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Argentina Niñez migrante en la Silvina Gorsky Posgrado de Estudios Latinoamericanos-UNAM “Nací en Bolivia, desde los 8 años he venido.
El Cinturón Verde Bonaerense empieza a conformarse a mediados de 1940 con la llegada de migrantes europeos, definiendo un espacio periurbano en torno a una trama de quintas o huertas familiares. Según indica el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, la zona constituye la principal área productiva y comercial de la horticultura nacional, y su producción abastece de verduras y hortalizas a la región metropolitana de Buenos Aires. En la actualidad, la presencia migrante se mantiene, sólo que desde hace ya unas décadas son los migrantes bolivianos y sus familias quienes trabajan estas tierras. Como en otros cinturones verdes del país, la corriente migratoria proveniente de Bolivia cuasi hegemoniza la oferta de mano de obra en la producción hortícola, tanto es así que se ha extendido entre los especialistas el concepto acuñado por Benencia de “bolivianización de la horticultura”. De igual manera que otros mercados de trabajo secundarios –donde los migrantes recientes se insertan como mano de obra no calificada-, este mercado se caracteriza por los malos salarios y malas condiciones de trabajo y de vida. La segmentación étnica da espacio a visiones estereotipadas y xenófobas sobre las personas nacidas en Bolivia, que “legitiman” su ocupación en actividades no calificadas y la precarización de su trabajo. La estructuración de este sector hortícola, en las décadas recientes, se ha dado sobre la expansión de la figura de la mediería como organizador del proceso laboral, pero el derecho de los medieros muchas veces no supera 30 por ciento de lo producido, y su figura esconde la de un asalariado no registrado, permitiendo al productor eludir el cumplimiento de la normativa laboral, previsional y de riesgo de trabajo. La persistencia de este tipo de arreglo contractual está relacionada con la flexibilidad que otorga a la organización del proceso productivo, para lo que aprovecha principios organizativos propios del grupo doméstico, lo que incluye el trabajo de niños, niñas y adolescentes miembros de las familias bolivianas. En este contexto, la condición de migrante o la pertenencia a una familia migrante es una variable importante que afecta a la niñez y adolescencia. Frente a los obstáculos que encuentran las personas adultas para acceder a un trabajo digno, se despliegan estrategias de supervivencia de las familias, donde los niños y las niñas son involucrados en trabajos precarios junto a sus padres y madres, lo que profundiza las condiciones de desigualdad y pobreza, además de exponer a los pequeños a la desprotección y explotación. Estas familias viven en el mismo predio productivo, en viviendas muy precarias y separadas sólo unos metros de las áreas productivas. Los niños y adolescentes trabajan en las quintas y/o en tareas domésticas antes y después del horario escolar, así como los fines de semana. Esto supone un esfuerzo físico inadecuado para su edad y la exposición a riesgos como picaduras de animales, lastimaduras con herramientas, intoxicación por el uso o exposición a los agroquímicos, entre otros. “Yo tengo que regar, sacar el yuyo, plantar las plantitas. El pasado 12 de junio, Día Mundial Contra el Trabajo Infantil, la Organización Internacional del Trabajo centró su atención en la importancia de la educación como factor clave en la lucha contra el trabajo infantil, y el lema propuesto fue “No al trabajo infantil, sí a una educación de calidad”. En Argentina, la más reciente medición realizada a principios de esta década indicaba que el seis por ciento de los niños y las niñas de cinco a 13 años y el 31 por ciento de los adolescentes de 16 y 17 años trabajaban, lo que impone importantes desafíos: las políticas públicas del país deberán adecuarse a la complejidad del fenómeno, tener una mirada integral que atienda todos los derechos de los niños, las niñas y los adolescentes y sus familias. Es clave evitar las medidas culpabilizadoras de las familias, así como aquellas lecturas que naturalizan y habilitan la explotación. Corresponde profundizar la lucha contra el trabajo informal y precario de los adultos; fortalecer las políticas habitacionales; incorporar las políticas de cuidado en el sistema de protección social, y promover proyectos de desarrollo local con el objetivo de generar condiciones de mayor bienestar, equidad, sustentabilidad y participación. Los derechos de los niños, las niñas y los adolescentes sólo pueden ser ejercidos plenamente si los derechos de los adultos trabajadores son garantizados. *“Estudio cualitativo sobre la dinámica del trabajo infantil en el sector hortiflorícola de Florencio Varela”, Comisión Provincial de Prevención y Erradicación del Trabajo Infantil (Copreti)-Ministerio de Trabajo de la Provincia de Buenos Aires-UNICEF.
Brasil El trabajo en la caña no Maria Aparecida de Moraes Silva Profesora visitante senior CAPES del Posgrado en Sociología de la Universidad Federal de San Carlos; investigadora del CNPQ
La producción agrícola Brasil es considerada una de las más grandes del mundo. En 2014, en millones de toneladas, la producción sumó 85 de soya, 53.2 de maíz, 2.8 de café, 716.8 de caña de azúcar y 39.2 de frutas. Sin embargo, esta producción de commodities esconde una gran explotación y miseria de miles de trabajadores y trabajadoras. Además de la precarización del trabajo y de la migración, muchos de ellos son esclavizados. ¿Cuál es la realidad del trabajo en los cañaverales del estado de Sao Paulo, el mayor productor de azúcar para etanol del país, con seis millones de hectáreas? Los trabajadores son migrantes que viven de los estados del noreste del país. Muchos son campesinos que tienen una pequeña parcela de tierra; otros ya están proletarizados. Son negros en su mayoría, y solamente participan hombres en la cosecha manual, dejando atrás a sus familias. Las mujeres que trabajan allí realizan tareas muy duras, como: recoger piedras y restos de caña, distribuir herbicidas y quitar las yerbas que se entremezclan en las hileras de caña; cobran salarios más bajos. Son contratados por las empresas en sus localidades de origen, por medio de contratistas, y después son llevados a los campamentos, ubicados en los cañaverales, o a casas alquiladas por las empresas, en las ciudades cercanas a los campos. Es un mercado de trabajo regulado por las propias empresas. El tiempo de la cosecha dura diez meses al año. No pueden volver antes del término del contrato de trabajo por dos razones: las largas distancias (hasta tres mil kilómetros) y la imposición del sistema de trabajo 5x1, es decir, que trabajan cinco días y descasan uno. Los salarios son a destajo, pero la empresa retiene una fracción del mismo. El no cumplimiento de las normas (faltas, huelgas, baja producitividad, etcétera) hace que esa fracción retenida no sea pagada. El sistema de control está garantizado por fiscales y contratistas. La jornada inicia por la madrugada, cuando empiezan a preparar su comida, pues solamente hay una estufa para muchas marmitas (recipientes en que se transporta la propia comida hacia el lugar de trabajo). Alrededor de las 6 de la mañana los autobuses parten en dirección a los cañaverales, en un viaje que puede durar más de una hora. Al llegar al eito (lugar de trabajo; eito es una palabra de la época de la esclavitud de los negros que aún es utilizada), las tareas se distribuyen así: cada trabajador recibe las instrucciones para cortar cinco calles (hileras) que le corresponden. La caña debe ser abrazada y cortada a nivel del suelo para facilitar el rebrote. Esta actividad exige una total curvatura del cuerpo. Después del corte, se lanza la caña y se forman pilas o montes. Antes, las puntas de la caña deben ser apartadas, pues el contenido de sacarosa en ellas es pequeño y no compensa el transporte hacia la molienda. Las condiciones de trabajo son marcadas por la altísima intensidad que se exige a los trabajadores, la cual ha ido aumentado año con año. En la década de 1980, la media (de productividad) era de cinco a ocho toneladas de caña cortada al día; en 1990 pasó a ocho o nueve; en 2000 aumentó a diez y en 2014 había ascendido a 12 o15 toneladas. La intensidad de las jornadas hace que los trabajadores sufran de calambres, vómitos, mareos, heridas en el cuerpo causadas por el sudor mezclado con el hollín –la caña es quemada antes del corte-, dolores de cabeza, etcétera. Es un trabajo muy duro y agotador, pues requiere un gasto de fuerza y energía que muchas veces los trabajadoers no tienen por falta de alimentos, además de estar sometidos a una estricta disciplina, cuyo control se centra en el tiempo de trabajo, en los movimientos del cuerpo y en el grado de competencia que se establece entre ellos. Cuanto más competitivos, más rápidos serán los golpes del cortador, capaz de obtener el título de “cortador de oro”. Los ganadores de este premio tendrán ahorrado, al final de la cosecha, lo suficiente para comprarse una moto, un eletrodoméstico, celulares o algún otro aparato. Algunos trabajan hasta 18 horas diarias, sobre todo en actividades que se realizan durante el cambio de turnos, como es el enganche de los tractores con las máquinas cuyas “jaulas” son enseguida unidas a los camiones, que llevan la caña a los ingenios para la molienda. La imposición de la media de 12 toneladas de caña cosechadas por día es una forma de seleccionarlos, pues los que no alcanzan a cortar un mínimo de diez toneladas son despedidos. De 2002 a 2009, 23 trabajadores murieron en los campos de São Paulo por el esfuerzo excesivo. Así como se muele la caña, lo mismo ocurre a los trabajadores, cuyo tiempo productivo en la caña es alrededor de 15 años, inferior al que tuvieron los esclavos (20 años). Esta es la otra cara de la riqueza de la agricultura y del crecimiento económico brasileño. Desafortunadamente, factores relacionados con la salud, la pobreza, el sexo, la edad, así como algunos criterios morales y políticos, impiden a estos trabajadores realizar protestas.
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