT, soy víctima de un reblandecimiento de mis íntimas convicciones ateas, herejes, agnósticas o importamadristas, como cuando me subo a un aparato que se enfrenta groseramente a la ley de la gravedad. Regreso a México en una cascarita que tiene dos pequeñas hélices que demuestran que el aceite no se aguanta las ganas de salir. Sobre las alas diviso un negruzco y ominoso caminito que a nadie, sino a mí, le causa la menor preocupación El ambiente en el aeroplano es muy disímbolo: algunos siguen eufóricos cantando tonadas tan cursis como México lindo y querido, otros ya rendidos de tantos días (y noches) de fiesta, se remolinean en los incómodos asientos de ese ya entonces vetusto DC3. Los hay que regresan contra su voluntad, aunque otros ya vienen haciendo planes de, en cuál región, darán inicio a sus prácticas guerrilleras. Los hay también, más teóricos: su trinchera no es la sierra, sino la academia: vienen a México de paso, porque piensan terminar sus estudios en la Universidad Patricio Lumumba en Moscú o, de perdida, en la Kim Il-Sung de Pionyang (en Corea del Norte hay más de 400 universidades). Mi terror pánico al avioncito es tan grande que se me olvida una llamada recibida en el lobby del Habana Hilton, recién llamado Habana Libre. Un atingente paisano logró hacer una subrepticia llamada a Cuba y me informó: “La cosa está que arde. Si puedes quédate allá o no llegues al aeropuerto porque está tomado por el Servicio Secreto y los agentes de la DFS.” Aún ahora no sé qué era mayor, si la solidaridad de mi amigo o su maravillosa actitud naif. Ya me imagino presentándome ante Raúl: “Compañero, le traigo una buena noticia. He tomado la decisión de quedarme entre ustedes hasta que el proceso revolucionario se asiente. No me propongo como ghostwriter del comandante Fidel, porque le terminaría un discurso al año y él pronuncia 10 al día. Puedo escribir lemas, consignas, gritos de guerra”… La otra opción: paso a la cabina del piloto y digo: “ Capi, quería ver si podía hacerme la valona de echarse una liebrecita y pasarse unos minutos al aeropuerto de Saltillo, no documenté equipaje así que no lo tardo.” ¿Cómo no querer a mis paisanos? Como dije al principio, sentirme a dos metros por encima de la corteza terrestre pone automáticamente en crisis mi escala de principios y valores. Se me quita lo machín y pido paz y ya no juego. Tenía ya tiempo en que las relaciones entre el Santo Patrón de mi pueblo y yo estaban bastante deterioradas. Yo resentía su poco comedimiento por mi persona y la falta de reconocimiento a mis afanes proselitistas y pastorales. Habíamos retirado nuestras embajadas y nos tratábamos a nivel de oficina de intereses. Comenzaba a elaborar mis más profundas disquisiciones teológicas cuando la ininteligible voz del capitán nos avisó que estábamos por aterrizar en el aeropuerto internacional Benito Juárez.

La vieja sala 5 (llegadas internacionales) era un campo de batalla: tiradas por el suelo ejemplares del Granma, de la revista Bohemia y miles de manifiestos de todos los grupos y movimientos libertarios del continente. Había más policías que viajantes. Unos, morenitos, pelos parados o embacelinados, escuálidos o ventrudos. El brillo de sus trajes de lustrosa terlenka seguramente comprados en el pasaje Savoy. Las corbatas, ganadas en las rifas de cantina, junto con los pollos de 500 gramos, los hacían inconfundibles. Los otros eran como clones, todos tenían la estatura de los Globetrotters, ojo claro, pelito a la brush, caucásicos con algún prietito en ese insípido arroz. Vestidos de oscuro, zapatos bostonianos y corbatas de graduación. Éstos, sin recato, dirigían la operación profiláctica que impediría la entrada al país del peligrosísimo virus que Cuba comenzaba a esparcir: Traían una especie de álbum con los retratos de los principales subversivos y, cuando los identificaban hacían una seña a los autóctonos, quienes de inmediato los apañaban. Decidí abandonar la pequeña petaca en que cabían todas mis pertenencias y mezclarme en el montón, lo que no era fácil porque a los escudriñadores profesionales nada se les escapaba; sin embargo, de pronto me di cuenta que todos miraban hacia un solo sitio. Debe ser una ballena, pensé (ballena o pez gordo, se les llama en el caló de Las Vegas a los jugadores triple A. Aquí yo imaginé a un rojillo de mucho mayor calado que nosotros). Me equivoqué: la vista masculina de la sala (¿Y por qué discrimino?), la vista de todo el mundo estaba fija en aquellas pantorrillas que, ya relaté, cimbraron en otra ocasión a los sabios del Consejo Universitario. Sí, la hermanita Galindo 2 hizo su entrada enfundada en una falda 10 centímetros arriba de la rodilla (las minis aún no vencían los prejuicios panistas), un entallado suetercito color durazno y calzando unas zapatillas (talla 3) jamás vistas en México: en lugar del tacón de aguja de 12 centímetros, el zapato descansaba en un círculo de metal plateado de igual dimensión. Esta arma secreta ni Foster Dulles ni Mendiolea se la esperaban: salí frente a sus narices (plural porque eran muchas personas). En el estacionamiento había otros guardianes de la democracia pero, ni el más avezado, podía sospechar que un agitadorcito de poca monta abordara un Nissan fairlady 2 seater fixed –head coupe. Las hermanitas me transportaron a Donceles 28, sede del afrancesado teatro Fábregas y de unos edificios de departamentos donde nos daban asistencia a un grupo de estudiantes, de incipientes profesionistas y jóvenes vedetes (absurdamente llamadas segundas, dado que la mayoría estaban de primera), y que laboraban en los teatros Lírico, Iris, Pigalle, Margo (posteriormente Blanquita). A este teatro, desde que la señora senadora del PRD, lo sumó a su patrimonio lo dejó, como a otra de sus adquisiciones, Gustavo Díaz Ordaz: una ruina. Bueno pues, en la puerta me esperaba Ciro Pérez, un mariconcito más machín, derecho y leal que cientos de metrosexuales e intelectuales orgánicos que conozco. ¡Córrele, pendejo! me dijo, han venido tres veces a buscarte. Toma, aquí está tu ropa recién lavada. (Cabía en una maletita de Adidas.) Partimos rumbo al café de Las Américas, pero paramos en un teléfono público. Marqué: 39 47 62. Me contestó una ancianita: ¿Diga? ¡Déjate de gracejos, Monsi! nos vemos en el café. Llegó. Intercambiamos miedos y horrendos presagios. Decidimos que las niñas Galindo nos llevaran a Cuauhtémoc (algo así como 849) y Eugenia, casa y hospedería que nos brindaba la familia Hiriart. Llegando, doña Bertha Urdanivi, madre de Humberto (y de Hugo, Berthita y Marcia) nos interceptó y nos dijo: Carlos, los dos, vengan. Ustedes saben que en esta casa se les quiere y siempre los hemos tratado muy bien, pero ahora les pido comprensión: su presencia compromete a Fernando (Hiriart, su marido). Yo les quiero pedir que dejen de visitarnos. No articulamos palabra. Salimos y nos separamos. No recuerdo gracejo alguno que, de seguro, lo hubo. Monsi fue a buscar su camión y yo me senté en el atrio de la iglesia. Tenía una necesidad de preguntarme: ¿Qué hacer? Pero detesto las citas heroicas y el camarada Vladimir se había preguntado lo mismo, en un tratado político escrito en 1902. Dejo constancia de que Monsi jamás volvió a casa de la familia Hiriart y confieso, al tiempo, que yo lo hice a la primera oportunidad. Pero aclaro: no es que Monsi fuera más digno que yo… simplemente, él sí tenía dónde comer.

Hoy se está decidiendo el nuevo presidente del PAN. No será Javier Corral por dos motivos. 1. El PAN, que ha tenido grandes momentos, no está ahora, en uno de esos. 2. Yo apoyo a Corral.

El presidente Peña Nieto superó atavismos, prejuicios y resquemores: se arriesgó con un extranjero profesional, más que por un amateur autóctono. Manlio es, para los priístas, un líder. Para los de enfrente, un respetable opositor. Manita dura, pero negociador inagotable. Como dice el dicho: aprieta pero no ahorca. Para mí, más importante que la eficacia, las capacidades de acuerdo y negociación, la tolerancia y buenos tratos. Más que la sagacidad y la acertada definición de las fortalezas y debilidades, está el haber acreditado el derecho a ser creíble. Y también, por supuesto, el reconocimiento a su vocación por la lealtad. Salvo prueba en contrario, el joven Manlio es un hombre de lealtades.

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