20 de junio de 2015     Número 93

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Cuerpos violentados


Campesina cosechando café en San Martín, Oaxaca
FOTO: Joseph Sorrentino


Mi difunta mamá llegó a la finca cuando era niña.
Se fue ahí durante el tiempo de hambre. Era muy joven.
Se fue también su papá, su hermano, su hermanita y su mamá, todos a la finca. Era la única manera que tenían para alimentarse.

Relato en el taller tzotzil de INAREMAC

Trabajar es un gusto y una responsabilidad social. Hacerlo disciplinadamente es una necesidad técnica. Pero trabajar a fuerzas, a cambio de un salario y para enriquecer al patrón es violencia. La peor violencia a la que pueda ser sometido un ser humano. Una violencia económica que nos convierte en mercancías que se venden y compran. En cosas vivientes que el patrón puede usar, puede consumir y puede envilecer a voluntad pues para eso las compró.

Acostumbramos decir que la tierra y el agua no se venden. Que la naturaleza no es una mercancía. ¿Por qué en cambio nos parece natural que se vendan las personas? ¿Qué nosotros seamos una mercancía?

Al alquilarnos por un salario, lo que entregamos es nuestra energía, nuestras habilidades, nuestros talentos… Pero estas son funciones del cuerpo. Entonces lo que vendemos por horas es nuestro organismo. Un cuerpo que pasa de ser habitáculo del espíritu a ser un recurso, un instrumento, un medio para producir utilidades, una máquina.

“La primera máquina desarrollada por el capitalismo fue el cuerpo humano y no la máquina de vapor ni el reloj” dice Silvia Federici. Y en otro sitio la autora de Calibán y la bruja, redondea “Mientras que el proletariado se tornó “cuerpo”, el cuerpo se tornó en “el proletario”. Es decir que para podernos vender sacrificamos a nuestro cuerpo, lo obligamos a actuar contra sí mismo, lo torturamos, lo envilecemos.

El que la fuerza de trabajo que enajena el asalariado sea una función de su cuerpo somatiza la explotación. Es el cuerpo el que en primera instancia padece el proceso laboral enajenado.

Pero en las mujeres la somatización de la explotación económica es más caladora. No sólo porque por su cuerpo deseable son objeto de acoso sexual en los lugares de trabajo, sino porque se las obliga a mantener el ritmo laboral durante la menstruación, el embarazo y la lactancia. El cuerpo de las asalariadas es su handicap, su maldición pues en ellas son más perentorios y exigentes los ciclos biológicos de modo que la rígida disciplina laboral las violenta aún más que a los varones.

El trabajo asalariado es de suyo contra natura pero en las orillas del sistema y en especial en sus orillas rurales es una pesadilla. Y es que si en el acto de venderse siempre hay una compulsión, las labores agrícolas en la periferia han sido y son trabajos forzados, trabajos en los que a la violencia económica se añade la violencia física. La mano de obra de las plantaciones “de ultramar” fue y sigue siendo mano de obra esclava o semi esclava.

Hoy comienzan a conocerse las condiciones de vida y de trabajo de los jornaleros de San Quintín, y en general de los valles costeros de Sinaloa, Sonora y Baja California. Pero puede ser útil recordar sus orígenes en el trabajo forzado de los tiempos de Porfirio Díaz. Así lo contaban años después quienes padecieron explotación laboral en las plantaciones cafetaleras chiapanecas de hace alrededor de un siglo.

“Los mozos permanentes vivían en las fincas –le informaban a María Cristina Renard–Aquí, en Santo Domingo, eran 600 familias, rancherías de tres, cuatro familias, cada una. El trato era duro… Había azotes…”

Otros relatos vienen de los talleres tzotziles de INAREMAC: “Si no obedecíamos un mandato, el patrón nos pegaba con un garrote o verga seca de toro: nosotros éramos los acasillados y ellos los patrones, no éramos mejor que animales, porque teníamos dueños”.

Pero cuando la enganchada en una finca era una mujer sola y con hijos a la dominación de clase y de etnia se añadía la de género:

“A fuerza tenía que acabar una tarea al día, porque quería trabajar como hombre. Teníamos que trabajar como hombres porque el trabajo estaba medido por tareas. A veces me costaba hasta las cuatro o cinco de la tarde para llenar el costal. Sufría mucho.

“Cuando lloraba mi hijo, que traía en la canasta bien amarrada, le daba de mamar, primero de un lado y después del otro. Los hombres terminaban la tarea antes porque no tenían distracciones. Cuando regresaba de la pizca, tarde, todavía tenía que preparar mi comida y tortillear.

“Me sentía muy sola en la finca. Casi todos los demás eran de otros pueblos. Además de que eran hombres… Me daba vergüenza ser la única mujer”.

El trabajo doméstico de las mujeres es una interminable cadena de labores desgastantes y para colmo invisibilizadas y sin reconocimiento. Pero es un trabajo que hacen en su propio entorno, a su modo y que se plasma en bienes y servicios destinados a satisfacer las necesidades de la familia. El trabajo asalariado femenino, en cambio, quizá les da cierta independencia respecto del varón, pero no es en modo alguno liberador. Ante todo porque practicarlo por lo general no las descarga de la jornada laboral doméstica, y porque además de ser esclavizante como todo trabajo, el de ellas recibe un pago menor que el de los varones y supone un mayor castigo moral y corporal.

A la madre tzotzil que pizcaba café en una finca chiapaneca le “daba vergüenza ser la única mujer”. A mí y a los lectores varones debería darnos vergüenza ser hombres.

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