15 de agosto de 2015     Número 95

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

La agricultura familiar
campesina: ilusión o desafío

François Houtart Profesor en el Instituto de Altos Estudios Nacionales de Quito, Ecuador


François Houtart
FOTO: Presidencia de la República del Ecuador

El término agricultura campesina es tema de debate. Algunos prefieren hablar de agricultura familiar o de agricultura de pequeña dimensión. Se puede opinar de diferentes maneras, pero lo esencial es el contraste entre una agricultura organizada de manera “industrial”, en función de la lógica del capital, y una producción orientada por campesinos autónomos con una perspectiva holística de la actividad agrícola (incluyendo el respeto de la naturaleza, la producción orgánica y la salvaguardia del paisaje). En otras palabras, una agricultura orientada por el valor de uso versus una actividad agraria basada en el valor de cambio. La agricultura indígena, de forma especial, se corresponde con estos criterios.

El modelo industrial, como nueva frontera para el capital. La introducción del capital en la agricultura no es un problema nuevo. La industrialización europea significó ya en el siglo XIX una transformación profunda del sector. La mano de obra industrial que formó en gran parte la nueva clase obrera se reclutaba en el campo. Nuevas tecnologías agrícolas se desarrollaron para nutrir las ciudades. Profundas crisis afectaron al sector, como en Irlanda. Ya el proceso de acumulación del capitalismo mercantil se había construido, en gran parte, sobre el producto de las plantaciones de azúcar.

Sin embargo, en los 50 años recientes, y de manera acelerada desde la década de los 70’s, hemos asistido en el mundo entero a una concentración creciente del conjunto de la cadena agrícola, desde la producción hasta la comercialización. Los monocultivos se extendieron sobre espacios enormes.

El resultado fue doble: por una parte, una disminución fuerte de las unidades de explotación agrícola, y por otra, la dependencia de los campesinos de las grandes empresas, bajo varias formas: insumos (especialmente semillas), acceso al mercado, subcontratos y demás.

La lógica del capital no incluye en sus perspectivas las “externalidades”, es decir los daños ambientales y sociales. Solamente se calculan los logros económicos: la productividad, la evolución de los precios y la posibilidad de la especulación; es decir, lo que contribuye a la ganancia y a la acumulación. Los otros costos no son pagados por el capital sino por la naturaleza, por las comunidades, las poblaciones y los individuos.

Socialmente, el modelo agroindustrial mata el empleo y está en el origen de las grandes migraciones hacia las ciudades. El número de personas desplazadas se cuenta por millones especialmente en los continentes del Sur, donde el medio urbano no puede ofrecer posibilidades de empleo, hábitat ni condiciones de vida dignas a los seres humanos. La presión de la “revolución verde” de los años 80’s en Asia provocó el empobrecimiento de millones de campesinos, así como el suicidio de centenares de millares de pequeños productores en la India, de tres a cuatro por día en Corea del Sur. En el Norte, un suicidio cada dos días en Francia.

Desde un punto de vista ecológico, los resultados son también profundamente negativos. La deforestación crece: en Brasil, se han deforestado 240 mil kilómetros cuadrados entre 2000 y 2010. La polución de los suelos y del agua se multiplica. La biodiversidad se destruye .

Ya en Indonesia y Malasia 80 por ciento de la selva original ha sido destruida por los monocultivos de palma y de eucalipto. Además, la tierra se convierte en commodities, introducida por este medio en la lógica del capital financiero: en Brasil, 73 millones de hectáreas pertenecen a compañas multinacionales extranjeras.

La producción de monocultivos también ha dado lugar al uso masivo de productos químicos y a la introducción de organismos genéticamente modificados. Todo esto ha sido asociado con un modelo productivista de la agricultura (o de agricultura productivista), legitimado por las crecientes necesidades, con soslayo de los efectos a largo plazo y dirigido en realidad por una economía basada en la plusvalía. Las inversiones privadas aumentaron de manera espectacular: de 600 millones de dólares estadounidenses en los años 90’s, pasaron a cerca de tres mil millones en 2005-2007, según la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (Unctad, 2009).

Durante los años recientes, el acaparamiento de tierras (land grabbing) propiciado por la trasformación de la agricultura en una fuente de acumulación para el capital, resultó ser una nueva frontera en tiempos de crisis. Eso significó la expropiación, bajo varios estatutos jurídicos, de entre 30 millones y 40 millones de hectáreas en los continentes del hemisferio sur -20 millones de ellos en África- (Delcourt, 2010). La liberalización de los intercambios provocó una explosión de los transportes marítimos (22 mil barcos de alto tonelaje atraviesan los océanos cada día) y aéreos. Son grandes consumidores de materia prima y emisores de gases envenenados. La racionalidad inmediata del capital se transforma en una irracionalidad económica global.

El origen de este tipo de desarrollo se encuentra en un planteamiento filosófico: una concepción lineal del progreso sin fin, gracias a la ciencia y a la tecnología, en un planeta inagotable. Esto, aplicado a la agricultura, se llamó la “revolución verde”. La agricultura campesina, dentro de esta visión de la modernidad, fue particularmente desprestigiada. Se le hizo aparecer atrasada, arcaica y poco productiva. Por eso hemos asistido durante los 40 años recientes a una aceleración de su destrucción, en la que han intervenido muchos factores. El uso de la tierra para actividades agrícolas ha disminuido ante la rápida urbanización e industrialización. El proceso se acelera en el Sur, pero es también importante en el Norte.

La adopción del monocultivo ha provocado una enorme concentración de tierras (Unctad, 2009), una verdadera contrarreforma agraria, que se ha visto acelerada en los años recientes por el nuevo fenómeno de acaparamiento de tierras.

La segunda causa es la lógica de los principios económicos del capitalismo. En esta visión, el capital es el motor de la economía y el desarrollo significa la acumulación del capital. Partiendo de esto, el papel central que tiene el índice de provecho conduce a la especulación. Así, el capital financiero jugó un papel fundamental en la crisis de la alimentación de 2007 y 2008. La concentración de capital en el campo de la agricultura deviene en monopolios. La agricultura se convierte realmente en una nueva frontera del capitalismo, especialmente con la caída de la rentabilidad del capital productivo y la crisis del capital financiero.

Evidentemente, en todo el mundo hay movimientos de resistencia campesina contra la dominación de la lógica capitalista en la agricultura. Ellos abordan otras dimensiones además de la defensa de la tierra. Los campesinos protestan contra la deforestación, las represas que inundan millares de hectáreas de selva y de tierras de cultivo y la contaminación del agua por actividades extractivas o industriales; también contra el monopolio de la producción de semillas, los transgénicos y la privatización de las selvas. Sus luchas son más radicales cuando se trata de la supervivencia.

¿Por qué promover la agricultura campesina? No se trata de un retorno romántico al pasado, ni de transformar a los campesinos y los indígenas en pequeños capitalistas. La meta es reconstruir una sociedad rural. En términos de eficacia, la promoción de la agricultura campesina es central, lo que está reconocido hoy en día a nivel internacional. Esta agricultura tiene muchas funciones, desde el autoconsumo hasta la alimentación de la población urbana, pasando por la conservación de la biodiversidad y el cuidado de los suelos. Sin embargo, se deben crear condiciones de eficacia, es decir, organizar el acceso a la tierra y al riego, apoyar el carácter biológico de la producción, mejorar las técnicas y abrir los circuitos de comercialización, además de mejorar los caminos rurales, sin olvidar muchos aspectos del entorno social y cultural. Son las tareas de una reforma agraria integral y popular.

El papel del Estado es central en la organización. Debe en particular garantizar a los campesinos la seguridad de la posesión de la tierra contra el acaparamiento y la concentración de la propiedad. Pertenece también al Estado la responsabilidad de organizar la infraestructura básica del riego, establecer la electricidad, regular el mercado y dar la posibilidad de créditos a la producción de los pequeños campesinos, desarrollar las infraestructuras colectivas (salud; educación; bibliotecas, y centros de formación, por ejemplo, a la informática), el transporte y las comunicaciones que aseguren condiciones de vida cultural, especialmente para los pueblos indígenas.

Todo el mundo puede ver que no es posible continuar con políticas agrícolas construidas sobre la desaparición de los campesinos. Aun el Banco Mundial publicó en 2008 su Informe sobre el desarrollo en el mundo, reconociendo la importancia del campesinado para proteger la naturaleza y luchar contra el cambio climático. Este documento aboga por la modernización de la agricultura campesina, mediante la mecanización, las biotecnologías, el uso de organismos genéticamente modificados, etcétera . Plantea también una colaboración entre el sector privado, la sociedad civil y las organizaciones campesinas. Pero todo esto permanece dentro de la misma filosofía (Delcourt, 2010), es decir, la reproducción del capital. Este pensamiento desembocó finalmente sobre la propuesta de la “economía verde de Río + 20, en 2012 .

Es evidente que la agricultura campesina tiene que evolucionar en sus métodos de producción y utilización del agua y en su capacidad de acceso al mercado. Eso es posible, pero requiere inversiones. La gran alternativa de los Estados del sur es escoger la agricultura productivista, aumentando la dimensión media de las explotaciones, o mejorar la agricultura familiar y orgánica. Muchas experiencias de agroecología, de redistribución de tierras y de cooperativas comprueban la posibilidad de la segunda opción.

Podemos concluir que la promoción de la agricultura campesina, lejos de ser un sueño romántico o un regreso al pasado, es una solución de futuro. Primero, es una alternativa para la alimentación mundial que permitirá no solamente acompañar a mediano y largo plazo la evolución demográfica, sino también trasformar la dieta humana, saliendo de la “macdonaldización”.

En segundo lugar, la agricultura campesina podrá contribuir a la preservación de la madre tierra, reconstruyendo su capacidad de regeneración, y en tercer lugar, favorecerá el equilibrio social y cultural de las sociedades rurales. Ya Carlos Marx había dicho que una de las características del capitalismo era la ruptura del metabolismo (intercambio de materia) entre el ser humano y la naturaleza, porque el ritmo de reconstitución del capital es diferente del ritmo de reproducción de la naturaleza, y que sólo el socialismo podría restablecer este equilibrio. Eso constituye la base teórica de lo que hoy se llama el “ecosocialismo” y tiene que ser un objeto central de toda política de búsqueda de un nuevo paradigma poscapitalista. Fomentar la agricultura familiar, campesina e indígena constituye una parte esencial de esta tarea a la escala mundial.

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