Opinión
Ver día anteriorViernes 14 de agosto de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Charlas parisienses y de otros lados
E

n París, durante el mes de agosto, hace calor. Esta información es tan poco sorprendente que asombra escucharla cada año en los medios de comunicación, tanto como oír a numerosas personas exclamarse escandalizadas al aprender la evidencia: el verano es más caliente que el invierno. Es así cada año, es necesario quejarse del clima: del frío en invierno, del calor en verano. Esto amuebla las conversaciones entre vecinos. Los franceses tienen una expresión preparada, ritual, hecha para designar esta manía tan común de hablar para no decir nada. La llaman: hablar de la lluvia y del buen tiempo.

Hábito campesino y tradición de prudencia. Hay tantos temas de plática que hacen correr el riesgo de conducir muy rápido a la disputa: política, escándalos, moda, costumbres, dinero, impuestos. Es más sabio evitarlos y contentarse con hablar sin decir nada. Preguntar por la salud: ¿Cómo va usted, querida señora Dupont?, sin que sea indispensable escuchar la respuesta. O bien: ¡Ah!, hace mucho calor, antes de anunciar que el barómetro va a subir. Este tipo de intercambio provoca muy rara vez el inicio de las hostilidades. Y, sin ser feroces discípulos de Hegel, para quien toda conciencia desea la muerte del otro, los franceses desconfían unos de otros, se vigilan entre vecinos, lo que dicen, lo que hacen, y, cuando se topan en la calle y se ven obligados a intercambiar algunas palabras, se las arreglan para no dejar el terreno más neutro posible: el clima, la salud. Esto permite parecer amable y guardar sus verdaderas opiniones en un prudente secreto. La cortesía sirve también a esto: se sabe que grandes moralistas, como La Rochefoucauld, el autor de Máximas, o La Fontaine, en sus Fábulas y sus Cuentos, observaron desde hace mucho que la urbanidad no es sino la otra cara de la hipocresía.

Jean Cocteau llevaba la buena educación al exceso y respondía de inmediato, por el mismo correo, a todas las cartas recibidas, según un uso hoy perdido, escribiendo voluntariamente una fórmula en su estilo: Esto no es una respuesta de cortesía, pues yo nunca seré cortés. Le habría gustado hacerse pasar por un salvaje, pues sabía que era demasiado civilizado. Sin duda era su forma de coquetería, pero también porque se sospecha a la cortesía ser la máscara de la hipocresía, Cocteau afectaba no ser cortés como tantas personas de natural cortés trata de hacer olvidar sus comportamientos. Es difícil escapar a los malentendidos. Demasiado cortés, es usted un hipócrita. Demasiado franco, un grosero. Quizás por esto las conversaciones sobre la lluvia y el buen tiempo, fuente y recurso inagotable, son la providencia de individuos que aspiran a la tranquilidad.

El otro fenómeno del verano y del mes de agosto en París, tan sensible como el del calor, es la metamorfosis del paisaje urbano y del cambio de población. Muchos parisienses salieron de la capital: el ritual sagrado de las vacaciones y de la carrera hacia las playas provoca que una especie de vacío se cree, de inmediato rellenado por la invasión turística.

Invasión, en efecto. Desde hace ya varios años, el turismo ha cambiado de aspecto. Terminó el viajero solitario que buscaba descubrir un país, sustituido ahora por los autobuses que arrojan grupos de 50, 100, 150 personas, las cuales siguen un guía, van a hacer cola en el Champ de Mars para subir al tercer piso de la torre Eiffel, o se forman en paciente fila en la explanada de la Cité antes de entrar a Notre-Dame, para enseguida engullirse en un restaurante donde la totalidad, de las mesas, o casi, han sido reservadas para hacer compartir las delicias de la cocina francesa… para turistas. Los descubrimientos se hacen en masa. Lo más notable es que estos grupos de turistas pertenecen, cada uno, a la misma nacionalidad: japoneses, alemanes, chinos, los cuales hablan entre ellos en su idioma. Podría imaginárseles hablando entre ellos, también, de la lluvia y del buen tiempo.