Opinión
Ver día anteriorDomingo 5 de julio de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Tener o no tener
D

e todos los juegos atormentadores con los que me he topado, el más desesperante es el que pregunta qué sentido preferirías perder de los cinco que tenemos, o qué brazo o qué mano o qué pierna o qué dedo o qué pie. Y no sería tan enloquecedor si después de la pregunta el juego te advirtiera que por fuerza tienes que contestar, pues no es válido zafarse, debes preguntarte qué sentido o qué miembro o qué función o qué facultad preferirías perder, y aunque percibas la tortura tanto en el término preferir como en el tono con que se expresa, ni ríes ni te zafas, sino que sencillamente te sometes al juego y te preguntas, con toda la angustia del caso, qué es lo que preferirías perder. El ingenioso dirá que el pelo o las uñas, a sabiendas de que ni el pelo ni las uñas son sentidos ni miembros ni funciones ni facultades, de hecho, no sé qué son, a pesar de que crecen, se caen o se machucan (¡y duelen!) o se comen y se escupen. Y a sabiendas de que si hubieras contestado que la piel denotarías, aparte de miedo, ignorancia, pues la piel se regenera. No sé si todos los órganos sean esenciales, pero sé que el oído y la vista ya son sentidos remplazables, como el hígado o la médula, que son trasplantables como trasfundible la sangre.

Lo cierto es que este juego, provocativo como es, se me presenta más seguido de lo que admito, será porque alguna vez perdí la voz durante un par de meses, y por lo tanto sé que, aunque insoportable, es un juego edificante o preparativo o preventivo, un juego que, en todo caso, quizá vale la pena jugar.

Observaba que hace años que no puedo llorar, y me estuve acordando de las últimas veces que lloré, de la última, de hecho, y recordé lo bien que me hizo ese llanto y cómo he extrañado desde entonces esa reacción, sobre todo en momentos en que he debido llorar y no lloré, por imposibilidad, como cuando tratas de hablar y la voz no te sale porque la perdiste, y aun cuando tarde o temprano la recuperes y luego hasta suceda que te arrepientas de haberla recuperado, pues cómo te molesta hablar de más. Curiosamente, con el llanto es al revés, nunca es de más, y qué falta hace cuando hace falta, lo echas de menos, tanto, que sientes que quieres soltarte precisamente a llorar. A mí me sucede lo que al poeta, que cuando quiero llorar no lloro, pero no me sucede lo que al poeta, que a veces llore sin querer. Más bien, no lloro, y esto no está bien. Está mal, no llorar; es una pérdida grande, no poder llorar. (Con la risa no tengo problema, por más que a veces ría de más y por más que a veces ría sin querer, tanto así que llega a parecer llanto y, si me descuido, en eso es en lo que se convierte y lo hago pasar por risa, justificada o no.)

Perder un sentido o una función es otra cosa, y ¿llorar, qué es, función o facultad? Su carencia por un tiempo largo o corto no es cosa de risa, hay exceso de motivos para llorar, desbordantes como suelen llegar a ser.

Como escritora, la ventaja de haber perdido temporalmente la voz fue que de paso no hubiera perdido la capacidad (o función) de escribir. Como puede suponerse, aquellos meses sin voz llené más páginas de mi diario que nunca. Había llegado a temer que después de la voz (¿es lo mismo que el habla?) perdería la capacidad (que no es lo mismo que la habilidad) de escribir. Me ponía a prueba a todas horas, todos los días, con algo que decir o sin nada que decir, escribía, escribía, llenaba las hojas de un lado y del otro, buscaba paredes en blanco como alternativa si a medianoche me quedaba sin cuaderno en el que escribir.

El momento en el que un escritor encuentra su voz propia es memorable y determinante, pero el momento en que la recupera, después de haberla perdido, es más trascendente aún. Un escritor puede escribir con voz ajena mientras no encuentra su propia voz, pero qué liberación y qué gusto experimenta cuando encuentra su propia voz. Cuando llega, llega sin advertencia, pero qué bien se siente percibirla llegar y de inmediato dejarla salir. ¡Y qué miedo da perderla! Da tanto miedo perder tu propia voz que no es raro que prefieras perder una pierna que tu propia voz.

Estoy convencida de que lo único que tengo es mi propia voz, y sólo yo sé lo vacía, lo inútil y prescindible que me sentiría si la perdiera. No es el silencio ni la mudez lo que temo, es la mano quieta, el entendimiento detenido lo que me da terror.