20 de junio de 2015     Número 93

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Temor en los campos*


Jornalera en los campos de cebolla a las afueras de Rochester, Nueva York
FOTO: Joseph Sorrentino

Joseph Sorrentino

Al igual que millones de mexicanos, Carolina soñaba con venir a Estados Unidos (EU). Su plan consistía en encontrar empleo en los campos agrícolas, trabajar un par de años, ahorrar suficiente dinero para regresar a su ciudad natal de Morelos, México, y construir una casa para su familia. Su marido ya estaba en EU, trabajando en una granja a las afueras de Albion, Nueva York, por lo que ella sabía que no contaba con dinero más que el par de dólares que se puede ganar después de un día de venta de tacos en la calle, que es lo que ella hacía en Morelos.

En 2004, a la edad de 21 años, viajó con su hijo de un año a lo largo de más de mil 900 kilómetros en autobús a la frontera con EU; allí se encontró con un coyote que la guió a ella y a otros diez para cruzar, con un cobro de dos mil 500 dólares por cada uno. Debió caminar tres días completos para atravesar el desierto; fue una travesía dura y peligrosa. Ella se quedó sin comida y sin agua y en cierto momento se torció el tobillo, pero no se atrevió a detenerse. “Pasamos por personas que estaban muertas”, recordó. Ella logró salir del desierto con vida, reunirse con su hijo pequeño, quien atravesó la frontera con ayuda de un amigo, y finalmente se dirigió a un pequeño pueblo en las afueras de Rochester, Nueva York, donde se unió a su marido. Carolina rápidamente encontró trabajo en una granja local que cultiva papas y cebollas.

El trabajo era duro; durante las temporadas de siembra y cosecha trabajaba diez horas al día, seis o siete días a la semana. Pero ella sabía que así era esto y lo aceptó. Lo que no esperaba era ser objeto de acoso sexual casi constante en el trabajo. Y le resultaba intolerable. “A veces estaba trabajando y el líder de la cuadrilla (de jornaleros) venía y me tocaba”, me dijo Carolina. Ella dijo que no me daría la identidad de ese líder pero lo llamó José; él “tocaba a las mujeres de una manera sexual, les tocaba las nalgas”. Cuando ella trató de empujarlo hacia atrás, él la amenazó. “Yo le dije ‘voy a reportarte con el jefe’, y él contestó: ‘Se van a deshacer de ti. Si vas con el jefe, yo voy a llamar a Inmigración’”.

Así que ella no dijo nada al jefe. Y tampoco le dijo a su marido. Temió que él se enojaría tanto que buscaría una pelea y que ambos serían despedidos o, peor, deportados. “Me sentí mal”, continuó. “Las mujeres tienen que tolerar esto en silencio, porque si hablas con los propietarios, pierden su trabajo, y entonces, ¿qué? Muchas veces durante el almuerzo, lloré. Sentí que estaba sola”. Así que ella sufrió el acoso diariamente durante siete meses.

Cheryl Gee, un asistente legal de la oficina de Rochester del Centro de Justicia Laboral de Nueva York, ha ayudado a las trabajadoras agrícolas durante 12 años, y ha escuchado innumerables relatos de acoso y asalto sexual. “Muchas de ellas lo perciben como parte de su trabajo”, dijo. “Parte de venir aquí y hacer este trabajo es ser violadas o acosadas sexualmente. Ellas creen que deben pasar por esto para alimentar a sus familias”.

Informes recientes publicados por el Southern Poverty Law Center y Human Rights Watch revelan que el acoso sexual y el abuso de las mujeres entre los trabajadores agrícolas son de hecho generalizados. La mayoría de las mujeres entrevistadas para cada informe han sufrido algún tipo de acoso o asalto sexual, desde el abuso verbal hasta la violación; un estudio de 2010 publicado en el periódico de Violencia Contra la Mujerestima que hasta un 80 por ciento de jornaleras en ciertas zonas del país han sido acosadas o asaltadas sexualmente. La incidencia estimada en algunos lugares es de hasta 80 por ciento. De hecho, en las granjas en Florida y California el abuso sexual es tan común que las mujeres denominan a los campos en que trabajan “El hotel verde” y “El campo de los calzones”.

Una posible razón de que el abuso se haya incrementado dramáticamente en los años recientes es simplemente que hay más mujeres que trabajan en las fincas, son trabajos que, durante décadas, fueron casi exclusivamente masculinos. Hace apenas diez años, menos del diez por ciento de la fuerza de trabajo en las granjas estadounidenses era femenino. Ahora, el Departamento del Trabajo estima que representan poco más de 20 por ciento. Un agricultor de cebolla en el oeste de Nueva York me dijo que durante la siembra y cosecha, alrededor del 40 por ciento de su fuerza de trabajo es ahora de mujeres. Una mayor seguridad en la frontera México-Estados Unidos, combinada con la profundización de la pobreza rural en México, están impulsando el cambio demográfico dramático.


Esta mujer vino de México buscando una vida mejor pero en lugar de eso encontró acoso sexual FOTO: Joseph Sorrentino

El gobierno de México estima que 80 por ciento de sus campesinos viven en la pobreza extrema, lo que significa que ganan menos de dos dólares al día. La situación económica difícil ha empeorado para los trabajadores pobres debido a los recientes aumentos en el costo de los alimentos básicos como arroz, frijoles y huevos. Además, políticas agrícolas y comerciales mexicanas han fortalecido a la agroindustria y han facilitado la importación de alimentos, empujando a los agricultores de pequeña escala y a los jornaleros aún más hacia la pobreza y, en muchos casos, expulsándolos de sus tierras. Tradicionalmente, muchos campesinos complementan sus escasos ingresos trabajando varios meses al año en la construcción o en ventas de menudeo en las grandes ciudades mexicanas, o con trabajos agrícolas, en la construcción o jardinería en Estados Unidos. Pero ahora los hombres emigran por periodos más largos y en ocasiones de forma permanente; ya no es posible ganar aunque sea salarios de pobreza y regresar a su tierra. Quienes están en Estados Unidos tienen miedo de salir porque ya no es tan fácil cruzar otra vez la frontera de regreso. “La gente solía quedarse dos o tres años y volver a México”, dijo Amí Kadar, que fue director durante años de CITA, un antiguo centro de trabajadores agrícolas en Albion, Nueva York. “Ahora, con tanta actividad en la frontera, son siete, ocho o más años de permanencia. Una gran cantidad de mujeres quiere venir a unirse con sus maridos, que están aquí”. Comentó que también algunas mujeres solteras están llegando. “Ellas piensan ‘los hombres pueden ir y ganar dinero, yo también quiero’”.

Estas mujeres, al igual que muchos trabajadores indocumentados, terminan en las granjas haciendo algunos de los trabajos más difíciles y peligrosos en EU. Según el Consejo Nacional de Seguridad y el Departamento de Trabajo, el trabajo agrícola consistentemente se clasifica como una de las cinco principales industrias de accidentes y lesiones. Es también uno de los de más baja paga. Y ahora se ha convertido en una ocupación plagado de acoso y abuso sexual.

Algunos abogados me comentaron que las trabajadoras agrícolas son especialmente vulnerables debido a que muchas son indocumentadas. “En general, (el perpetrador) tiene algún tipo de estatus legal de inmigración”, dijo Liz Maria Chacko, abogada de Amigos de Trabajadores Agrícolas en Filadelfia. “Esto les da poder sobre sus víctimas. Hacen amenazas tales como ‘yo tengo papeles y tú no’”. Su falta de fluidez en el idioma inglés se suma a su vulnerabilidad, de acuerdo con Chacko. Los supervisores inmediatos de las mujeres son bilingües por lo general, dijo. Si una mujer se queja, el abusador puede presentar directamente su caso al propietario de la granja en inglés. La víctima no puede. Eso es lo que ocurrió en una finca donde trabajaba Carolina.

Carolina dijo que el gerente, también un inmigrante mexicano, se acerca a las mujeres de forma rutinaria con intereses sexuales. Dijo que a ella no la molesta, probablemente porque vive con su marido, pero sí acosa a otras trabajadoras. “Las amenazó diciendo que si no tenían relaciones sexuales con él, iban a perder sus puestos de trabajo”, dijo. Muchas accedieron. Finalmente, una de ellas habló sobre el abuso, se quejó con el propietario de la granja. “El propietario no le creía”, dijo Carolina. De hecho, no podía entender en absoluto por qué, a diferencia de su gerente bilingüe, la mujer sólo hablaba español. Al igual que en la mayoría de las granjas, el propietario no hablaba español y no había nadie que tradujera a la mujer; lo que sí había era un puñado de trabajadores de habla inglesa temerosos de verse involucrados en el asunto y el abusador mismo. Al no estar dispuesto a perder su gerente, el propietario despidió a la mujer que se quejó. Y eso envió un fuerte mensaje a las otras mujeres.

Chacko dijo que tales acciones de los propietarios son comunes. “La respuesta que obtenemos (de los propietarios) es por lo general la negación”, dijo. Ella está actualmente representando a una mujer que se quejó ante el propietario de una granja productora de hongos en Kensington, Pennsylvania, de que un supervisor tocaba constantemente a las trabajadoras de manera inapropiada. El propietario le dijo que investigó los cargos, pero no encontró nada. “Él estaba horrorizado de que nuestra clienta hubiera incluso hecho la acusación”, dijo. “Este tipo de respuestas... deprime a nuestras clientes”. Pero sufrir en silencio pone una enorme presión sobre las mujeres afectadas.

Josefina, quien creció en Guadalajara, emigró de México hace ocho años para escapar de salarios de pobreza en una fábrica de botellas de plástico en la Ciudad de México. Con la esperanza de ahorrar dinero para ayudar a su madre, que estaba enferma de diabetes, se dirigió al Norte y pronto consiguió un trabajo en Reading, Pennsylvania, en la planta de procesamiento de una granja de patos. El trabajo, de limpiar y destripar a los patos, era complicado y agotador, pero el salario, de 350 dólares a la semana, le parecía increíble después de los 30 semanales que había estado ganando en la Ciudad de México. Pero ella tuvo que dejar el trabajo cuando se embarazó, y fue contratada posteriormente, después del nacimiento de su hijo, en un empleo similar en una planta de pollos cercana. Aquí el trabajo era más que físicamente difícil.


Angélica, una trabajadora agrícola en Nueva York y su hijo FOTO: Joseph Sorrentino

En la nueva planta comenzó a ser acosada sexualmente por su líder de línea, al igual que varias otras mujeres que trabajan la línea. “Al principio eran sólo palabras, y luego empezó a tocar a las mujeres”, dijo. “Una estaba de pie siete, ocho horas, y él caminaba detrás, se aseguraba de que nadie lo veía y entonces agarraba a una mujer. Le agarraba sus senos, las nalgas”.

Josefina comentó esto con otro líder de línea, una mujer, quien a su vez habló con el hombre en cuestión. El acoso se detuvo por un corto tiempo, pero luego se puso en marcha de nuevo. Josefina consideró acercarse a un supervisor. “Pero era peor que el líder de línea”, me dijo. “Él acosaba a las mujeres también”. No había nadie más en la planta con quien hablar, y ella no podía pensar en ningún otro recurso. “(Nosotras) no hablamos por miedo a las represalias”, dijo. “La amenaza es que, si habla una, perderá su trabajo. O dicen que llamarán a Inmigración, o si hablas, algo va a pasar con una o con nuestros hijos”. No podía permitirse el lujo de renunciar porque no se creía capaz de encontrar otro trabajo. “No hay muchas opciones para los que no tenemos papeles”, me dijo. “Estuve en esa empresa durante mucho tiempo porque allí se puede trabajar sin papeles”. Ella tuvo miedo de decirle a su marido lo que estaba padeciendo porque pensó que podría atacar a su jefe de línea. “Yo no podía decirle a nadie”, dijo.

Pero después de soportar el acoso durante meses, Josefina se despertó una mañana con un fuerte dolor de cabeza y entumecimiento en un lado de su cara. La mitad de su cara estaba paralizada, y fue llevada al hospital en estado de pánico. Allí, los médicos diagnosticaron el problema como estrés. “Toda la presión de permanecer callada me enfermó”, dijo.

Cuando regresó a trabajar, por petición propia fue trasladada a otra área de la planta, donde se ordenan los delantales y demás ropa de trabajo. Las cosas empeoraron rápidamente. El agresor comenzó a buscarla a la salida. “Él decía cosas muy obscenas”, señaló. “Cuando me incliné para atar delantales, él me agarró... presionó sus partes íntimas en mis nalgas”. Unos meses más tarde, finalmente decidió que no podía soportarlo más y se quejó del tipo en la gerencia. Él nunca fue disciplinado. Pero un mes después de quejarse, ella fue despedida.

Chacko dijo que tal acoso es muy habitual en estas plantas. “De las trabajadoras con que he hablado, no creo haber encontrado una sola en el embalaje de carne o procesamiento de aves de corral que haya estado libre el acoso sexual”, dijo. “Un supervisor varón simplemente camina por la línea y corre la mano por sus nalgas, hace comentarios sexuales; simplemente sucede con mucha frecuencia”. Ella está actualmente representando a una mujer que trabajaba en una planta empacadora de carne que fue forzada a tener relaciones sexuales con su supervisor con el fin de mantener su trabajo.

El informe del Southern Poverty Law Center sobre el acoso sexual de las trabajadoras agrícolas las denomina “víctimas perfectas”. A menudo viven en campamentos remotos o en casas propiedad de los agricultores ubicadas lejos de cualquier pueblo, por lo general carecen de documentos y no hablan inglés. Tienen miedo de hablar con su empleador, pues serían despedidas y necesitan desesperadamente el trabajo para mantener a sus familias en México. Si el acoso se pone muy difícil, es posible que finalmente se acerquen a su empleador o a un defensor. Pero estas mujeres casi nunca implican la aplicación de ley. “Una clienta tiene el derecho de presentar una acusación de carácter penal2, dijo Chacko, “pero nunca he tenido algo así”.

Un trabajador expresó esto así: “Es una regla que los mexicanos tienen... nunca llamar a la policía porque ésta van a buscar a Inmigración. Si me golpearon y llamé a la policía, entonces yo estoy golpeado y deportado”.

El alguacil John York, del condado de Livingston, en el oeste de Nueva York, dijo que de acuerdo con su experiencia, los trabajadores indocumentados no tienen miedo a la policía ni a los propios alguaciles, pero sí temen que los agentes locales del orden llamen a Inmigración. Debido a que los trabajadores agrícolas mexicanos rara vez hablan inglés, la mayoría de los agentes del orden llaman a la Patrulla Fronteriza o a Inmigración y Control de Aduanas (ICE) para la traducción, dijo York. Y cuando los funcionarios federales se presentan, incluso en respuesta a una llamada sobre actividad delictiva, por lo general piden identificación, exactamente lo que las mujeres indocumentadas más temen. “Yo no le digo a las mujeres que deben ir a la policía o no deben hacerlo”, dijo Gee. “Yo les digo que es una opción y hablamos sobre el riesgo. El riesgo inmediato es que van a ser detenidas”.


En la cosecha de cebolla en Nueva York, casi 40 por ciento de los trabajadores son mujeres FOTO: Joseph Sorrentino

Theresa Asmus es una consejera de crisis por violación en Batavia, Nueva York, cerca del condado de Livingston, que también trabaja con víctimas de violencia doméstica, incluyendo algunas jornaleras agrícolas. Me dijo que ella siempre les informa sobre el riesgo de que les pregunten sobre su estatus migratorio si entran en contacto con la policía. En su experiencia, dijo, la mayoría de las mujeres indocumentadas tienen tanto miedo de ser deportadas que esperan hasta ya no tener elección, “cuando han sido victimizadas severamente y pedir la protección de la policía es una elección entre la vida o la muerte”. Recordó a una mujer que optó por hablar a la policía, a pesar de los temores relacionados con su estatus de migración, porque su miedo a que el agresor la lastimara o la matara llegó a ser mayor que su miedo a la deportación.

En raras ocasiones, la respuesta de las fuerzas del orden es efectiva, y a menudo resulta peligrosamente tardía. Hablé con Diana, una joven guatemalteca indocumentada, sobre su experiencia. Ella entró en el país en 2007, con la esperanza de reunirse con su marido, un inmigrante sin documentos también de su mismo pueblo en Guatemala, que estaba trabajando en una granja en Maryland. Una vez que llegó, se trasladaron hasta el oeste de Nueva York, donde ambos encontraron empleo en una granja de vegetales. Ella trabajaba en el campo cosechando tomates y brócoli, y en la planta de empaque, donde lavaba y colocaba las verduras en cajas. Ellos hicieron todo suficientemente bien durante un par de años hasta que su marido fue capturado y detenido por ICE, y ante la deportación, Diana estaba angustiada.

Una noche, un amigo de su marido la visitó, supuestamente para consolarla. La violó. “Yo no he llamado a la policía porque soy ilegal”, me dijo, “y porque tenía miedo de que la policía llamara a Inmigración”. Telefoneó a su marido, que estaba todavía en prisión, para decirle lo que había ocurrido. “Mi esposo me dijo que no hagamos nada. Vamos a dejar todo en manos de Dios”, dijo. Pero él sí animó a Diana a hablar con su pastor. El pastor invitó a Diana y a su atacante a una reunión, para advertirle al hombre que permaneciera lejos de ella. Pero él siguió acosándola. Una noche, llegó a su remolque y la convenció para dejarlo entrar. La violó de nuevo. Esa vez su marido insistió en que reportara el hecho con su empleador, con quien tienen una estrecha relación. Diana se acercó a la hija del jefe, que ella considera como una hermana; sólo cuando esa mujer prometió acompañarla, Diana se sintió suficientemente segura para ir a la policía. El agresor fue detenido y deportado y, con la ayuda de Gee, Diana solicitó la residencia permanente aquí.

Mike Scioli es un agente líder de la Patrulla Fronteriza con base en Grand Island, Nueva York. Dijo que las víctimas de delitos no tienen razón para temer a la Patrulla Fronteriza o al ICE. “Si alguien es víctima, eso tiene prioridad sobre cualquier cosa”, dijo. (Funcionarios del ICE no respondieron a las llamadas y correos electrónicos repetidos donde les solicité una entrevista.) Pero defensores de los inmigrantes han tenido una experiencia diferente.

Lew Pappenfuse, director de la oficina en Rochester del Centro de Justicia del Trabajador, dijo que, en su experiencia, si detienen o deportan a un indocumentado víctima de un crimen depende de varios factores, tales como la gravedad del crimen y qué oficial de la ley atiende el caso. “Si se trata de un delito menor, van a seguir (la deportación)”, dijo. “Absolutamente. Están más preocupados por el estatus migratorio que sobre el hecho de que la persona es víctima de un delito”.


Mujer trabajando en chile en Hatch, Nuevo México
FOTO: Joseph Sorrentino

Gee concuerda. “Tuve un oficial que me dijo que si alguien está presentando documentos caducados o se sospecha que sean fraudulentos, debo entender que (su estatus migratorio) es lo que va a ser la principal preocupación, no que sea una víctima de violación o de acoso sexual o violencia doméstica”, dijo. “Un oficial me lo describió así: ‘Sí, van a esa habitación (ICE), la puerta está cerrada, y nos lavamos las manos’. Le pregunté ‘¿Le dan ustedes seguimiento?’ ‘No, una vez que está en sus manos... hemos terminado’”.

Gee me relató el caso de una de sus clientas, Rosario, una víctima de la violencia doméstica. El abuso fue grave, pero debido a que Rosario estaba en Estados Unidos de manera ilegal, se negó a llamar a la policía. Durante una paliza particularmente brutal que le dio su marido, Rosario logró llamar a un pariente y decirle lo que estaba pasando. Temiendo por la seguridad de Rosario, el pariente llamó al 911. El operador llamó por radio a la Patrulla Fronteriza para pedir asistencia de traducción y dos agentes fueron enviados a la escena. Ellos rápidamente preguntaron a Rosario sobre su ciudadanía; ella explicó que había llegado a EU con una visa pero había expirado. En ese momento los agentes la detuvieron, la llevaron a la más cercana estación de la Patrulla Fronteriza, tomaron sus huellas digitales y luego la encerraron durante tres días en la cárcel del condado. Según Gee, la violencia doméstica no se abordó y ni el ayudante del alcalde ni la Patrulla Fronteriza presentaron informe alguno sobre el abuso.

“Llamamos a la Patrulla Fronteriza o al ICE cuando hay una cuestión relacionada con el idioma”, dijo el alguacil Scott Hess, del condado de Orleans, en Lago Ontario, en Nueva York. “Es a criterio del ayudante de la oficina del alguacil”. Hess dijo que era consciente de que llamar a los agentes federales para la traducción presenta un problema para los indocumentados víctimas de delitos. “Las quejas han llegado de las trabajadoras agrícolas y defensores”, dijo. “Soy consciente de la preocupación… Hay una gran cantidad de delitos en la comunidad hispana que no se denuncian debido al asunto del idioma con el ICE o con la Patrulla Fronteriza. (Pero) no podemos darnos el lujo de llamar a un intérprete particular y pagarlo”. La oficina del alguacil York hace las cosas de manera diferente: confía en intérpretes voluntarios de la comunidad. También ha trabajado con los abogados para “generar confianza”, y enviar un mensaje: “No vamos a tratarlos como ilegales”. Sin embargo, agregó, “no todas las oficinas de la policía hacen lo que nosotros hacemos”.

Las mujeres que son víctimas de violación o violencia doméstica son elegibles para tramitar una visa U, la cual garantiza estatus legal temporal y posibilidad de asumir un trabajo por un máximo de cuatro años. Pero, a fin de calificar, deben cooperar con las autoridades y por lo tanto arriesgarse a la deportación. Varias de las mujeres mencionadas en este artículo cuentan con visas U, pero describen el proceso de obtención como largo, complicado y lleno de riesgos. Según Pappenfuse, del Centro de Justicia del Trabajador, si una mujer contacta con las autoridades, pero se niega a cooperar con la investigación, o si ella coopera inicialmente y luego decide no presentar cargos, corre el riesgo de ser deportada. “Es lo más que probable que así va a ser”, dijo.

Carolina, que ahora tiene una visa U, se ha convertido en una portavoz, y aborda incluso a miembros del Congreso sobre los abusos que ella y otros trabajadores agrícolas enfrentan. Pero la mayoría de las mujeres experimentan la sensación de estar derrotadas.

Ana, al igual que las otras mujeres con las que hablé para este artículo, llegó a Estados Unidos en busca de una vida mejor para su familia. Ella había estado trabajando en una papelería en Copala, Guerrero, con un salario de alrededor de 25 dólares por semana, apenas lo suficiente para mantener a su pequeña hija. Su plan era trabajar en Estados Unidos unos pocos años, y ahorrar lo suficiente para regresar a México y construir una casa. Ella entró en el país, de manera ilegal, en 2003 y terminó en el Valle de Hudson de Nueva York, donde, igual que Josefina, encontró trabajo en una granja de patos. La granja produce paté, que exige que los patos se alimenten cada pocas horas. El trabajo era en turnos de tres horas, y luego un par de horas libres, para luego hacer otro turno de tres horas, durante todo el día, siete días a la semana. “Era un trabajo muy duro” dijo, “muy sucio”.

Además del horario de trabajo brutal, Ana enfrentó acoso sexual casi constante por parte de un compañero de trabajo mexicano. “Él me ofrecía ayudarme en mi trabajo si yo le pagaba con mi cuerpo”, recordó. El abuso la puso tan mal que finalmente renunció. Pero en su siguiente trabajo, en otra granja, los hombres también acosaban a las mujeres. Cuando me habló, ella estaba entre los trabajos, esperando desesperadamente conseguir otro trabajo y ahorrar suficiente dinero para volver a casa en México. Su sueño hecho jirones. “Estados Unidos no es un lugar bonito”, dijo. “Es como una prisión. Yo tenía una hermana y sobrina que quería venir aquí. Les dije que no lo hicieran. Vivir aquí es sufrir”.

*Este artículo fue realizado en asociación con The Investigative Fund at The Nation Institute. Se publicó
originalmente en In These Times, marzo de 2013. Los nombres de los trabajadores agrícolas han sido cambiados.

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