Opinión
Ver día anteriorJueves 30 de julio de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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uizá sea lo usual más que lo extraordinario, pero el julio que concluye deja la impresión de haber abundado en sucedidos dignos de análisis y debate, sobre todo en cuanto a sus secuelas y consecuencias. Elijo, en forma arbitraria, tres: la capitulación del gobierno de Grecia, el acuerdo sobre el programa nuclear de Irán y la irrupción de la desigualdad como tópico importante de los primeros escarceos electorales en Estados Unidos.

Uno. No es sencillo definir la fecha en que el gobierno de Grecia capituló ni ante quién terminó rindiéndose. Entre varias otras, podría elegirse la primera: el lunes 13 de julio, al amanecer, cuando concluyó la prolongada sesión del Consejo Europeo iniciada la víspera, o preferirse la más cercana, el viernes 24, cuando la troika regresó a Atenas. Los términos del armisticio, que debían ser asumidos en su integridad y sin reparos, fueron expuestos por un ex jefe de gobierno polaco, presidente en turno del consejo, pero imaginados y dictados por quién: la canciller federal de Alemania y el implacable Herr Schäuble –en los roles de madre Ubu y gran maestre de las finanzas de esta puesta en escena del Ubu Roi de Alfred Jarry– o, más bien, la anónima pero muy efectiva alianza que rige la globalización financierizada en este inicio de siglo.

Como una y otra vez lo declaró su jefe, el gobierno de Grecia optó por lo que estimaba el menor de dos males: pagar el desmedido precio exigido y continuar en el euro. Tsipras parece haber actuado por la convicción de que salir de la eurozona concitaría un no aún más resonante que el oji manifestado en el referendo del 5 de julio. Me temo que se trató de una lectura errónea. En primer término, el tercer programa de rescate, cuyos términos y alcances precisos comienzan ahora a discutirse con la troika, no garantiza que Grecia pueda absorber los costos crecientes que aceptó para seguir en el euro: largo estancamiento, mayor desempleo y sacrificio continuado de niveles de ingreso y bienestar. El sacrificio de la autonomía de gestión económica, aceptado por Syriza, puede también llevar a muy desafortunados giros políticos, incluido el fortalecimiento de Amanecer Dorado, un partido neonazi declarado. La capitulación de Grecia fue el sucedido más perturbador de los que aquí se reseñan, y sus secuelas, predominantemente negativas, tienen alcance global.

Dos. Es, en cambio, muy esperanzador el acuerdo sobre el programa nuclear de Irán, conseguido el 14 de julio entre su gobierno y los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad y Alemania, y aprobado en forma unánime por el consejo días después. Un triunfo de la diplomacia paciente e imaginativa, para el que fue importante el aporte de dos de los cinco, China y Rusia, que podían haber preferido otras opciones. In nuce, Irán hace respetar su derecho a controlar el ciclo de combustible nuclear, incluyendo el reprocesamiento y el enriquecimiento, sin otro compromiso que el que ya había asumido al firmar y ratificar el TNP: no producir armas nucleares. Se inicia un proceso condicionado y complejo de retiro de sanciones, tanto las impuestas por el Consejo de Seguridad entre 2006 y 2015, como las unilaterales de Estados Unidos y Europa. Se aleja el riesgo inmediato de una carrera armamentista nuclear en la región y, más adelante, la desnuclearización del Oriente Medio vuelve a aparecer como objetivo viable, en el supuesto de que el gobierno de Israel recupere la racionalidad que el de Netanyahu ha perdido totalmente. El arreglo con Irán abre la puerta a un desarrollo importante de la nucleoelectricidad, tan indispensable ante el agravamiento del calentamiento global.

Además de la histérica reacción israelí, hay que vencer la irracional resistencia de algunos republicanos en el Congreso estadunidense. También habrá que modular el impacto del retorno de Irán al mercado petrolero internacional en un periodo caracterizado por persistentes excedentes de oferta. La debilidad de precios puede prolongarse y profundizarse.

Tres. Aunque la atención de los medios se haya concentrado, en las últimas semanas, en el muy preocupante ascenso en las encuestas del más impresentable de los aspirantes a la candidatura presidencial republicana, el inefable mister Trump, es otro el sucedido que puede adquirir, más adelante, la mayor trascendencia. Estados Unidos parece ser el país avanzado en que el imperativo de combatir la desigualdad, que ha crecido en forma desmesurada en el presente siglo, ha comenzado a traducirse en acciones concretas, al tiempo que el debate político, en la perspectiva de la elección presidencial del año próximo, en buena medida se centra en ese imperativo. Conviene recordar que, en lo que fue llamado su momento Piketty, el presidente Obama otorgó la mayor prioridad a las acciones orientadas a combatir la desigualdad.

La explosión de la desigualdad se origina en la brecha rápidamente creciente entre las remuneraciones al trabajo y las que recibe el capital. Además, el aumento de las primeras se ha distanciado cada vez más de su principal determinante: el crecimiento de la productividad. En Estados Unidos, los salarios y la productividad crecieron al mismo ritmo entre finales de la guerra y principios de los años 70, con alza acumulada de alrededor de 90 por ciento entre 1948 y 1973. A partir de este último año, la remuneración media por hora se estancó, aunque la productividad siguió al alza, en forma acelerada. Entre 1973 y 2013 el incremento acumulado de ésta fue del orden de 140 por ciento, mientras que las remuneraciones medias sólo acumularon una alza de alrededor de 10 por ciento. Naturalmente, la desigualdad se disparó, convirtiéndose en un problema económico (deprime el crecimiento), social (exacerba las tensiones) y ético ya intolerable.

Una primera respuesta ha sido atender el alza de los salarios mínimos. Diversas acciones legislativas o ejecutivas han dado lugar a que, ahora, la mayor parte de los estados de la Unión, y algunos segmentos de trabajadores y empleados, tengan salarios mínimos legales más elevados, en ocasiones cercanos al doble, que el nivel federal de 7.25 dólares por hora.

Diversos precandidatos, tanto demócratas como republicanos, han presentado propuestas orientadas a atemperar la desigualdad, para responder a una exigencia cada vez más extendida. Algunos prefieren acciones indirectas, como aumentar los subsidios fiscales a los salarios más reducidos o extender beneficios asociados al empleo. Es prematuro dar por supuesto que se revertirá la prolongada época de estancamiento o lento crecimiento relativo de las remuneraciones al trabajo, tanto en Estados Unidos como en numerosas otras economías avanzadas y en desarrollo. Sin embargo, el debate sobre la desigualdad en la campaña electoral estadunidense puede marcar un parteaguas.